Allí donde la estabulación urbana y su frenética deshumanización no han desplazado por completo los viejos modos de vida, todavía se observan algunas costumbres que reviven gestos y conceptos ancestrales. Un caso extraordinario, pues ha eludido la poderosa influencia cristiana en las Islas, reside en el hábito de colocar piedrecitas en las encrucijadas de los caminos o, incluso, en los brazos de alguna cruz instalada con motivo de alguna muerte violenta. En algunas comunidades amazighes del Continente, esa rutina funeraria también ha sorteado la prescripción islámica. Depositar dos guijarros (timenirin) sobre la tumba de los hombres y tres sobre la sepultura de las mujeres sigue siendo un acto frecuente, por ejemplo, en el sur de Marruecos.
En la actualidad, esta práctica quizá subsiste sólo como una especie de conjuro inconsciente, pero muchas personas cumplen todavía este ritual inspiradas por cierto temor hacia la reacción de las ánimas en pena. Según la tradición, el alma que aún no ha cruzado al más allá y ronda el lugar de su fallecimiento puede arrimarse u ocupar el cuerpo del transeúnte, bien para obligarle a realizar un cometido que dejó pendiente o para disfrutar de una vida a la que no quiere renunciar. Esta sencilla práctica le disuadiría de su empeño, pues la antigua cosmogonía amazighe asume la piedra como el amparo del principio femenino de la existencia, el útero de la divinidad celestial y de sus almas humanas.
Para la milenaria cultura amazighe, la realidad se concibe como un ámbito más complejo que el entorno puramente físico o terrestre, donde, por cierto, todo vive y posee voluntad propia. Otros planos sobrenaturales, donde habitan almas, espíritus y deidades, también interactúan con nuestro escenario material. Así las cosas, la muerte se entiende sólo como un tránsito a otra situación o estado. El ser humano no desaparecería con la extinción de su envoltura más densa o mortal, acontecimiento que, sin embargo, liberaría no una sino dos almas del difunto.
En líneas generales, la formulación que describe la naturaleza del ser y sus propiedades trascendentales (ontología) desde el antiguo Egipto hasta Canarias se resume en un característico principio dualista: un alma vegetativa, que permanece por más o menos tiempo cerca del cuerpo y hábitos terrestres del fallecido, mientras el alma sutil vuelve al espacio de luz o energía que, por demás, constituye su esencia. Con todo, la terminología conservada a este respecto en las Islas no acredita de manera categórica ese dualismo del alma, aunque no sólo las voces correspondientes sugieren esa representación.
Un informe que recogió de la memoria oral el Dr. Marín de Cubas (1643-1704) habla de un alma que sufre necesidades y afanes similares a las que padecía el sujeto antes de su muerte, motivo por el cual se le continuaría atendiendo en la sepultura con diversos objetos y alimentos. Algo similar evoca hoy la tradición popular, cuando recomienda no retirar los restos de la cena hasta el día siguiente para que se puedan alimentar los invisibles. Pero el ilustre médico e historiador teldense destaca también unos encantados o espíritus que llegan del mar en forma de nubes cuando se abre la puerta del solsticio de verano, un fenómeno que ya constatara el cronista Pedro Gómez Escudero (ca. 1484) entre la población ínsuloamazighe de Lanzarote y Fuerteventura.
En efecto, como nubes encantadas se conoce además a los fantasmas, bayuyos (bajiw?gjiw?g) u ‘objetos flotantes’ tanto en Tenerife como en Fuerteventura, aunque no resulta fácil determinar si ha habido algún tipo de trasvase de la imagen léxica de una isla a otra, lo más probable, o bien se trata de una coincidencia, muy lógica por cuanto el término pertenece al flujo dialectal (tuareg o meridional) que fue dominante en todo el Archipiélago. En cualquier caso, los contextos certifican sin lugar a dudas su alcance espiritual.
Ambas manifestaciones del alma, sutil y vegetativa, las registra Marín (1694) con un vocablo común: maxios. En realidad, el análisis filológico encuentra ahí un enunciado (maghu) que alude a la ‘aparición luminosa’ considerada por el credo nativo como ‘hija del Sol’ (Magheq). Pero, de seguro, la variante más popular en el presente, aunque sumida en una deriva peyorativa bastante lamentable, remite a nuestro mago (maggu), el ‘alma aparecida’ del ser humano. El matiz entre estas dos referencias es mínimo y, a juzgar por los datos disponibles, apenas permite especular con cierta distinción cualitativa relacionada con una condición más pasiva o más activa en cada mención: de una parte, maggu parece predicar de aquello que aflora, surge o asoma, por ejemplo cuando la claridad baña la obscuridad y descubre cuanto se hallaba oculto a la vista; mientras maghu centra la atención en aquello que se enciende, prende, alumbra o ilumina por sí mismo.
Pero, que a estos seres inmateriales y dotados de razón se les adjudique una indudable afinidad con la poderosa luz que irradian el astro solar sacralizado (Magheq) y algunas denominaciones divinas, como Eraoranhan (Era-uraghan) y Achaman (Aššaman), tampoco debe causar mucha extrañeza. No son pocas las culturas dispersas por el planeta que sitúan en el ‘brillo intenso’ la nominación de diversas manifestaciones celestes, muchas de ellas a menudo deificadas. Esto ocurre por ejemplo con el lexema indoeuropeo deiw-, donde el trayecto desde el antiguo deiwos hasta el deus latino y el dios hispano nunca se aparta de la misma iluminación que brinda el día o se alcanza en un estado psicodélico, ingredientes a su vez de este radiante campo semántico.
Ahora bien, nuestro médico isleño, que fuera rector de la Universidad de Salamanca, traslada otro concepto que presenta unas implicaciones aún más relevantes si cabe: guaya (wayya), de nuevo documentado en Gran Canaria y Tenerife para designaciones humanas y divinas. Este vocablo, que traduce correctamente por ‘espíritu’, ya no denota tanto expresiones del alma como el ‘hecho de estar en el origen’ o ‘ser la causa de algo’, en clara alusión al principio o fuerza vital del sujeto en su sentido más substantivo o esencial.
En todo caso, y aunque la religión, como la ideología en su conjunto, representa un elemento fundamental en la cohesión social de ciertas comunidades, esto no implica necesariamente la existencia de un pensamiento único: «En esta Ysla de Thenerife unos afirmaban que no hauia en los Cuerpos Alma racional, o que en muriendo el Cuerpo todo se acababa; otros confesaban haver un Dios universal», reza el curioso testimonio que Tomás Marín de Cubas (1694: 82r) anotó también con pulcro afán testifical en su imprescindible Historia De las Siete Yslas de Canaria...
Fondo de Cultura Ínsuloamazighe
http://www.ygnazr.com/eseghber.htm