Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Relatos de un icolaltero (y III). Liborio López. Años de carboneo furtivo.

Domingo, 31 de Mayo de 2009
Cirilo Leal Mújica
Publicado en el número 263

El puente intangible de la memoria nos puede aproximar al esfuerzo cotidiano de nuestros predecesores para vencer los obstáculos del tiempo.

 

Queremos pensar que cada día crece más la preocupación por el consumo y derroche de energías. Las sociedades actuales necesitan de ingentes cantidades de recursos energéticos –petróleo, gas, electricidad, agua, etc.– para mantener su ritmo de vida, nivel de desarrollo y de avance tecnológico. Las fuentes de esos recursos, especialmente los de origen fósil, tienen fecha de caducidad. No son eternas. Esta inquietud puede o debería definir el momento presente. A las generaciones jóvenes de nuestro país, al no disponer de referencias directas del pasado reciente, del tiempo de las restricciones que nacieron como consecuencias de la guerra civil y de la contienda europea, les puede resulta arduo comprender, sentir o imaginar lo que sus padres padecieron para salir adelante, superando con grandes sacrificios incontables carencias para alcanzar los niveles de bienestar que hoy se disfrutan –y malgastan– con cierto alegría. El puente intangible de la memoria nos puede aproximar al esfuerzo cotidiano de nuestros predecesores para vencer los obstáculos de su tiempo. Especialmente en lo referente al consumo del carbón para el fuego del hogar. Carbón de mina y carbón vegetal. Carbón de piedra procedente de las minas inglesas y almacenadas, agabarradas, en los puertos canarios para el suministro de los buques del imperio británico y las potencias europeas. Carbón adquirido, como no podía ser de otra forma, al estraperlo. Sin embargo, fue el carbón de nuestros montes, elaborado muchas veces en la clandestinidad, el que palió la demanda doméstica de los pueblos y barrios de cumbre.


Carbón prohibido.

Salvo las explotaciones legales, el carboneo estaba prohibido. Aún así, muchas personas se buscaban la vida con esta actividad furtiva. De esta parte de la historia olvidada forma parte el relato oral de Liborio López Ramos, vecino del lomo Juan de la Guardia, en el barrio icolaltero de Los Realejos.

“Antes se respetaban los montes ajenos, los particulares, pero no los del Estado porque sólo dejaban hacer carbón a los rematadores. Las autoridades perseguían, día y noche, a los que no tenían permiso. Los altos de San Juan de la Rambla y de La Guancha mataron mucha hambre. En el monte de los Hurones, en La Guancha, llegué a sacar veinticinco sacos de carbón que almacenaba en casa. Cuando eso yo era un chaval con buenos brazos para dar hacha al tronco del pino o al brezo. Si no había otra cosa había que meterle mano al pino, pero el mejor carbón lo daba el brezo. El pino se descascarriba todo, se estallaba con facilidad. El de brezo y follao es el carbón más pesado que hay. Pegaba a rolar escobones, botando por el terraplén y cuando ya los teníamos en el terraplán, armábamos las carboneras. Espechábamos un palo en el medio y se le pegaba a poner leña por los lados. Empinaditos. Con leñita gorda al alrededor. El geito es que siempre quede como forma del pajar. Después de colocar la leña se ponía la rama del escobón, dos o tres jaces, por fuera de la leña. Se le echa tierra por encima de la corona. Sacos de tierra. Se garra y se le da fuego por abajo. Al encender los estampidos de las cáscaras dan miedo. Cuando coge fuerza, se baja la tierra un poco. En vez de salir el humo por el aire, sale por debajo y donde sale el humo paga el fuego. Después se deja un humo aquí y otro allá. Eso son los respiraderos. Se va quemando despacito”.


Al amparo de la noche.

El desaparecido oficio de carbonero, de gran importancia social y económica, en su momento, se transmitía de generación en generación hasta escasos años. Liborio López participó de la complicidad de los que se buscaban la vida con esta actividad marginal. Una labor que desafiaba la vigilancia de los montes, realizado bajo condiciones muy duras, inclemencias extremas, sin tiempo para el descanso y el sueño cuando las hoyas estaban en proceso. Antes de recoger la leña, cortar el tronco y trocearlo, se elegía y preparaba el terreno para la elaboración del carbón. La hoya se armaba a partir de un palo vertical en el centro del ruedo al que se le colocaba la leña formando un cono. Después tenía lugar el tapado o la cubierta para aislar la madera del exterior para que el oxígeno del aire no la incendie. Según el investigador vasco Miguel Polancos Aretxabala “era el procedimiento básico para la correcta carbonización, que no es más que la combustión lenta e incompleta de la madera”. El cisco, el helecho, el musgo, la hojarasca cumplían la función de aislante y también para cribar los huecos que se fueran produciendo mientras ardía la leña. El carbonero tenía que abrir agujeros de ventilación en aquellas partes con menor temperatura y taponar las zonas con mayor calor procurando alcanzar una intensidad homogénea del fuego en las diferentes alturas de la hoya. Una vez que terminaba la cocción se procedía a resfriar la hoya, apagando los pequeños focos de fuego que todavía quedaban en el interior. La elaboración del carbón en situación de legalidad, que no es el caso del relato de Liborio López, requería, una vez enfriada la hoya, que el carbón se extendiera durante horas para asegurarse de que el fuego no se escondiera en su interior.

“El carbón se hacía por la noche. Después que estaba hecho se bajaba en bestias. Yo tenía una yegua que le mandaba cuatro sacos. Mi hermano bajaba un saco a cuestas. Una vez, bajando pa casa se el carbón le prendió fuego al saco y le tuvimos que mear. Le meamos para poderle apagar el saco carbón. Lo pusimos en el suelo y lo meamos. No había agua. Aunque no teníamos ganas de mear, hicimos el esfuerzo para no perder el carbón. Lo apagamos. Con el carbón íbamos a los Realejos, a Tigaiga, a San Juan de la Rambla. Con la noche bajábamos por ahí para bajo. En ese entonces estaba la guardia civil esperando abajo en Tigaiga. La guardia civil sentía las herraduras de las bestias cuando íbamos por las vueltas para bajo. ¿Qué hacíamos nosotros? Echábamos uno adelante para que mirara a ver abajo. Si no había nadie, encendía un fósforo o un jacho. El que iba delante sólo llevaba la bestia. El que iba atrás llevaba el carbón. Si estaba la guardia civil entonces no se encendía nada. Que no estaba la guardia civil, encendía el jacho para que bajara. Era una señal”.

 
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