Empezar hablando de este artículo es, en gran medida, hacer un comienzo a partir del final. Sin embargo, hay una justificación: el texto representa el fin definitivo de una tendencia negativa frente al inicio de otra positiva. En ambos casos, es necesaria una lectura crítica que pueda servir de base para las opiniones que se emitan en el presente. Nada es igual a nada, ni es de ninguna manera “desde siempre” o “de toda la vida”. La música popular tampoco ha gozado siempre de igual aceptación o difusión, al menos en la capital grancanaria.
Después de alrededor de medio siglo de rechazo frontal a las manifestaciones musicales populares, en la prensa de Las Palmas de Gran Canaria, durante la última década del siglo XIX empieza a operarse un pequeño cambio de mentalidad. Atrás quedaron las definiciones del parrandista como “aquel hombre, joven por lo regular, que le agrada mucho dormir de día y velar de noche; cantar a la luz de las estrellas (porque los faroles se apagan temprano) debajo de alguna ventana, reja o balcón, puntear bien o mal una guitarra; y asistir a cuantos bailes de candil llegaren a su noticia en la ciudad y sus alrededores, saboreando (el zumo de la parra)”. Atrás quedaron los duros ataques a las personas que recorrían las calles con guitarras, exigiendo a la autoridad que fueran arrestadas cumpliendo con las ordenanzas municipales Ahora quienes escribían en la prensa periódica eran más permeables a las manifestaciones populares, y ya en 1896 un personaje tan importante como Domingo J. Navarro, se permitía por ejemplo enaltecer con vehemencia la música de las folías canarias.
Así, se creaba un nuevo estado de la situación en los documentos impresos en Gran Canaria. Las manifestaciones musicales populares dejaban de ser reprobables, y además eran ahora un distintivo digno de respeto. Las nuevas características de los habitantes de una ciudad (Las Palmas de Gran Canaria) en la que la burguesía empezaba a ser algo menos hegemónica, así lo permitían. De esta manera, se empezaron a emitir juicios de valor positivos, que abogaban por la toma en consideración del patrimonio sonoro insular. Podemos encontrar un ejemplo en el diario España, en el que José Díaz Quevedo invitaba a los amantes de las tradiciones, el 2 de septiembre de 1901, a recordar nuestra música popular.
Empezar hablando de este artículo es, en gran medida, hacer un comienzo a partir del final. Sin embargo, hay una justificación: el texto representa el fin definitivo de una tendencia negativa frente al inicio de otra positiva. En ambos casos, es necesaria una lectura crítica que pueda servir de base para las opiniones que se emitan en el presente. Nada es igual a nada, ni es de ninguna manera “desde siempre” o “de toda la vida”. La música popular tampoco ha gozado siempre de igual aceptación o difusión, al menos en la capital grancanaria.
En futuras entregas será posible ver con detalle algunas de las opiniones en contra de las manifestaciones musicales de corte “popular”. Con ello se podrá ver el alcance de lo que expone Díaz Quevedo en su artículo, y la importancia de sus testimonios. Merecen especial atención las descripciones de cada forma musical por separado, y algunos de los detalles que escribe. Como siempre, el valor de sus consideraciones es muy relativo. No apoya nada de lo que dice en ninguna prueba demostrable (algo habitual en los juicios sobre la música popular en Canarias), y en la mayoría de los casos habla con un apasionamiento que mitifica excesivamente la música popular. No obstante, si nos sustraemos de esa realidad, podemos ver en el texto propuesto una serie de datos de gran valor. Como ejemplo, José Díaz Quevedo habla de música en la Bajada de la Virgen de los Reyes (El Hierro) con guitarras, castañuelas, panderos, tambores y bandurrias. Queda sin mención, por tanto, el pito herreño. Así, si decidimos dar un valor absoluto al dato (siempre deberá ser una elección personal), será obligatorio investigar qué evolución ha experimentado la tradición a lo largo del siglo XX, y a qué se debe la diferencia con la que hoy nos encontramos. El resto de aportaciones son igualmente testimoniales, en tanto que informan cómo era la música popular hace sólo algo más de cien años.
CANTOS CANARIOS.
Los que seáis amantes de las tradiciones, recordad nuestra música popular, espontánea como las flores silvestres: recordad esos cánticos del terruño y los acentos melódicos que arrullaron los sueños de la infancia al unísono de los golpes acompasados de nuestra cuna, si queréis dar vida al alma y deleitaros en las bellezas del pasado, endulzando así las amarguras del presente.
Al oír las cadenciosas folías y contemplar lo majestuoso de este baile, algo de sabor moruno asalta a nuestra mente, como queriendo daros idea de su origen en las zambras caprichosas de las hijas del Profeta. Esta música nos recuerda las alegres e inocentes expansiones de los campesinos, festejando, sobre la misma era en que depositaran las doradas mieses, sus horas y días de descanso, terminado el período de abundantísima recolección.
Las malagueñas, con su nombre, acusan su procedencia; y, si así no fuera, difícil sería averiguarlo, porque su estilo resulta tan distinto, que casi, casi, en el retrato se hace necesaria la firma del original. Su música es lánguida, melancólica, como el desengaño, y conmezclada con intencionados cantares, parécenos ver junto a su mozuela un chisporroteo de ardientes piropos.
Y se equivoca quien vea apasionamiento, y juzgue ceguera y mal sentido entusiasmo en nosotros, al afirmar que las seguidillas canarias son las más vivarachas, las más alegres que se cantan en España. Figúrasenos como danza de títeres azogados su baile, que instintivamente reanima y enamora. En él no vemos a la señorita anémica, artificial, atormentada con los cilicios de la moda, sino a la muchacha como la naturaleza nos la da, con agilidad capaz de vencer las fatigas que produce este baile, con una salud que desafía a todas las enfermedades, con colores que, hermoseando el rostro, tiene por rivales a encendidas rosas.
Cuando en las frías y oscuras noches de invierno cae del cielo compacta, a torrent[e]s, la lluvia; cuando el granizo amenaza romper los cristales, y nuestros nervios se animan y se aviva nuestra alegría, una música, mezcla de fuego y amor, surge en la garganta: es la isa, el cantar y el baile favorito de los trovadores románticos.
«Hay un amor casto y ciego
De mi pecho en la guarida
Tan largo como mi vida
Tan ardiente como el fuego.» (1)
Éste, como todos los verdaderamente regionales, es un baile propio, no de aquellas mujeres ataviadas con plumas, lazos y pedrería, sino de las que, sencillamente vestidas, llevan, sobre su corazón y sobre su cabeza frescas y olorosas flores, arrancadas del campo. De todos los cantos y bailes populares es la isa el más alegre, el más animado, el que más entusiasma.
Hay otro baile en las Canarias, que, solo con el mismo nombre pero con arte y música muy distintos e inferiores, ejecutan los gitanos en España y los negros en Cuba. Es el tango herreño, tan armonioso, y su baile mucho más artístico que las jotas aragonesas. Para tener idea siquiera aproximada del aire y donosura de esta música y de este baile, mucho adelantaría quien en el Hierro fuese espectador en la festividad de la Virgen de los Reyes y especialmente en una procesión de dicha Imagen, a la que concurren todos los herreños recorriendo la extensión de la Isla desde occidente a oriente. Allí se ve a los romeros, disputándose unos las andas del trono, y otros que delante de la Virgen no cesan de bailar el característico tango, al compás de aquella música típica que proporcionan las guitarras, castañuelas, panderos, tambores y bandurrias, mientras la extravagante fantasía popular emplea en sus cantares originalísimos pensamientos.....
«A la sombra del cabello
de mi amada, dormí un sueño.»
Pero en este orden de cosas, algo habíamos de tener que reconociera sabor exclusivamente aborigen, y lo encontramos en el tajaraste, cuya música extraña, pobre en armonía cual ninguna, forzosamente la heredamos de los guanches. Es en Tenerife y en la Gomera donde más se conoce, donde más deleite se siente por ella, hasta el punto de que es remendada al repicar las campanas de algunos templos. Su baile tiene pocos atractivos. Sin embargo, deja gratísimos recuerdos, ha llegado a nosotros un oleaje de simpatía, cuando, por travesura, a nuestra presencia lo han bailado algunas hermosas tinerfeñas.
Conocemos en estas islas otro canto que subyuga, que sugestiona a cuantos tengan ocasión de oírlo: es el canto del boyero. ¡Lástima que a ningún músico se le haya ocurrido trasladarlo al pentagrama! Cuando el labrador apoya su diestra en la reja del arado que fecundiza la tierra, y guiando su reluciente yunta, entona un canto poético, sublime, con todos los caracteres de una verdadera melodía, apodérase el alma una impresión de tristeza y de felicidad... Este canto es dulce, si, como el arrullo de la tórtola, tenue como el ruido de las hojas en la arboleda, tardo como el paso de los bueyes; pero aquellas modulaciones dejan en nosotros cierta sombra de melancolía semejante a una puesta de sol, parecida al cansancio del trabajo codicioso, igual al logro nunca alcanzado de la dicha que se ve en lontananza.
Evocando recuerdos de la infancia, afectos vehementes de la familia y del hogar, deja huellas indelebles en el corazón la música alegre de las Pascuas que se cantan en Tenerife.—Parece estar saturada de tomillo y romero, de las emanaciones salutíferas que de las montañas nos trae el aire frío de la Noche Buena y de las sustancias volátiles que llegan hasta nosotros, despedidas por el condimento de las viandas características de Navidad. ¡Nadie podrá escuchar esta música sin sentirse atraído y ligado a los cariños de padres y hermanos, a los amores de la tierra bendita donde por primera vez vimos nacer el niño!
¿Y qué decir del arrorró, del arrullo con que nos dormían en nuestra cuna? Esta música no puede ser obra ni de los más eminentes compositores; fue inspiración divina que Dios hizo descender al corazón y al amor de las madres. El arrorró canario cantando por nuestras mujeres tiene la virtud mágica de conseguir dormir al pequeñuelo más impertinente y de despertar en los corazones más empedernidos purísimos y filiales sentimientos.
La música, en fin, la encontramos en esta región, lo mismo en la blanca espuma que baña riberas de esmeralda, que en el acento melodioso, en las modulaciones armónicas con que hablan especialmente las mujeres. Hasta al genio de Saint-Saëns le fue inspirada una de sus mejores por el sonido grato y artístico de las campanas de nuestras iglesias.
¡Pobres en sensibilidad hemos de ser, si cuando nos encontremos ausentes de estas peñas no experimentáramos la percepción de que esos cantos, al ejecutarse en las Canarias, como efluvios de amor cruzaron los mares y llegaron hacia nosotros, llevando envueltos en sus ondas sonoras, el recuerdo querido del amor maternal, los momentos más felices de la vida y el perfume de la tradición y de la poesía de nuestra tierra!
José Díaz Quevedo