En los tiempos idos el anciano de la familia constituía la piedra angular que sostenía el puente del pasado y el futuro. La experiencia. El legado de la memoria. El tesoro de las vivencias y los relatos que fueron configurando la trayectoria de la familia, del barrio o del pueblo. La voz del anciano permitía alumbrar situaciones y marcar pautas de camino, acciones de futuro. Un valor apreciado. La economía de Canarias ha avanzado vertiginosamente en los últimos años. Sus encomiables niveles de desarrollo actuales, sin apenas mediar entre el arado a la hostelería, se llevó el sosiego de la dinámica familiar. El anciano quedó descolocado. Apartado. En los pueblos, afortunadamente, aún permanecen en el calor del hogar. Constituyen un lujo. Máxime cuando sus cabezas se mantienen ágiles y se encuentran en disposición de hablar y legar sus conocimientos.
Legado de la memoria.
El anciano realejero Alejandro Llanos Domínguez, que emprendió la pelea por la subsistencia arrancándole cachos de azufre a las faldas del Teide y, después, aprendiendo el arte de la venta de lechones, es una de estas personas proclives al diálogo y la enseñanza modesta y vital. Un ser que describe su historia con el lenguaje de los sentimientos. Sonríe al ser interpelado por el arte del cochinero de Icod el Alto. Fama que recorrió los caminos de la isla donde permanece vivo, al socaire de la charada y el humor.
¿El arte del cochinero? Usted agarra el cochino por una pata y lo estiraba más de lo que era. Cuando lo ponía en el suelo, lucía más chiquito. A mí no me gustaba representar más de lo que era. Yo mismo se lo daba al comprador para que lo cogiera y lo tanteara. Sé que algunos hacían sus trampas, pero no eran todos. ¿Cuál era el mejor cochinero de mi época? ¿El mejor? Había tantos. Habían muchos que eran amañados para eso. El más que recuerdo es a uno que le decían Mateo, el pobre ya murió. De aquí se llevó mucho cochino para ese sur. Yo no recuerdo que llevaran caminando cochinos para allá. ¿Quién le dijo a usted eso? No, señor, yo no lo recuerdo. Ni creo que los pudieran llevar. Si eso es así como usted dice, eso era de gente más vieja que yo. En mi edad nunca llegué a ver eso. El cochino tenía que tener cierta edad para poder llevarlo en bestias, caminando nunca. No hubieran resistido, es mucho camino. Si me acuerdo que hubo un tiempo que no dejaban llevar cochinos vivos y se llevaban muertos por la cumbre. Llevarlos caminando nunca lo vi. Ni creo que de la edad mía lo recuerden. Lo que sí recuerdo es que por esa cumbre iban también muchas mujeres. No pocas mujeres me encontré por la cumbre. Iban caminando desde aquí al sur a vender cestos a la cabeza. De este pueblo de Icod el Alto salieron muchas mujeres a vender los cestos para ese sur, para El Palmar. Iban solas, o dos en compaña. Los cestos los hacían en el Realejo Alto, arriba, en Palo Blanco. Los compraban aquí y a la cabeza los llevaban para allá. Nosotros también llevábamos canastas grandes. Se usaban esas canastas para las uvas. Muchas me las encargaban y se las llevaba. En eso me crie yo. Esas mujeres se quedaban en casas del sur donde tenían sus amigas, sus amistades. Las recibían como si fueran las casas de ellas. Se respetaban a las mujeres, cuidado con eso. En ese tiempo había mucho respeto. Por donde quiera que usted llegara. Había vergüenza. Llegaba usted a una casa y le invitaban a cenar, a comer, como si fuera uno más de la familia. Si no tenían cama le ponían a su disposición un pajero y comida para los animales. Por eso yo le agradezco a toda esa gente más que a los mismos de mi pueblo. Era gente muy buena. Gente que apreciaba al pobre. Si tenían, no te negaban. Si tenían con qué darte, estaban ellos contentos.
En los riscos de Taganana.
Alejandro Llanos, el anciano cochinero de Icod el Alto, ocupa parte de las horas de sus días presentes en conversaciones con viejos amigos de comunes añoranzas, percibiendo el olor del millo tostado, el gofio recién molido, evocando el tiempo de las siegas, las trillas del estío, el rebusque de las papas. De esa época guarda siempre el recuerdo de las acogidas en los rincones de la isla en sus obligadas andanzas de vendedor de lechones.
A mucha gente las recuerdo y las quiero como hermanos. Ahí, en esos riscos de Taganana tenía muchos amigos. Nunca tuve un pique ni un quítate pallá. Me acuerdo que un domingo por la mañana llegamos a una venta de Taganana un compañero y yo, el pobre ya murió, Dios lo perdone. Entramos a tomar un café. El dueño de la venta nos dijo que cuántos cochinos nos quedaban. No se vayan, quédense aquí, dentro de una hora ya lo venden, mejor que por ahí. Dentro de poco vienen todos a echarse la mañana. Compren un cochino a esta gente que le quedan seis. El hombre vendió los cochinos mejor vendidos que nosotros. Nos dijo que pidiéramos un poco más para él poder rebajar. Nosotros pedíamos y él intervenía para que nosotros se lo dejáramos en tanto. Por dinero no lo hagan que yo tengo dinero para prestarles, les decía. Gracias a ese hombre vendimos los seis cochinos enseguida. Me acuerdo que me tomé siete copas de ron. El compañero y yo nos cogimos una borrachera que no sé cómo salimos por ese monte pa fuera. Siete copas de ron en ayunas era una locura, pero lo celebramos de lo contento que estábamos. Por eso le digo, uno ha encontrado por el camino gente buena, gente buena como hermanos.