En la actualidad es raro que alguno lleve sus colmenas a la cumbre. Antaño sí tenía lugar. Las subían en el mes de mayo, siendo un referente muy notorio el día 3 o de la cruz, bajándolas cuando se avecinaba el invierno. Los corchos -una manifestación cultural ancestral que debería sublimarse y ser apoyada- constituyen casi un recuerdo en el ámbito de todo el País Canario. Se siente predilección por las colmenas modernas o cajas americanas, apoyadas, subvencionadas y más fáciles de tratar y manejar. Dos etapas de la apicultura canaria en que las abejas han enjambrado. Suele ocurrir en los meses de marzo y abril, los de máxima floración. Cuando el enjambre se instala en algún lugar, al enclave se denomina abejera,- puede ser una oquedad, el tronco de un árbol e, incluso, la parte inferior de algún piso de madera. La toponimia destaca con frecuencia tal hecho: La Abejera (Teno Alto), Cueva de Bejera o Abejera (El Palmar). Y existe, incluso, la raza o gran familia de los Bejeros, oriundos de la mencionada localidad de Teno Alto. Antaño se castraban las abejeras para el consumo, aprovechando la miel y la cera; o para introducir sus panales en un corcho a fin de que continuaran prosperando.
Las siguiente descripción etnográfica se centra en la recogida -el sábado 15 de julio de 2006- de un enjambre que fijó su residencia en una casa deshabitada de la zona de El Risquete, en el barrio de El Palmar. Por entonces ya se había consolidado, habiéndose observado su presencia desde el mes de abril: primero intentó establecerse en un habitáculo próximo, situado hacia el norte, desistiendo («no le gustó la casa»), para efectuarlo en el inmueble al que antes hicimos referencia, la planta baja de una vivienda que perteneció a doña Rosa Acevedo Navarro. Las abejas penetraban por el corto espacio comprendido entre la parte superior de la puerta y la del vano correspondiente, con orientación sureste. Los panales -en número de diez y de disposición vertical- se encontraban detrás mismo de la puerta, lindando el primero de ellos con el lado norte del ancho vano de la puerta. Cada panal estaba fijado al lado superior del vano -recubierto con tablas de madera- y a la puerta; y al panal anterior, en puntos estratégicos, por medio de cortos apéndices a los que los viejos colmeneros denominan «patitas», elaborados con un material que, según su opinión, es más fuerte que la cera empleada en la hechura de los panales, distribuidos en gran número de celdillas hexagonales. El aspecto del conjunto, totalmente recubierto de abejas (con probabilidad más de 50.000) era el de un cuerpo prismático, ovoide en su parte inferior.
Los intervinientes -José Acevedo y un amigo suyo, Octavio Pérez Pérez, de 59 años de edad, también apicultor y Maestro en Tamaimo (Santiago del Teide)- entraron al interior del recinto por la ventana situada en el lado sur de la fachada.
Comenzó la faena, alumbrados por una lámpara, a las 10,30 de la mañana del día indicado. Para espantar a las abejas, a fin de trabajar mejor, echaban humo con el ahumador, utilizando trozos de saco como combustible. Y comenzaron a separar los panales (del vano, de la puerta y entre sí) uno por uno, empleando para ello cuchillos. A cada uno de los panales extraídos (en torno al metro de longitud, algo más de 25 centímetros de anchura y en torno a los 2 centímetros de grosor) lo tendían encima de un marco de madera (44 por 23 centímetros), recortándolo con el cuchillo para adaptarlo a la medida de aquel, amarrándolo con un alambre, dándole algunas vueltas, evitando así que se pudiera desprender.
A medida que avanzó el proceso, muchas abejas se posaban fuera de la puerta. A las que permanecían sobre los panales, las retiraban con la ayuda de un cepillo de cerdas muy finas, de crin de caballo, al objeto de no dañarlas. De los panales se fueron aprovechando los mejores fragmentos. En general tenían poca miel, atribuyéndose al hecho de que era época de cría y a que el tiempo había estado fresco y ventoso. En otros se observaban crías y huevos. Y celdas mayores reconocidas como de zánganos y la de las futuras reinas («como de 2 centímetros»). Los trozos de panales más oscuros se consideraban como que habían sido utilizados, pensando lo contrario de los de color blanquecino, destinados a contener miel, polen o huevos.
En el piso bajo de la colmena, cámara de cría, se fueron colocando nueve cuadros, provistos de su correspondiente pedazo de panal; y en de encima, o alza, en el que cabe aquella misma cantidad, dos. Al abrir la puerta de la casa, había abejas que revoloteaban por fuera. Con la espátula se raspó la cera que había quedado adherida a la puerta y al vano de la misma. Concluyó toda la labor a los 12,20 horas. La caja (con los cuadros) se dejó allí tres días más, cerca de la puerta mantenida abierta: «porque las abejas tienen que entrar en la caja, las que están por fuera».
Se subió la colmena hasta el asiento el martes 18 de julio, a las 9 de la noche. Ayudado por otro colmenero, Juan Rodríguez Dorta, natural de San Juan de la Rambla y vecino de Buenavista, que tiene su colmenar en las cercanías del de José Acevedo Pérez, a unos 25 metros en dirección norte. Para trasladarla taparon la piquera o entrada de la colmena a la que cubrieron, por encima, con un trozo de tela mosquitera, amarrado, a fin de que respirara el ganado. Fue entonces cuando se añadieron siete cuadros (de elaboración industrial: marco y panal) en el piso de encima o alza.
Las labores de la caja prosiguieron el día 22 de julio. A las nueve de la mañana el colmenero se encaminó hacia su asiento o colmenar, ubicado a unos 600 metros de altitud, en la ladera oeste del Valle de El Palmar. Se localiza al final de la pista que desde Los Pedregales conduce hasta La Hoya de la Marquesa, en el lado oeste de la misma, al zoco de una consistente pared de piedra seca; frente a las cajas, en el otro lado de la vía, hay dos medios bidones, con piedras en su interior, donde las abejas pueden proveerse de agua. Una vez a la semana se desplaza el colmenero hasta allí al objeto de darles vuelta y atenderlas. El lugar pertenece a doña Enedina Lorenzo Acevedo a quien compensa mediante la cesión de algún bote de miel. Con la recientemente incorporada hay allí diecisiete cajas, sobre barras de hierro o estrechas tablas colocadas sobre bloques. Las entradas o piqueras de las cajas están orientadas hacia el este. Sobre las cajas, contra la acción del viento, se han dispuesto pesadas piedras. Ocho de las cajas muestran tres cuerpos; siete, dos; y dos, uno.
La faena del último día, 22 de julio, se centró en la caja recién incorporada, de dos cuerpos de altura. Provisto de la vestimenta de protección acostumbrada, como acaece siempre, destapó la caja y echó humo, procediendo a cambiar los cuadros, con la ayuda de las pinzas, pasando los de abajo a arriba y viceversa, porque casi todos los de arriba estaban vacíos. Las abejas habían «soldado» los panales a los marcos de madera de los cuadros, razón por la que quitó los alambres que los sujetaban. Superpuso los dos cuerpos, colocando encima la entretapa y, sobre ella, la tapa metálica. Las cajas son de pino blanco y la entretapa de cartón piedra; ésta, hacia el medio, tiene un orificio por donde las abejas suben a comer el alimentador, una mezcla de un litro de agua tibia con un kilo de azúcar, máxime en el invierno «cuando ellas no pueden salir a comer».
Las que se crían allí pertenecen a la conocida como abeja negra, una de las tantas joyas zoológicas con que contamos en Canarias, actualmente subvencionada, aunque afectada por la varroa, enfermedad introducida, hace algunos años, por abejas traídas, incontroladamente, desde Europa.
La miel que se ha producido en el Valle de El Palmar es multifloral. La abejas recorren todo su territorio y son capaces de avanzar hasta ocho kilómetros, recorriendo el Monte del Agua, trasponiendo inclusive hasta Erjos, aprovechando, eso sí el ciclo de floración estacional de las plantas. La analítica ha corroborado dicho dato, aportando que el espectro polínico lo conforman, esencialmente, el hinojo (35,84%), la sonaja (21,99%) y el acebiño (11,60%).
La panorámica que se contempla desde el colmenar de La Hoya de La Marquesa es amplia y muy hermosa: Evocadora de un tiempo –hasta bien entrada la segunda mitad del siglo XX- en el que el Valle de El Palmar constituía un esplendoroso trigal de impresión casi infinita, el esfuerzo de numerosos campesinos dedicados de pleno a la agricultura y a la ganadería, un momento en el toda la tierra se cultivaba o se aprovechaba. Una imagen para la reflexión, en completa oposición a los nueve años de tolerancia que, según determinados y comprometidos científicos, le quedan al Planeta Tierra, motivado por el progresivo y galopante recalentamiento del Planeta. Un futuro tan distinto al tiempo en que las abejas y los trigales convivían -armoniosamente, para prodigar la vida-, beneficiándose de parte y parte.
Este artículo ha sido previamente publicado en el número 39 de la revista El Baleo, editada por la Sociedad Cooperativa del Campo La Candelaria.