Cuando uno lleva sobre sus espaldas una mochila repleta de historias y almacena numerosos recuerdos y vivencias, no puede resistir el tentador impulso de compartirlas con los lectores para conocimiento general. De todas formas, debo aclarar que hasta ayer mismo no estaba en mi ánimo hacer publicación alguna. Venía escarmentado porque allá por 1975 publiqué un libro sobre historia de la Lucha Canaria, que mi padre, el desaparecido periodista Antonio Ayala (A. Palmada), había escrito. Por ese trabajo, en la memoria de mi padre, me abonaron la generosa suma de 30 libros para que repartiera entre mis familiares. Pero eso es historia pasada. Ahora, aprovechando la existencia de revistas digitales como BienMeSabe.org, quiero hacer realidad mi empeño de ver pasar mi memoria a la letra impresa.
Hace algún tiempo, en esta misma revista, vio la luz otro relato real que, para endulzarlo, salpiqué con pinceladas de humor bajo el título: De cuando mi cuñada se emperró en apuntarse a un cursillo de natación.
Todas las historias, claro, tienen un protagonista y un comienzo. Ésta que hoy publico tuvo sus inicios allá por 1975. Estaba recién inaugurada la puerta aérea de la isla de El Hierro y, por motivos profesionales, tuve un encuentro afortunado con don Benito Padrón, hombre campechano, parco en el decir y extenso en el hacer.
Acudimos a la isla de El Hierro para grabar un capítulo de la serie El Pueblo Canta, de la única televisión que existía en aquellos momentos: TVE. Benito Padrón, hombre afable, cercano y catedrático del saber popular, cautivó a todos los componentes del equipo…
Benito era un hombre con tanta riqueza de amistad, tan abierto y generoso que las tradiciones y saberes de la tierra se recogían en él con total naturalidad. Nada tenía ni de guardián celoso, ni de museo antiguo. Benito era -cómo decirlo- un árbol frondoso que brindaba acogida, reposo y vida a cuantos se le acercaban.
Cuando a casa de Benito regresa el emigrante retoma los aires de la tierra; en las fiestas la casa de Benito se transforma en laboratorio y taller. El visitante es acogido con tanto cariño como cortesía: se le da asiento en la tertulia, palabra amena, atención, vino entre amigos. Benito era como un embajador activo plenamente entregado a representar a la isla de El Hierro con todas sus esencias. Quizás por eso, cuando a su casa llegan, nunca se van del todo. Regresan cuando pueden y si no, vuelven muchas veces con el corazón o con el grato recuerdo…
Numerosas fueron mis visitas a la isla y muchas las conversadas que mantuvimos. Recuerdo a su mujer, Oroncia, que me recibía con los brazos abiertos y la exclamación afectuosa: ¡¡familia…!! Benito, siempre dispuesto a agasajarme, calmaba mi sed con un excelente vino de pata, que saboreábamos a la sombra de una vieja parra que cubría el patio de su casa. Hablábamos durante largo tiempo ajenos a las prisas y al sometimiento de las agujas del reloj. Benito tenía una voz clara y una dicción perfecta. Me contaba historias increíbles sobre la crueldad de los margareos, que no es otra cosa que censurar a voz en grito, y al oscuro de la noche, conductas indecorosas; sobre la vez que salió al terrero, ya viejito, el renombrado y campeonísimo luchador don Ramón Méndez, para vengar la derrota de su pariente; sobre la reciente creación del grupo folclórico Tejeguate; sobre ajijides, cantos de trabajo, sobre San Borondón, sobre la bocina (bucio), cantos de llamados de morenas, los pescadores manquitos, los lagartos de Salmor, el poblado de Guinea/los juaclos, las mudanzas, los carneros de Tigaday y, sobre todo, la devoción, el sentimiento y el respeto a Nuestra Señora la Virgen de los Reyes.
La casa de Benito Padrón está situada en el municipio de La Frontera. Concretamente en la zona conocida como Tigaday. Por la época a la que me refiero, un municipio disperso, sin asfalto, que contaba con una pensión de baño compartido y el viejo almacén donde hoy se alza el Hotel más pequeño del mundo, estaba en ruinas… Flotaba en el ambiente el olor a pueblo, aromatizado por el suave perfume de los duraznos. Se respiraba quietud y las notas tiernas del arrorró de Valentina, la de Sabinosa, parecía acompañarme.
Benito Padrón hizo la emigración al revés que otros herreños. Él se quedó en su tierra, compartiendo su larga vida con su compañera Oroncia… La casa de Benito fue para mí la escuela donde aprendí mucho de los conocimientos que tengo de esta isla mágica. Por eso cada vez que me desplazaba a la isla tenía una visita ineludible con el amigo Benito, al que encontraba unas veces cogiendo higos o alrededor de un viejo alambique; dando la ración a las cabras o recogiendo los huevos de un bando de gallinas de la tierra…
Una vez, iniciada la última década del siglo pasado, volví a su casa. Estaba solo. Preparaba unas tortillas a la vez que sancochaba unos huevos.
-¡Coño, Benito, ahora también cocinero!
-No. Estoy preparándole el desayuno a Piloto.
Me picó el gusanillo de la curiosidad:
- ¿Piloto? ¿Quién es Piloto?
-Piloto es un amigo al que estoy esperando… Que, cuando termina su faena anual, en no sé qué parte del mundo, regresa para visitarme. Ayer llegó, supongo que de alta mar. Hoy, salió a revolotear por los alrededores y pronto vendrá a desayunar.
Y dicho hecho. Piloto se posó sobre la azotea de la casa y emitía repetitivos sonidos para avisar su presencia. Tenía las alas levantadas y transmitía la alegría lógica de quien llega a lugar seguro y le brindan cariño y amistad. Piloto, temblando de emoción, se paseaba una y otra vez por los muros de la casa. Mi presencia lo inquietaba. Me escondí, siguiendo las indicaciones de Benito. Benito le sacó la comida y Piloto la devoró con voracidad. Después de tan apetitoso desayuno llegó el reconfortante paseo… Piloto se enseñoreaba por los alrededores con aires de mariscal de campo. Benito seguía en su faena diaria atendiendo al resto de los animales: cuervo, gallinas, cabras… Piloto, caminando al pie, le seguía como perrito faldero…
Salí de mi escondite y Piloto, desconfiado, levantó el vuelo hasta posarse en el quita miedo de la azotea.
-La verdad, amigo Benito, que en esta casa uno no gana para sorpresas…
Y me contó la historia:
- Piloto me lo encontré un día que tenía una patita dañada. Me acerqué y lo traje a casa. Varios días lo estuve curando, dándole comida y cariño. Durante la convalecencia, estuvimos muy ligados. En silencio, nos mirábamos a los ojos. Parecía que habíamos hecho un juramento mutuo de amistad y respeto: hasta que la muerte nos separe. Cuando se restableció, anduvo por los alrededores haciendo ejercicios. Un buen día, sintió la llamada del mar y, sin avisar, partió rumbo a un desconocido lugar… Extrañé su ausencia, pero al cabo de un largo tiempo, Piloto regresó. ¡Tremenda alegría! Le prepare sus tortillas -a él le gusta mucho la tortilla- y durante su estancia disfruta de pensión completa…
Al cabo del tiempo volví a El Hierro. Coincidí con Piloto y otras dos gaviotas más jóvenes.
- Benito…, ¡le creció la familia!
- Es Piloto que vino a presentarme a sus hijos. Ellos no se acercan, desconfían; pero Piloto sigue tan afectuoso y cercano como siempre…
Me conmovió esta historia tan tierna, pero conociendo a Benito, lo raro es que este extraño idilio entre un pájaro y un hombre no hubiera sucedido.
NOTA: Esta historia, para los incrédulos, quedó reflejada en imágenes en uno de los 63 capítulos de la serie más galardonada de Televisión Española en Canarias: Senderos Isleños.
Alfredo Ayala es Director de Andar Canarias y La Bodega de Julián.