Por eso, aunque todos tenemos algo que ver en este asunto, no culpo a Icod, no culpo a los organizadores de sus exposiciones, no culpo a Erik, pero sí a esa inopia acomodada en la que hemos descansado y descansamos los icodenses sin oponer la más mínima resistencia.
Lo más cercano a mi realidad cotidiana que he visto de la pintura de Erik es el Drago de Icod, “Mi drago: Viejo, solitario y orgulloso”, como él mismo lo definió, y que ahora ni él mismo sabe en qué lugar de este planeta apoyará su reverso, ni qué ojos lo contemplarán con indiferencia como a una especie vegetal más a quien alguien dedicó bajo encargo un rato libre de su afición pictórica. Un drago que fue separado de las manos de su progenitor, como si de un mero vientre de alquiler se tratase, para ser entregado a una nueva familia adoptiva de la que no tenemos referencias de su condición de adoptabilidad. Un drago de cuya existencia muy pocos hemos tenido la suerte de conocer.
Así, en la exposición de 2007 la gran ausencia fue la del amado drago, aunque hubiera sido lo deseable. Sí estuvieron, sin embargo, cincuenta y dos de sus hijos llenando de pinceladas de creatividad, de exquisito colorido y luz selecta el sobrio espacio de corredores en el patio del exconvento icodense del Espíritu Santo.
En este amplio conjunto de obras, agrupadas en nueve series de diversa temática, se desgranó simplemente un breve recorrido por la senda creativa de un prolífico artista como es Erik Cichosz. En estos retazos pequeños y grandes se entremezcla en extraños binomios la cruel realidad con una bien definida vaguedad onírica que coquetea con el ensueño. La sabia elección de suaves tonos con la alegre luminosidad que atenúa escenas crueles y dolorosas, la asociación ilógica y poco convencional de elementos aparentemente lejanos entre sí, reales y ficticios hacen de su obra un todo único e irrepetible.
Pero sucede que cuando se mezcla la realidad y la ficción se corre el riesgo de no ser creído, o por el contrario, de crear una extraña sensación de devoción difícil de definir con palabras.
Esta última es tal vez la razón por la que desde hoy en la “casa del pueblo de Icod” alegra mis momentos mágicos y mitiga los ingratos una obra provocadora y extraordinariamente hermosa. Todavía no está a la vista para nadie, sólo para mí, que me reservo el grandioso momento en que decida el lugar que ocupará durante los próximos tres años y medio. Parece que las personas son como sus despachos demuestran. Hay despachos con un escueto ramo de flores exóticas, en otros, un misterioso adorno oriental, en otros, una sencilla foto familiar enmarcada con flores silvestres… El mío pronto tendrá otro aspecto menos lúgubre.
Antes de encontrarle el lugar, quería comprobar con mis propios ojos, con mis propias manos, que The Flying Groper tiene la capacidad de volverse del revés como planteaba Carlos Silva aquel 21 de septiembre de 2007 con la cantarina fuente de Neptuno como música de fondo. Así, con esa curiosidad infantil que a veces se apodera de mí en los momentos más insospechados, con esmero liberé de su prisión de celulosa transitoria la obra que, tal vez pensando en mí, había sido cuidadosamente envuelta, y, como a un hijo recién nacido, la tomé entre mis manos. Como nadie me observaba, estuve unos diez minutos felizmente extasiada, contemplando la adherencia de los colores a cada uno de los 362.100 milímetros cuadrados de lienzo, la suavidad de contornos de las redondeadas formas femeninas, la brillante elección de colores, la nítida perfección de las sombras, la fiereza aparente de la bestia.
Me asaltaron de pronto preguntas inútiles que no tienen contestación en un universo neosurrealista: ¿Quién era aquella sirena recién convertida en mujer, umbilicalmente unida y hasta sometida a un monstruo marino de mirada temible? ¿Cuál sería la historia atroz que generó semejante prodigio bajo la mar insólita? Permanecí unos minutos observando milimétricamente y luego todo el conjunto, y sin pensarlo dos veces, el misterio se apoderó de mis manos, que comenzaron a someter el marco a un giro lento de noventa grados hacia la derecha, con lo que el cabello rojo de la mujer cayó verticalmente de pronto, atraído por la misma fuerza de gravedad que atrae a todos los cuerpos en el espacio.
¡Sorprendente! Pero aún así, mis manos, no convencidas del todo de aquel feliz resultado, tal vez avisándome de que ninguna mujer debe arrodillarse ante un monstruo, continuaron dándole un nuevo ángulo de noventa grados a la derecha sin encontrar fuerza alguna que se opusiera. La centrifugacidad de aquella rotación me dio entonces otra perspectiva más sensual del cabello rojo serpenteando merced al viento de poniente, venciendo al detestable animal, haciéndolo desfallecer y desfalleciendo con él, asida a su cuerpo…
De pronto me pareció estar rozando lo prohibido y temí que el gran Erik regresara para sorprender, tal como esperaba, a una niña enfrascada en una flagrante vuelta de tuerca a su obra genial.