Diversas culturas repartidas por todo el planeta, en América del Sur, Asia o África septentrional por ejemplo, concibieron la creación del universo a partir de un huevo. En el antiguo Egipto, se creía que el Sol (Ra) había nacido de este óvulo precursor, símbolo de una potencia vital que emergía espontánea y misteriosa. Incluso, el ataúd interior en el que era depositada la momia recibía esa misma designación, sa ‘huevo’, tenido así por un recipiente de la inmortalidad. Aunque quizá la formulación más conocida remite al dualismo básico concentrado en el t’ai chi, el concepto chino de unidad de los dos principios elementales de cierta energía substantiva que, conforme se aduce desde esta doctrina, nutre y sostiene el universo: luz, calor y masculinidad, de una parte, junto a sombra, frío y feminidad, de la otra.
De acuerdo con una remota tradición norteafricana, la explosión de una estrella primordial fue la que generó el primer cielo. Esa especie de mónada precósmica, pensada también como un huevo, habría estado compuesta por dos mitades: una superior, blanca y seca, y otra inferior, roja y húmeda, separadas o atravesadas por una fuerza vivificante, un germen negro que, en forma de serpiente, se evoca todavía como divisa de fecundidad en el mundo amazighe. Ese astro germinal recibe hoy el nombre de Canopo (Alpha Carinae), recuerdo de la antiquísima ciudad portuaria de Kab Nuh, El Dorado del Bajo Egipto. Con una magnitud de -0.86, es la estrella más brillante del firmamento después de Sirio (Alpha Canis Majoris, magnitud -1.58), aunque sólo porque se encuentra a mayor distancia de la Tierra.
Durante los últimos tres mil años, esta «Estrella de Osiris» o, de forma más genérica, «Estrella del Sur» ha hecho su aparición en el cielo de Canarias, con la oscilación que impone la precesión o movimiento retrógrado de los equinoccios, en torno al veintitrés (23) de agosto (± 5 días), permaneciendo visible hasta el diecisiete (17) de abril (± 5 días). Fechas que, junto a los primeros días de febrero, cuando ocurre su orto acrónico (o aparición vespertina), llevan a pensar en un antecedente astral de origen nativo para el culto a la Virgen de Candelaria.
Abonan esta hipótesis algunos testimonios documentales muy ilustrativos. Para el poeta lagunero Antonio de Viana (1604), «los varones / En quien mas parte de prudencia auia, / Dixeron ser del cielo alguna estrella / En traxe de muger hermosa y bella». Idea que concreta un poco más el informe del agustino Juan González de Mendoza (1585), autor que señala cómo «los moradores de las dichas islas, la comenzaron a tener en muy grandísima veneración, llamándola Madre del Sol». Y esto era así hasta tal punto que, conforme a la declaración del dominico Alonso de Espinosa (1594), «si la Fe no les enseñara la Candelaria ser madre de Dios, y no Dios: la confessaran a ella y tuuieran por tal». Pero igual que la fecunda tradición oral conservada en el sur de Tenerife insiste aún en su dimensión cósmica. En ese horizonte se sitúa una insólita plegaria que recuerda (2001) doña Sita Chico, vecina de Güímar: «¡Uh! Magné Mastáy / Achen tumba Manéy», donde de nuevo se rinde culto a Magné o Ma-əgənnă, la ‘madre del cielo’.
Consideraciones que, sin embargo, podrían pasar por simple retórica literaria, si no fuera porque ahí no terminan las afinidades significativas. La etimología del nombre ínsuloamazighe adjudicado a esta advocación cristiana, Chaxiraxi o ta-aghir-agh(i), habla de ‘la que carga o sostiene el firmamento’, es decir, presenta una madre cósmica o diosa primordial congruente por completo con el mito cosmogónico organizado en torno a Canopo, la Guayarmina o Wayya-ar-minna isleña que ‘protege hasta el comienzo de la sequía prolongada’ (los meses que, en Canarias, transcurren entre abril y agosto, justo el lapso de su desaparición del lienzo estelar perceptible).
Tanto en Chaxiraxi como en su correlato masculino Guayaxiraxi o Wayya-aghir-agh(i), el ‘espíritu que sostiene el firmamento’, se acude a la noción cosmológica axir o aghir para evocar el conjunto de la ‘bóveda celeste’, la creación sustentada por el hálito divino. La implicación de esta imagen en el credo indígena recorre también su variante de pronunciación acur o aqqûr. El poeta grancanario Bartolomé Cairasco (1582) nos regala esta variante en su celebrada Comedia del Receuimiento, cuando hace exclamar a un sorprendido Doramas (Durar-ammas): «Aramera macura[,] aramera macura», esto es, Ar ammer am aqqûr-a o ‘parecemos cosa del cielo’, según la afinada traducción que Sabiduría brinda a sus hermanas Invención y Curiosidad. Aunque la trascendencia cualitativa de este aqqûr reside en su inequívoco alcance religioso, ámbito donde proporciona la base de significación para un teónimo que, en diversos contextos, las fuentes europeas documentan con detalle en las islas de Gran Canaria y Tenerife. Connotado por medio del índice adjetivo -an, no ofrece mayor dificultad reconocer aquí el más difundido de los nombres de Dios, Acorán o Aqqoran, ‘el Celestial’.
Pero no sólo en la razón mística vivían los antiguos isleños su relación con la naturaleza, aunque hasta en el léxico más descriptivo parece alentar siempre un sentido figurado que busca acceder a ese territorio sutil. Así sucedía con el nombre de un insigne jefe cantonal de La Palma: en Mayantigo o M-azgan-tigăwt, la referencia celeste (tigăwt, pl. tigăwtăn) apenas refleja otra literalidad que el espacio donde acontecen las manifestaciones atmosféricas, aunque una condición más valiosa debía de subyacer en esa estampa para que la ‘gentileza’ del personaje fuera destacada ‘como parte del cielo’. Porque acaso el ser humano nunca ha sido capaz de crear una vida a la altura de sus sueños...
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