“Cuando fallecía una persona en Icod el Alto lo íbamos a enterrar al Realejo, a hombros por las Vueltas de Tigaiga para abajo. Se hacía un descanso en el descansadero y al cementerio. Cuando veníamos pa´rriba echábamos una copita en casa de María Chacona. Yo tenía donde le dicen Los Campeches un pedazo de terreno donde cavaba las papas. Venían de la costa una gente a rebuscar la papa. Sacaban sacos. Uno siempre dejaba alguna atrás y las más chicas no se cogían. Se quedaban a comer con nosotros. Antes se pasaban muchos trabajos y hambre. Mucha hambre. No es como hoy”.
Hospitalidad en la noche.
Alejandro Llanos, en su trasiego por la isla como vendedor de cochinos, nunca se encontró con reveses dignos de mención. Todo lo contrario. En su caminar, en las horas del sol abrasador o de la inclemente noche, siempre encontró manos amigas, trato afable, cordialidad. Ahí quedó comprometida su memoria y su corazón.
“Ni lugares de miedo ni apariciones ni mujeres extrañas. Nunca vio nada y si alguno dice que veo, allá él. Y eso que andaba solo por esa cumbre, a cualquiera hora del día y de la noche. Me quedaba en esos caminos. Nadie nunca le hizo daño. Una noche, de Tacoronte para bajo, para la Punta, cerca de Valle Guerra. Llegué de noche a la entrada del pueblo. El calor daba miedo y me eché a dormir en un rastrojo. No quería molestar a nadie a esa hora para que me dejara pasar la noche con la bestia. Antes había comprado dos kilos de millo para la mula y cené algo en una venta. Le quité la raposa a la mula y le eché millo y me eché a dormir. Me estaba durmiendo cuando siento que alguien me toca. ¡Ey, paisano! Me levanté enseguida.
–¡Qué coño le pasa a usted!
–No hombre, perdone, perdone. Perdone que yo no vengo hacerle daño.
–Perdone usted que le haya dado esa contesta pero es que yo estaba dormitado. ¿Usted verá?
– A mí lo que me extraña que dentro de un pueblo se venga usted a quedar en un rastrojo… ¡Ni que se diga! ¡Levántese que mi casa queda ahí y ahí tiene usted su casa!
Me levanté. Me dijo que no hacía falta de ponerle las cestas al animal. Usted lleve una que yo llevo la otra. No le iba a decir al hombre que no. Vamos hacer lo que usted dice. ¿Usted no ha cenado? Eso si es verdad que no, yo le agradezco como si hubiera cenado porque yo ya cené. ¿Y la bestia? No, la bestia no, sólo le puso dos kilos de millo. Pues usted le pone paja a la bestia y usted si quiere cenar venga a cenar. Me puso la cama donde quedarme. Por la mañana se levantó primero que yo, todavía no había aclarado el día. Ordenó la vaca y no me dejó salir de la casa sin desayunar. Ve usted, había gente buena. Pa mí, yo no encontré ninguno malo. No señor. Con todo lo que estuve por esos caminos no tuve nada. Me gustaba caminar y porque ganaba más que un peón. Pero llegó un momento en que ya no podía salir y no salí más. Ya cuando eso mis hijos ya estaban con sus negocios”.
El recuerdo de la Guerra Civil.
La Virgen del Buen Viaje. “Venía mucha más gente que la que viene ahora. De ese sur venían muchos. De San Miguel, de Granadilla, del Valle, de todos esos sitios venía gente. Más gente que ahora. Venían por la cumbre y el que tenía coche llegaba hasta el Realejo porque hasta aquí no llegaba la carretera. Tenía mucha devoción porque todo el mundo le hacía promesas y venían a pagársela. Muchos también venían a la fiesta, a los ventorrillos y a los bailes. Mucha gente. Montones de ventorrillos, más que hoy. Las ventas eran contadas. Las turroneras venían de Tacoronte, por donde quiera que había una fiesta ahí estaban las turroneras. Parrandas de guitarras y violines tampoco faltaban. Donde quiera se hacía un baile. La bandera siempre se ha entregado a la comisión de fiesta nueva, con banda de música. Era bonita la entrega de la bandera, mucha gente acompañando a la bandera. Esta fiesta nunca se acabará. Mientras yo viva no quisiera que se acabe. A la Virgen la quiero, hay quien crea y hay quien no crea, pero yo a la Virgen si la quiero, si señor, y siempre le doy, siempre. Yo la quiero… y hay quien no. Pero cada cual le da su cuenta a Dios”. |
“La guerra de España me la gocé de lo primero a lo último. Estuve siete años. Me llamaron de diecisiete años. Estaba trabajando de peón en la carretera que venía del Realejo al Lance. Me trajeron la papeleta. A los quince días, al cuartel. No tenía ni instrucción ni sabía tirar un tiro y me llevaron a la guerra. En la guerra me estuve tres años y después otro cuatro años más en Santa Cruz y en Las Galletas. Caminé muchos pueblos de España y vi muchos muertos. Me acuerdo de estar en una trinchera, una zanja rodeada de vergas con picos. Los rojos estaban cerca de nosotros. Nos hablábamos y nos pasábamos cigarros unos a los otros. Ellos decían: ¡Canario, échame un cigarro! Nosotros sabemos que vosotros están igual que nosotros, aquí por fuerza. Yo les decía que vinieran por los cigarros que no los íbamos a matar y venían por los cigarros. Nos hablábamos y nos cambiábamos las cosas no habiendo combate. Lo malo es que hubiera algún traicionero y disparara. De allá o de nosotros. Había gente buena y gente mala que le gustaba tirar y matar. Gracias a Dios yo no alcancé nada. Vi muchas calamidades. Muchas. Pero hambre no se pasó en el frente. Nos daban potaje, carne, de todo. El hambre se pasó atrás, en los pueblos. Metidos en esas trincheras el agua llegaba hasta las rodillas y amanecer metidos dentro del agua. En el invierno eso llovía que daba miedo. No pocos aviones pasaron por encima de la cabeza de uno tirando bombas. Esconderme debajo de una piedra o en media de unas guías para ver si escapaba. Muchos compañeros míos murieron y a muchos se los llevaron a las clínicas, si podían, allí no los dejaban morir”.