Una etapa de seis horas a caballo, a través de unas comarcas estupendamente agrestes, me llevó hasta Icod de los Vinos. Esta localidad, que debe su nombre a los excelentes caldos que allí se cosechaban antaño, está situado al noroeste de la isla, y ocupa el centro de un fértil valle, separado del de La Orotava por la montaña de Tigaiga, que no es sino un gigantesco contrafuerte del Teide.
(...) Se experimenta una indecible satisfacción cuando, al final de esta penosa paseata, se descubre, desde lo alto de una loma rematada por un molino de viento, el valle de Icod.
Icod es un pueblo del más puro sabor canario. Los tejados, adornados con gárgolas de madera, son originalísimos; estas gárgolas representan grotescos dragones, abriendo unas formidables mandíbulas. Se tarda un cuarto de hora en atravesar el pueblo hasta desembocar en una plaza con una fuente de estilo tan primitivo como el de las gárgolas. Allí se encuentra el albergue, de aspecto aún más primitivo que todo lo demás. Soy, con toda seguridad, el primer extranjero de paso que recala aquí desde hace varios años, porque Icod no está en la ruta turística.
(...) Estaba terminado mi almuerzo cuando vino un nativo, ofreciéndose para acompañarme a visitar la cueva, gran caverna que constituye la principal curiosidad del valle de Icod. Está a un cuarto de hora de marcha del pueblo, en medio de uno de estos enormes y recientes ríos de lava que rebosaron desde el cráter del Teide, irrumpiendo en el valle.
(...) Las gentes del país pretenden que la caverna de Icod tiene varias leguas de longitud. En su opinión, empieza en la orilla del mar, pasa por debajo de Icod, sube a lo alto del valle, y llega casi a las proximidades del cráter que ha vertido su lava dando lugar a la gruta misma. Aún no ha sido posible explorar las galerías más alejadas, porque se enrarece el aire haciéndose irrespirable. Los que lo han intentado han muerto por asfixia. Esto es cuanto oí contar sobre esta cueva misteriosa.
Para llegar a su entrada, tuvimos que atravesar una propiedad privada, gracias a que el guía tenía la llave. Entramos en ella, seguidos de toda la chiquillería del pueblo; pero, de pronto, surgió ante nosotros una terrible vieja de ochenta primaveras, una de las tres brujas de Macbeth en persona, que persiguió a bastonazos a toda la pandilla. Concluida esta sumaria expulsión, descargó su furia contra mi guía, gritándole que los muchachos no pueden acompañar al caballero que viene a visitar la cueva. Yo la apacigüé con una monedita.
Si hubiera venido solo, jamás habría encontrado la entrada a la caverna, estrecha abertura disimulada tras una lujuriante vegetación de cactus arborescentes. Para entrar hay que deslizarse a rastras. El guía había tenido la precaución de llevar unas antorchas de tea (pinus Canariensis). Esta madera resinosa da una llama muy clara. Era la única que empleaban los guanches.
Yo he visitado muchas cavernas en el viejo y en el nuevo mundo, pero ésta era la primera vez que penetraba en las sombrías galerías subterráneas de un torrente de lava. Reinan allí unas espesas tinieblas, y una atmósfera apenas respirable. La lava, suspendida en la bóveda de extrañas estalactitas, presenta incrustaciones de carbonato cálcico; las estalactitas destilan gotas de agua que rezuman a través de la bóveda, y forman en el suelo grandes charcos que nos congelan los pies. Andamos sobre un suelo de lava negra, rudosa, surcada por grietas y salientes. Me ha llamado la atención la extrema regularidad de la bóveda, que se diría construida por los hombres. Es, generalmente, tan baja que hay que encorvarse para no romperse la cabeza contra las estalactitas. La galería que seguimos desciende hacia el mar con la corriente de lava por cuyo interior se ha abierto paso. Es de pendiente tan rápida que hay que avanzar con precaución para no caer en el abismo.
Al cabo de un cuarto de hora de marcha, vemos ensancharse la galería. Una atmósfera fétida nos hiere el olfato. Mi guía me hace notar unas osamentas, casi reducidas a polvo, en las grietas de las paredes. Estamos en el lugar donde los antiguos guanches enterraban a sus muertos. No he podido resistir cierta emoción al tocar con el dedo este sombrío santuario en el que los hombres de una raza extinguida celebraban, hace varios siglos, sus fúnebres ceremonias. Imaginaba las manos de estos héroes incógnitos, cuya desesperada resistencia nos ha sido narrada en la historia de la Conquista. Con profundo respeto, he recogido algunos de estos huesos que enviaré a Europa con unas estalactitas.
Pronto, siguiendo esta interesante excursión, distingo un punto luminoso, en el lado de la caverna que desemboca en el mar, abriéndose a la luz a través del acantilado de la cala de San Marcos. Para llegar a esta abertura, tenemos que trepar reptando, porque la bóveda apenas está aquí a dos pies de altura. Sólo a costa de penosos esfuerzos, se llega al borde del acantilado; pero vale la pena por disfrutar de la grandiosa vista de un terrible abismo, desde cuyo fondo se eleva la potente voz del Atlántico. Para gozar mejor de esta escena de extraña belleza, me he echado boca abajo en la orilla del precipicio. Así podía contemplar las olas del Océano estrellándose bajo mis pies, contra el acantilado de negra lava en cuyo seno me encontraba preso. Este precipicio es tan escarpado que sería absolutamente imposible penetrar por él en la caverna. Pero yo, como M. Berthelot, creo que, antiguamente, era accesible, antes de haberse producido nuevos derrumbamientos, como parece demostrarlo la presencia de osamentas humanas en este lugar.
Al no poder salir de la caverna por esta parte, fue preciso retroceder. Cuando mi guía se rezagaba con su vacilante antorcha, veía moverse en la bóvedas un fantasma que me recordaba la sombra de Hamlet, ilusión a la que contribuía mi casco. Pisaba, jadeante, la escarpada pendiente de lava, llevando conmigo los huesos de guanches. Me parecía que este fantástico paseo duraba más de lo debido y, al decírselo al guía, me confesó que nos habíamos metido por una galería sin salida, para hacerme ver lo fácil que es perderse en este intenso laberinto. Me llevó hasta el extremo de la galería que, efectivamente, estaba cerrada y, entonces, observé que la antorcha estaba agotándose. Las demás estaban ya consumidas, y ésta tocaba a su fin. Había que volver sobre nuestros pasos, para encontrar la galería de salida. Debo confesar que me gustó muy poco aquella broma; pero el guasón, disfrutando con mi miedo, en lugar de apretar el paso se detenía, como por gusto, para escogerme bonitas muestras de estalactitas. De buena gana habría yo dado todas las estalactitas a cambio de la menor astilla de tea. Ya estaba harto de aquella fúnebre caverna.
La antorcha dio su última lumbre justamente cuando vimos apuntar la luz del día. Instintivamente, di un suspiro de alivio, a la vista de aquella dulce claridad.
Al salir de aquel antro, me sentía presa de una extraña agitación. La sangre hervía en mis venas por la larga caminata con la espalda encorvada; mis sienes latían violentamente, y tenía las manos ensangrentadas, heridas por las estalactitas.
Un paseo al aire libre, en las alturas que dominan Icod hacia el norte, me permitió recuperarme. Después de andar un poco, me senté en una roca que sobresalía en una corriente de lava. Ante mí se extendía el hermoso valle de Icod, con toda su gracia y su armonía campestre.
No he visto nada tan seductor como esta encantadora miniatura del valle de La Orotava, que he contemplado con indescriptible placer. ¡Quién iba a esperar, al borde mismo del más terrible desierto de lava, un verde oasis en el que surgen, entre las viñas, campos de maíz y de nopales, una infinidad de plataneras, naranjos, limoneros, higueras, palmeras, laureles, y muchas otras especies vegetales! Este es, sin duda, uno de los más bellos rincones del mundo. La naturaleza se muestra aquí en toda su virginal hermosura. Jean-Jacques o Bernardin de Saint-Pierre se habrían prendado de este lugar, y habrían construido aquí una cabaña para filosofar, lejos de los hombres. El lugar es todo calma y silencio. Uno se siente aquí aun más aislado que en La Orotava; la vegetación es más lozana y las aguas más abundantes. Las palmeras, que surgen aquí por todas partes, dan a este delicioso valle un aspecto que no tiene el de La Orotava. Pero lo que resulta más exclusivo es la incomparable visión del Pico, que aquí se muestra en toda su grandeza; ya no lo oculta el contrafuerte del Tigaiga; aparece aquí todo entero, desde la cumbre hasta el pie, y domina el paisaje con su prodigiosa elevación, como una pirámide egipcia cien veces mayor. En invierno, cuando un deslumbrante manto de nieve cubre sus estériles laderas, debe parecer aún más grandioso. A estos diversos elementos de un paisaje clásico viene a unirse la sábana azul del Océano, que espejea en el horizonte. El Pico amarillo y calcinado, el oasis verde y el mar azul, producen un violento contraste de colores y, sin embargo, sería imposible imaginar un cuadro más armonioso.
Visto desde la altura, Icod, con sus casas blancas como la nieve, afecta exactamente la forma de una cruz, cuya rama principal ocupa el fondo del valle y cuyos brazos trepan por las dos vertientes.
La vega de Icod donde, en otros tiempos, se cosechaba el mejor vino de las islas, debe su fecundidad a los numerosos arroyos que la recorren en todos los sentidos. Nada hay tan placentero como verlos caer en pequeñas cascadas, de roca en roca. Las aguas, claras como el cristal, tienen un delicioso sabor. Gracias a ellas, las palmeras alcanzan aquí mayor desarrollo que en todos los demás lugares de la isla. Como se sabe, este árbol quiere tener la cabeza en el fuego y el pie en el agua. He reposado bajo una palmera cuyo tronco no mide menos de tres metros de contorno, y cuyo espeso follaje no deja pasar un rayo de sol. También he contemplado un soberbio drago, que es considerado el mayor de Canarias.
Fragmento tomado de Viaje a las islas Afortunadas. Cartas desde las Canarias en 1879, de Jules Leclercq, Viceconsejería de Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, Islas Canarias, 1990.