Afortunadamente hay quien desanda el camino; hay quien rastrea buscando en lo que fuimos lo que somos, hay quien concede a nuestro cada vez más pasado agrícola, ganadero y pesquero la importancia que tiene y se empeña en descifrar los comportamientos, tradiciones y costumbres que surgían al calor de una vida donde el pinar era una forma de vida y no una foto en un catálogo turístico, donde el monte lo cuidaban quienes más lo aman y donde el mar que hoy surcan cruceros, yates y emigrantes tan desesperados como nosotros tiempo atrás, daba la comida de muchas casas. Por eso es tan importante el compromiso con la cultura popular, no para regresar forzosa y románticamente a ese pasado que debe presidir nuestro presente, sino para conocer, valorar y, si me lo permiten, amar, todo aquello que corre el riesgo de ser arrastrado por ese homenaje a la desmemoria que a veces parece nuestro tiempo. Cada trabajo en torno a nuestra cultura popular viene a ser el desciframiento de una huella en el largo camino que seguimos haciendo al andar, como diría don Antonio. Y no se trata de ensalzar un fanatismo vacuo que a nada conduce, sino de dignificar las formas de vida y costumbres aledañas que generaciones no tan lejanas desarrollaron en estas mismas islas que si hoy se miraran a un espejo no se conocerían. Y se trata de hacerlo con tanto rigor como pasión, con tanto esfuerzo como mimo y con tanto tesón como generosidad. De eso saben mucho quienes alientan desde hace años el Proyecto Cultural Pinolere. Precisamente este colectivo me convida a presentar un nuevo número de su cuaderno de etnografía canaria, El Pajar, y me anuncian como doctor en Filología, grado académico que realmente poseo, pero que a la hora de presentar una publicación como la que nos ocupa únicamente me sitúa como un lector más; ahora bien, y no lo escondo, un apasionado lector de todo cuanto tenga que ver con nuestra cultura popular, a la que me acerco tanto desde mi condición de investigador como desde la de humilde practicante de algunas tradiciones relacionadas con el verso improvisado y el folclore musical de nuestro pueblo. Y me apresuro a definirme como un lector más puesto que ese amplio campo del conocimiento que se denomina Etnografía resulta sumamente complejo y en cierto grado inabarcable, y si bien es verdad que puede vincularse a varias áreas de conocimiento como las de Historia, Geografía o Lengua, no lo es menos que resulta un todo transversal e interdisciplinar, al decir de la burocracia educativa. En este número que presento ante ustedes no hay ningún artículo que se refiera exclusivamente al área de conocimiento en la que desarrollo mi cotidiana labor docente e investigadora y quiero dejar constancia, por tanto, de que mis comentarios no pretenden ser los del experto sino los del aficionado a descifrar lo que cobija el alma de nuestro pueblo.
Este número 23 de El Pajar lo componen 14 trabajos. En la portada figura, a modo de oportuno homenaje, una fotografía del ya desaparecido cabuquero Marcelino Delgado Acosta. De la mano de este conocedor de las profundidades de la tierra, guiados por su luz, nos adentramos en este volumen que lleva el subtítulo, como tema monográfico, de Estampas isleñas, título éste bastante abierto y que da cabida, como se verá, a asuntos diversos. Dos de los artículos están firmados a dos manos y un mismo autor firma dos textos, con lo que nos encontramos con un total de quince firmas entre las que yo destacaría el detalle de los tres cronistas grancanarios que firman respectivamente tres trabajos. Dicha figura, la del cronista, de presupuesto rigor y pasión por las cosas de la tierra, sigue de algún modo consolidándose en nuestro tiempo. Pedro José Rodríguez, cronista de la Vega de San Mateo, nos acerca algunas notas relevantes en torno al arado tradicional aportando un interesante glosario de términos. El cronista de Firgas, Manuel Perdomo, ofrece en su texto un acercamiento al cultivo de la cochinilla en el pequeño municipio norteño y Francisco Suárez Moreno, el cronista aldeano, en un riguroso artículo que presenta como primera entrega, nos acerca al patrimonio agrícola de Gran Canaria con una hábil selección de imágenes.
El director de El Pajar firma el primer trabajo, un texto en torno a lo que podríamos llamar la cultura del agua y sus aledaños, en la que se inserta la mención a los cabuqueros y en especial a don Marcelino Delgado citada más arriba. El tenaz y laborioso José Guillermo Rodríguez aporta la biografía de dos palmeros ilustres, un hombre de iglesia: José de Arce, y un hombre de armas: Francisco Díaz Pimienta, hijo. De verdadera primicia, tal como él declara, podemos calificar el artículo de Alejandro Moreno en torno al cuchillo canario y su ajedrezado, terreno éste, el de la cuchillería, que pasa por ser quizá uno de los que menos bibliografía puede ofrecernos hoy día. Hacia la historia prehispánica nos acerca Francisco Peinado con un texto en torno al Monasterio de Cuatro Puertas en Telde, Gran Canaria, y Antonio Perdomo traza paralelismos entre las agriculturas canaria y caboverdiana, asunto éste que revela el especial interés suscitado especialmente en los últimos años alrededor de la caracterización de la Macaronesia y que vuelve a encararnos decididamente con nuestra africana geografía. Varios trabajos hacen referencia expresa al importante papel jugado en los mismos por informantes que oralmente han aportado el grueso de la información manejada. Tal es el caso, por ejemplo, del artículo que aborda la realidad de los pajares o casas pajizas de Anaga, de Yaiza González, los hornos de brea y peguerías de distintas comarcas de Tenerife, de Francisco Hernández, y la confección de rosetas en la isla de Lanzarote, de Pedro Quintana. Este último artículo se refiere, explícitamente, a la figura de la conejera Lila González. El reconocimiento y dignidad otorgados a estas fuentes revela, sin dudas, una sensibilidad que, junto con el rigor y el esfuerzo, debe tener consigo todo aquel que se adentre en estas sendas de la investigación en torno a la cultura popular.
Los artículos firmados a dos manos son el de Aarón y Francisco Javier León, que con un interesante rigor crítico se refieren al patrimonio arquitectónico de Santa Úrsula, y el de María del Pino Rodríguez y Antonio Santana que ofrece una interesantísima reseña de los inicios del turismo en Gran Canaria vinculados al Monte Lentiscal y a la tradición locera de La Atalaya de Santa Brígida, trabajo que viene a decirnos que no todo empezó con el sol y la playa.
En definitiva, la nueva entrega del cuaderno de etnografía canaria El Pajar, aporta nuevos textos que, siempre revisables y ampliables, traen luz a ciertas oscuridades o cambian la perspectiva que siempre las ha iluminado, constituyendo un paso más en el desciframiento del pasado y presente de este pueblo nuestro que tanto necesita encontrarse consigo mismo. Ojalá que la memoria que albergan las páginas de esta revista no sea ceniza del olvido sino que aliente otras investigaciones, nuevas visiones de sus mismos temas, novedosos métodos de análisis… porque la memoria, como el pino canario, siempre reverdece, y de nosotros dependerá que cuando rebrote se encuentre un paisaje como el que tenía, se encuentre una Canarias como la que soñó bajo el humo... o sólo cemento sin memoria.