Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Cuentos contextualizados VIII: Aquella música misteriosa.

Miércoles, 29 de Julio de 2009
Manuel García Rodríguez
Publicado en el número 272

Unos aferrados a los otros, los dos hermanos nos asimos al traje de nuestra madre, la cual sin pensárselo dos veces se dirigió con cautela al lugar del que procedían las misteriosas notas del piano. De repente mi madre se paró en seco, hizo un ademán de silencio y volvimos a oír las misteriosas notas musicales. Esta vez más cerca. Nuestra madre no se amedrentó. Sacó fuerzas de donde no las tenía y prosiguió en busca del misterioso pianista. Abrió la puerta muy despacio y...

Era la nuestra una humilde familia de campesinos agricultores formada por el matrimonio y sus cuatro hijos. Mi padre, hombre trabajador, honrado, que quería para su familia lo mejor. En su ilusión estaba la idea de conseguir, con su trabajo, mejorar la precaria situación económica de su familia y a la consecución de tal fin se entregaba día a día.

 

Poseía una pequeña propiedad agrícola que cultivaba con esmero pero que apenas le permitía sobrevivir en aquella época de posguerra. Gracias a su constante esfuerzo consiguió ahorrar algunos dineros, con la ilusión de tener algún día lo suficiente para adquirir una propiedad mayor que le garantizara una vida más desahogada económicamente y al mismo tiempo le permitiera costear los estudios de sus cuatro hijos. Era su sueño el ver a los hijos disfrutar de una carrera universitaria que les permitiera, en el futuro, disfrutar de una vida completamente distinta que la sacrificada y atareada vida que sufrían los campesinos por aquella época.

 

Un día oyó un comentario entre los vecinos que le llamó mucho la atención. Comentaban éstos que una adinerada e ilustre familia de Santa Cruz de la Palma, que por aquel entonces había trasladado su residencia a Madrid, ponía en venta una gran mansión que poseía en un lugar llamado Miraflores, arriba, cerca del mismo monte.

 

Sin decir nada a nadie, sigilosamente, todas las tardes se acercaba a aquella casona y a sus terrenos anexos para contemplarla tranquilamente. La posesión de aquella casa con sus terrenos le ilusionó. No tenía dinero suficiente para comprarla y entre la ilusión de un futuro prometedor y la tristeza de no poder poseerlo pasó muchos y muchos días pensando en ello, y muchas y muchas noches sin poder dormir.

 

Un buen día, comunicó su propósito a su mujer.

 

- No tenemos dinero para ello -le respondió ella-.
- Lo pediremos prestado -insistió su marido-.
- ¿Quién va a prestarte tan cantidad?

 

 

La respuesta de su esposa no le hizo desistir de su propósito, y aunque no comentó más el tema con ella, su idea de mejorar de vida la tenía como penetrada en su mente.

 

Un buen día, se armó de valor y puso en venta la pequeña propiedad que poseía. A los pocos meses consiguió venderla y pidió prestado a los vecinos el mucho dinero que le faltaba para poder comprar la nueva finca. Como garantía de préstamo comprometió todo lo que por aquel entonces poseía. Conocedores los vecinos de la honradez de aquel hombre, no dudaron en prestarle el dinero que le faltaba para la compra.

 

Con el propósito de conocer mejor la finca y la casa recabó información de los vecinos más cercanos.

 

- Hace muchos, muchos años que la casa está abandonada con todos sus muebles dentro -le comentaba una la vecina-.

 

 

Oía yo con atención todos los comentarios que sobre la nueva finca estaban en boca de los vecinos del barrio, y con la imaginación de un niño que exagera en tamaño y grandiosidad todo lo que le rodea me vi ya dentro de aquella casona asustado, temeroso y viendo fantasmas por doquier. ”Dicen que por las noches se oye una extraña música”, fue el comentario que acentuó aún más mis ya imaginarias fantasías.

 

Según se acercaba el día de la partida hacia la nueva residencia, mi ansiedad aumentaba por conocer la nueva mansión y al mismo tiempo el miedo me retenía. Era todo una mezcla de fantasías, deseos y temores.

 

Por fin un día oí decir a mis padres “mañana ya nos cambiamos de casa”. Esa noche no dormí. No porque no tuviera sueño, sino más bien por la ansiedad que me producía la idea de vivir en otro lugar desconocido y misterioso.

 

Por razones que aún hoy desconozco, la llegada a la nueva casa fue ya en esa hora en que la luz del día se marcha lentamente y la oscuridad de la noche va supliendo el camino que dejan los últimos rayos del sol. Era la primera vez que pernotábamos en la casa de Miraflores. La veía más grande de lo que es hoy, muchísimo más, aunque no tanto como la imaginaba en mis sueños y pesadillas.

 

Unas enormes escaleras interminables daban acceso a la parte alta de la mansión; unas enormes puertas pintadas de verde comunicaban una habitación con otra. Las ventanas eran tan grandes que apenas yo llegaba a poder ver a través de ellas. Un suelo de madera, ennegrecido por el paso del tiempo, producía un ruido misterioso a cada paso que yo daba. Restos de una instalación eléctrica en desuso, se veían por doquier. Una enorme cocina con techo a teja descubierta, a través de las cuales se filtraba el aire de la noche, daba una sensación de frialdad a todo, y por supuesto al ya por sí misterioso entorno. Junto a la cocina una despensa desvalijada con su torno lleno de telarañas, cuyo eje central chirriaba, como dando un gemido en señal de dolor al intentarle darle el menor giro.

 

Una vez que los hombres descargaron el viejo y destartalado camión de los muebles, quedaron depositados por doquier en la casa. El darle a los muebles un sitio adecuado fue labor que, como siempre, quedó a cargo de mi madre, para los días siguientes y sucesivos. Solo se dieron prisa a colocar las camas porque la noche se venía apresuradamente encima. Agotados todos, por el trabajo realizado ese día y nerviosos por la presencia de lo desconocido, necesitábamos descansar.

 

Cuando todo ya casi permanecía oscuro, mi madre encendió el quinqué. Su tenue luz  hizo la casa más tétrica aún. Si ya a la luz del día, en mis pensamientos, todo lo imaginaba misterioso, la llegada de la noche propició el que mi mente, enferma de miedo, se acordara mucho de los fantasmas y de las brujas, de las cuales, desgraciadamente, a esa edad, algunas historias sabía, pero más que nada, retumbaba en mis oídos aquella frase… “Dicen que por las noches se oye una música misteriosa”.

 

Cenamos en la cocina; mi hermano Paco y yo no nos separábamos un minuto. Creo que nunca estuvimos tan unidos en alma y cuerpo. No se cuál fue el menú de aquella noche, mas me temo que fue el consabido “gofio escaldado”, o quizás algo que se traía prefabricado desde la Finca de Los Aguacates.

 

Terminada la cena, ahora se trataba de trasladarnos desde la cocina hasta el dormitorio, que nuestra madre nos había asignado. El dormitorio del matrimonio estaba al otro extremo de la casa. Donde mismo está hoy. El cuarto de los niños (Manolo y Paco) era el contiguo y Eduardito dormía en su cuna, junto a sus padres, en la habitación del matrimonio. Ahora había que trasladarse desde la cocina hasta el dormitorio atravesando por lo que hoy es el comedor y la sala.

 

Papá, como siempre, se fue a acostar el primero sin esperar por nosotros. De seguro estaba rendido de tanto trabajo.

 

Nuestra madre caminaba delante, con su quinqué en la mano y una vela en la otra, por si fallaba el quinqué. Al pasar por el comedor, señaló una habitación que quedaba a la derecha y nos advirtió. "Nunca entréis en esa habitación porque tiene muebles de los anteriores dueños de la finca. No son nuestros", insistió. A continuación comprobó que la puerta del comedor que daba al exterior quedaba bien cerrada. Al acercame a mirar vi, por primera vez, la pila del agua. Era otro misterioso aparato.

 

Aterrado por la oscuridad y el aire de misterio que flotaba en la soledad de aquella mansión, no veía la hora de meterme en mi cama. Atravesamos la tétrica sala completamente vacía de muebles y humedecida por falta de ventilación. Por fin la puerta de nuestra habitación se abrió y, entre la luz y la sombra, vi una cama. "Es la tuya -me dijo mi madre- y,… esta otra es la de tu hermano".

 

De un salto quedé sobre la cama y cuidadosamente me metí bajo las traperas. Permanecí inmóvil; aguzaba las orejas por si se oía algo extraño. Miré a mi hermano Paco y observé un bulto bajo las traperas. Tan asustado estaba que por no respirar casi se asfixiaba. Miré hacia la puerta de la habitación de los padres y vi desaparecer la luz del quinqué. Mi madre se había acostado, no sin previamente haber arropado cuidadosamente al pequeño Eduardito, que quedó pronto plácidamente dormido en su cuna.

 

No sé cuánto tiempo permanecí dormido. De repente. algo me hizo despertar sorprendido. De un salto quedé incorporado en la cama. La figura de mi madre apareció ante mí con una vela en la mano. "Escuchen… hijos", nos dijo a mi hermano y a mí, que estábamos sentados en la cama y completamente paralizados por el miedo. "Escuchen, hijos", insistió. Continuó el silencio… un prolongado silencio… Cuando ya parecía que todo fue una “sospecha de ruido”, ocurrió lo contrario.... Las notas descompasadas de un piano se oyeron sonar.

 

Parecían proceder de arriba, del viejo comedor. Aterrados mi hermano y yo saltamos de la cama y nos cogimos de la mano. Mi padre y Eduardito continuaban durmiendo y justificados estaban el uno, como decía, por el agotamiento de la tarea realizada ese día, y el otro por las placidez de su temprana edad.

 

Unos aferrados a los otros, los dos hermanos nos asimos al traje de nuestra madre, la cual sin pensárselo dos veces se dirigió con cautela al lugar del que procedían las misteriosas notas del piano. De repente mi madre se paró en seco, hizo un ademán de silencio y volvimos a oír las misteriosas notas musicales. Esta vez más cerca. Nuestra madre no se amedrentó. Sacó fuerzas de donde no las tenía y prosiguió en busca del misterioso pianista. Abrió la puerta muy despacio y... el piano estaba allí silencioso. El teclado a la vista, pero de las cuerdas del piano no salía nota alguna.

 

"Esperen, esperen calladitos…", nos susurró al oído, retirándose del piano. Inesperadamente una silueta se reflejó en la pared cuando su cuerpo pasó ante la luz de la vela. Una y otra vez se reflejaban las figuras en la pared, eran como unas sombras alargadas y con rabo. No era un pianista, eran varios pianistas de diferente color y estatura, que uno tras otros, en su desesperada huida, pisaban apresuradamente las techas del piano.

 

Eran “los ratones”, presumiblemente asustados porque durante mucho, mucho tiempo vivieron solos en la vieja mansión. Posiblemente la presencia de los nuevos dueños no los dejaba dormir y nerviosos circulaban por la habitación en todas direcciones. 

 

La valentía de mi madre hizo desvanecer toda sospecha sobre la procedencia de aquella música misteriosa. De no haber sido así, con la retirada del piano, nunca se hubiese sabido quién fue el pianista que invisiblemente tocaba aquel piano y el misterio y el miedo hubiesen envuelto para siempre a aquella, la que fue y es nuestra querida casa paterna.

 

 

 

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