A la servicial y cariñosa familia de Pino
A veces mantenemos el recuerdo de un ser excepcional mucho tiempo después de que se haya ido.
Éste podría ser el caso de Pino Valencia Valencia, una mujer que en el tiempo que nos ocupa rondará los sesenta años. Morena de piel y cabello; más bien baja, robusta, de nariz achatada. Y una cara redonda de la que destacan sus grandes ojos; además de una boca ancha y sonriente por norma y los marcados pómulos, que tan bien retrató Néstor de las mujeres de la tierra.
Nos la podemos encontrar sentada en un extremo de la mesa de su cocina, desde donde lee el periódico, ve la tele y escucha sus programas de participación popular de las emisoras de radio locales.
El timbre del teléfono es un sonido habitual en la casa de Pino: vecinas, familiares y clientela que le solicitan un pan de limón, unos suspiros, o sus afamados buñuelos, con los que suele participar en el rastrillo parroquial de Santiago de Gáldar.
Esta maestra repostera de dulces tradicionales, se remanga y se cubre el pelo con un pañuelo de algodón blanco antes de coger una gran palangana y su batidor manual.
No es que Pino sea reacia a las comodidades de los pequeños electrodomésticos, es que ella es tan efectiva en dejar quince claras a punto de nieve como cualquier artilugio enchufado a la red. A los huevos le añadirá la proporción en azúcar, harina y ralladura de limón; forrará el molde de aluminio con papel especial y verterá la mezcla en él para introducirlo en el horno que lleva ya diez minutos calentándose a una temperatura adecuada.
Dentro de una hora aproximadamente veremos el resultado.
Mientras tanto, hablamos sobre lo divino y lo humano, la familia; el próximo nacimiento de su primera nieta Gema la llena de ilusión y esperanza. Y aunque los hijos ya no vivan en casa, ella está orgullosa porque no renuncia a una vida que ha sido la suya, en un lugar que ahora se reconoce como privilegiado, de interés cultural y patrimonio de todos los canarios: el museo arqueológico de la Cueva Pintada de Gáldar.
Josefa Medero y Pino Valencia son las últimas inquilinas de la Calle Audiencia número veintiocho, trasera de la número veinticuatro, a la que se accede por una estrecha servidumbre que ahora franquea una puerta de hierro esmaltada en verde tierno con portero automático.
Cuando he llegado a su casa, casi una hora más tarde de lo acordado, muy merecidamente Pino me ha espetado: "Amigas como las de antes, más supiera hacer". Dicho que la madre de Pino usaba cuando alguien no era formal y no cumplía con lo acordado.
"Ya he comenzado a hacer el pan de limón. Ahora que estás aquí me lo llevarás al horno", responde autoritaria, y yo obedezco sumisa porque me siento culpable por el retraso.
El horno no está en la cocina, sino en una estancia aparte, que es llamada la casa de la música. Un cuarto antiguo que tiene más de doscientos años de historia, con techo de palo y tejado a dos aguas, amplio para las necesidades de la época en que fue construido, y con una salida a un espacio exterior para el servicio.
En la actualidad, esta casa, que fue adjudicada por los dueños a Pino cuando se quedó deshabitada, sirve de cocina improvisada cuando se guisa en proporciones mayores, y como recibidor, donde Pino se reúne con las amigas que vienen a charlar y a tomar café, abrigados por el acogedor ambiente que produce la madera y las vitrinas llenas de recuerdos y de frascos de colonias que Cecilia, la hija de Pino, coleccionó alguna vez.
- En esa habitación, hace cincuenta años, vivía mastro Pepe El Ciego, que era músico; y en su casa, los fines de semana, se celebraban bailes acompañados por guitarras, y donde los jóvenes venían a buscar pareja. Entre ellos, mi hermano Antonio, que se enamoró en ellos -cuenta Pino-.
Eran célebres los encuentros de los músicos que venían a tocar la guitarra, como mastro Ignacio, reconocido folclorista galdense, del que Isabel, su hija, le contó a Pino cómo acompañaba a su padre al baile, y de lo que le costó reclutar a jóvenes del campo cuando quiso formar un cuerpo de baile a mediados de los cincuenta del siglo pasado, porque aún no se veía bien que las muchachas bailaran para un público.
En la década de los noventa, Antoñito Martín, miembro de la agrupación fundada en la década de los cuarenta Los hijos de la noche, retomaría los ensayos de música en este mismo lugar durante la última década del siglo veinte.
- No hace mucho, durante los cumpleaños que mi hija Cecilia, celebraba en este lugar, algunas de sus amigas también se enamoraron de algún invitado. Y hace un par de años, se realizó un programa de radio de una emisora local, para recordar anécdotas del pasado en aquella estancia, impregnada del “espíritu del amor”.
De vuelta a la cocina de Pino, de reciente remodelación, me cuenta que su familia hace casi ochenta años que vive allí. Ella es la menor de seis hermanos, y, a su vez, hija de Juan Francisco y de Cecilita, como todos la conocían: mujer emprendedora y aventurera, que quiso ser marino mercante para recorrer mundo; siempre dispuesta para cualquier tarea doméstica y que a veces era solicitada para poner inyecciones. Su padre, jornalero, trabajaba en los huertos de plataneras circundantes.
- La casa fue alquilada a la familia Suárez, que era la dueña de las tierras y de las viviendas que se encontraban en el margen de la serventía de lo que se conocía como el Huerto Nuevo, y en la que sólo siguen habitando Josefa Medero y yo. Mi vecina vino a vivir aquí, cuando se casó en el año cincuenta y cinco, donde antes su abuelo Chano echaba de comer a un burro que tenía. Ahora es una señora octogenaria.
En sus orígenes, las casas eran de una sola estancia y sin servicio ni agua corriente; primero se dividieron con tabiques en varios cuartos, y el agua se tomaba de la pila, para la comida, y del riego, que pasaba por delante de las viviendas camino de los surcos de las plataneras, para la limpieza.
- Tenía doce años cuando se arregló la casa, recuerdo que se hizo un pequeño pozo negro con la profundidad de la altura de una persona; que era lo que permitían las autoridades de la época. Mientras excavaban salía sólo picón negro. Y a partir de entonces, el agua del fregadero y el de la ducha iban al riego, y lo de la vasija, al pozo.
Entrada a la Cueva Pintada en los años sesenta
Los mismos riegos que recorrían los bancales de plataneras llegaban hasta la cueva, que se encontraba localizada en las tierras mastro Tomás, antepasado de los Suárez; y ocupa una superficie que va desde la calle Audiencia hasta la denominada La Fonda; y sigue de manera descendiente la calle de Las Toscas.
La memoria popular de los vecinos dice que en el siglo diecinueve aquellas tierras eran fincas unidas de los hermanos Suárez, y el maestro Tomás era el dueño de la parcela en la que se ubicaba la cueva, y que en otro tiempo se le llamaba Cueva Canaria, como yo se lo oí nombrar a mis padres -apunta Pino-.
Antes de que se abrieran las calles que circundan ahora el museo, todo era huerto cerrado y a una altura de más de dos metros sobre el nivel de la calzada actual.
Estas tierras se destinaban a cultivo ordinario, donde se plantaba todo lo que luego se consumía en los hogares; hasta la década de los cincuenta, en la que se cogió todo para las plataneras, que se regaban a manta, inundando toda la superficie sembrada.
Los primeros recuerdos de Pino sobre la Cueva Pintada son de cuando ella tenía diez años y veía transitar a la gente por la serventía de delante de su casa para dirigirse allí.
Pino, que estuvo enferma de tos asmática, le tocó esperar para saber qué creaba tanta curiosidad para que llegaran hasta allí extranjeros guiados sólo por un mapa y con la ayuda de un guardia municipal, que los entraba por la calle Audiencia y los hacía salir por la calle Las Toscas, por el solar de mastro Francisco.
Las niñas de doce y trece años bajaban la calle Las Toscas -hoy calle Bentejuí-, con velas y fósforos para iluminar el interior. El picón desprendido había hecho de la escalera una rampa, y la vegetación que había crecido en las paredes debido a la humedad destilada de la superficie, hacían del descenso de cinco metros una pequeña aventura.
El culantrillo que había en el entrono, era muy apreciado para adornar las coronas de los niños que fallecían -algo habitual en aquella época de escasez-.
Aquellas niñas que entonces bajaban, hoy son octogenarias que declaran haber visto dibujos en las paredes del interior de la cueva que ya no existen como un cielo, un sol, la luna y hasta estrellas.
Por aquella época de la infancia de Pino, la cueva era un lugar anecdótico y curioso; sin más valor que el que le aportaban las tierras de cultivo de su superficie. Tal es así que la madre de Pino le contaba a ésta que la cueva había sido descubierta por un tal Orihuela y que luego fue vendida por éste junto al campo en el que se encontraba a los Suárez.
Entre los años cincuenta y dos y cincuenta y tres se creó una gran expectación con el rodaje de la película Tirma, de la que se rodaron algunas escenas en la necrópolis de El Agujero, en la que participaron muchos vecinos como extras, incluido el cronista oficial de Gáldar, Martín Moreno.
Posando abajo a la izquierda, Pino Valencia con toda su familia
A finales de los cincuenta, ocurrió un suceso providencial para la zona cuando se cayó un muro de piedra seca de un huerto de la calle Audiencia que casi sepulta las casas del Huerto Nuevo. Y el día en que lo fueron a allanar con un tractor, de entre la tierra, empezaron a aparecer piezas completas de cerámica y utensilios prehispánicos que los vecinos de la zona se apresuraron a retirar y a proteger en sus casas.
Muchos de aquellos hallazgos se han perdido, pero curiosamente, con la última inauguración del museo, están siendo donados por los mismos vecinos en forma de pago de una deuda histórica.
A lo largo de la década de los sesenta, el ayuntamiento cerró el libre acceso a la cueva y a partir de entonces se tuvo que pedir permiso.
En los años setenta se acomete la primera restauración, y a la cueva se le puso una puerta, y el guarda contratado por el Cabildo, Claudio Medina, que vivía en la misma serventía que Pino, se encargaba de abrirla al público. Y al final de la visita, obsequiaba con una figurita de cerámica a modo de souvenir.
Como quiera que sea, por ignorancia o por desidia, intentaron allanar los niveles de los bancales de alrededor de la cueva con una excavadora. Pero fue gracias a la intervención de Fefita Medina, licenciada en Bellas Artes y actualmente retirada, la que se plantó delante de la excavadora para que no se hiciera más destrozos de los que ya había causado la excavadora con los dientes de la pala al remover la tierra indiscriminadamente.
Esta escena está grabada en la memoria de los vecinos como un acto de valentía, cordura y sensatez, en una época en la que el desconocimiento de cómo se debía proceder era absoluto.
- Yo tenía veinticuatro años y acababa de dar a luz por los días en que aparecieron dos ídolos de barro: el de un hombre y el de una mujer. Se creó una gran expectación, a la que en seguida acudieron el alcalde, acompañado del historiador don José Naranjo y de mastro Pancho Domínguez, constructor. Estos dos últimos visitaban casi diariamente la cueva siguiendo los avances del trabajo. Mi madre no me dejó bajar porque resultaba “feo” que una mujer que acababa de tener un crío hacía poco, se mostrara en público.
Recuerdo que vinieron los reyes a la inauguración, y a partir de entonces las visitas de turistas y de alumnos de colegios fueron un continuo.
Durante el proceso, se quitaron las plataneras que se encontraban sobre la superficie de la cueva; pero a partir del año ochenta y dos se volvió a cerrar al público porque el exceso de humedad, producto de la falta de ventilación de la cueva, empezó a producir que las pinturas se fueran borrando.
Fue también en esta época cuando levantaron un muro de contención, con no demasiado acierto, que estropearía el entorno de la cueva, aunque luego, el sentido común volvió y fue retirado en la década de los ochenta.
Y por fin, en el año ochenta y siete, empezaron a aparecer los expertos y los técnicos para trabajar de forma voluntaria; una suerte de estudiantes universitarios peninsulares y canarios comenzaron a participar durante los meses de verano, hasta que el Ayuntamiento sacó una plantilla.
Los descansos en la obra se hacían en casa de Pino, que preparaba meriendas para todos y hacían tertulia de cómo se iba haciendo la retirada de tierra por “bancales”. Palabra que Pino aprendió al oírsela utilizar a sus contertulios como Ignacio Saenz Iñaki, Jorge Onrubia y Celso Martín de Guzmán Celsito, que era de la misma edad que Pino.
Esta época fue de las más ilusionantes porque el entusiasmo de aquellos jóvenes estudiantes entonces, que veían con grandes expectativas la cueva, no hacía por menos que desear parabienes al proyecto. Incluso Antonio Mario, el hijo menor de Pino, con once años, acarreó muchos viajes de tierra con la carretilla, colaborando desinteresadamente.
Pero el proyecto se paró con la desaparición del malogrado Celso que produjo un doble dolor por la pérdida del hombre y por la de haber sido de los primeros impulsores y protectores de la cueva, que hizo las veces de mecenas divulgando tanto sus hallazgos como solicitando todas las subvenciones disponibles, en una época en la que aún no sonaban las “ayudas europeas”.
A la derecha, Pino y su esposo
Hoy en día, cuando Pino cuenta con sesenta años, ha podido descender a la cueva con motivo de su reapertura. Esta vez, debido a su menguada movilidad por el desgaste de las rótulas, lo ha hecho en silla de ruedas, y ha descubierto cómo se ha dignificado lo que durante décadas oyó comentar en su casa a los estudiantes, profesores y voluntarios que pacientemente fueron devastando las capas de tierra, de ignorancia, de prejuicio y olvido.
De vez en cuando, Pino recibe visitas para preguntarle acerca de sus vivencias en este enclave aborigen. Entonces, ella les cuenta y les reconoce que su casa no está adaptada para las dolencias que achacan a ella y a su marido, pero allí es donde nació, donde ha vivido toda su vida y donde espera seguir; y es que su familia ha sido arrendadora de tres generaciones de Suárez.
Para descansar de la entrevista, Pino, generosa y desinteresada me enseñó a hacer buñuelos con medio vaso de leche y azúcar, cuatro huevos batidos a punto de nieve, dos dedos de aceite, una pizca de sal, una cucharadita de levadura, ralladura de limón y un chorrito de vinagre.
Luego, con un juego rápido de muñeca que me costaría repetir, fuimos echando cucharaditas en una sartén llena de aceite caliente, donde el buñuelo en seguida se inflaría y daría la vuelta por sí solo en cuanto se tostara por una de sus caras.
Mientras que a la maestra repostera le salen perfectas gotas redondeadas, mis buñuelos toman formas de animales o de figuras retorcidas imposibles de definir. Y así pasamos la tarde.
Este texto fue presentado a una de las ediciones de Rescatando la Memoria, el concurso de relatos de la Fundación Mapfre Guanarteme de Arucas, el Ayuntamiento del municipio y su Asociación de Empresarios.