La historia de su sangre que vive y se renueva en el trasiego y la palpitación del río de la memoria familiar. Domingo Corujo, tras el relato de los últimos momentos de la existencia de su abuela Margarita Brito, siente la emoción propia de un testigo presencial de los hechos que tuvieron lugar muchos años antes de su nacimiento, y nos conduce hacia otro suceso luctuoso en el seno de su familia: la muerte de la tía María. Un acontecimiento anterior a su propia existencia pero que la oralidad se ha encargado de conservar fresco y vivo. Un drama en el camino del recuerdo se cruza, nuevamente, en la trayectoria de los Corujo. La muerte la tía María Corujo precedió a la de la abuela Margarita Brito, la cual tuvo lugar poco tiempo después del nacimiento de su hijita, la cual recibió, como era propio hace algunas décadas, un velorio de bienvenida al mundo. Un rito de felicidad y alegría que, sin embargo, trastocó las luces de la madre de la criatura. Domingo Corujo conserva muchos testimonios de la muerte de su tía, la cual nunca llegó a conocer, lo que demuestra el hondo pesar que se proyectó sobre la familia. Una historia, la de María Corujo, que comienza con un romance imposible y conclusión en la trágica desaparición de su protagonista.
“Al decir de los mayores de la familia, María Corujo Brito era una chica muy guapa, le encantaba bailar y cantar y se enamoró de ella un hombre rico. Cuando mi abuelo iba con toda su familia, incluido María, a una fiesta, este hombre lo seguía a todas partes con el caballo. En ese momento pesaban mucho las diferencias de clase y, posiblemente, ella no quería mezclarse con una persona rica porque pensaría que iba a vivir avergonzada en medio de gente de otro nivel económico.
–¿Dónde se ha visto casar a la hija de un pobre con un rico?“
El indiano que nunca volvió.
La emigración ha sido fenómeno estructural en la historia de Canarias. La salida a América en busca de fortuna y el deseo, casi el juramento telúrico, de volver a la tierra de nacimiento. Ese mecanismo se ponía en marcha cada vez que un canario partía hacia el Nuevo Mundo, en busca de su quimera. La partida hacia América del mozo que se enamoró de María Corujo fue movida por otros resortes. Los del corazón desafectado de un hombre que emigró para rehacer su vida lejos de la tierra natal.
“El muchacho estaba muy, muy interesado en ella y le dijo a mi tía que si no se casaba con él, estaba dispuesto a demostrarle al pueblo lo que ella significaba para él. El amor que le tenía a ella se lo iba a demostrar. Acto seguido desapareció. Nunca más se volvió a saber de él. Dijeron que se marchó al Brasil y rompió todo lazo con su tierra. Emigró no a buscar fortuna, sino a perderse, porque tierras y propiedades tenía en Lanzarote. En su familia hubo una gran tristeza y la acusaban a ella de haberlo despreciado.”
El velorio del drama.
Domingo Corujo continúa con el hilo narrativo de la historia familiar y señala que con el paso del tiempo la tía María se casa con Francisco, el molinero del pueblo. Al matrimonio les nace una niña y, como era habitual entonces (estamos hablando de los años 20), la familia celebró el velorio de nacimiento.
“En aquel tiempo existían dos clases de velorios, los de muerte y los de recién nacidos. Cuando nacía una criatura se le cantaba hasta nueve días. Era una fiesta constante. Entonces, María, con la emoción de la hijita recién nacida y las parrandas que se formaron en el velorio, se la pasaba todo el día cantando y bailando. Le decían que se echara en la cama y ella seguía bailando y cantando, como si estuviera ausente. No vivió más en el mundo de la realidad. Siguió cantando, bailando y riendo días y días. Mi padre era chico y a él le encantaba estar con su hermana, una mujer siempre alegre, siempre animosa, chispeante. Lo cogía de la mano y le decía:
–Vamos a bailar, Dominguillo…
Los demás le decía a mi padre:
–Dominguillo, deja a María que está mal…
Mi padre no entendía. Cómo iba a estar mal si era la persona más alegre y divertida de la casa.
Para mi tía María todo era felicidad, cantar y bailar. Y bailando y cantando murió a los pocos días… Murió con una felicidad en la que solo veía cantar y bailar. Fue un caso extraño: perder la cabeza en positivo. Casi una manera de convertirse en autista del mundo material. Casi tras ella fue su hijita porque la madre no la atendía ni le daba de mamar.
A partir de aquel suceso, en la familia no se hicieron más velorios de recién nacidos. Pensaban que a lo mejor, al estar un poco débil, la recién parida, la parranda y la música, la emoción del momento, las podía sacar del mundo.
Andando el tiempo, Francisco, el marido de su tía María, se convirtió en el amigo fiel de mi padre Domingo. Eran grandes amigos antes de casarse y después se afianzó más la amistad. Francisco González rehizo su vida y se casó, las casualidades de la vida, con otra María Corujo, una prima de mi tía”.
Hubo un tiempo en el que…
Hubo un tiempo en el que el arte más grande era vivir, pero nadie lo aprendía, ni nadie enseñaba este arte a nadie, sin embargo todo el mundo lo practicaba. Ese tiempo que todo el mundo recuerda fue el tiempo anterior a la adolescencia. Ese tiempo se perdió, el día que nos creímos tan inteligentes, que logramos alcanzar, abrazar y acariciar la mentira por primera vez y convertirla así en nuestra compañera de viaje, a todo lo largo y ancho de nuestras vidas. Y entonces comenzó el otro tiempo: el de la arrogancia, la petulancia, la adulación, la vanidad, la venganza, el rencor, la envidia, la ira, la soberbia, el vicio, la grosería, el egoísmo, el ocultamiento, la mentira y la traición, en una escala ininterrumpida de contravalores a cual más bajo y refinado, que no habíamos ni siquiera imaginado en la etapa anterior, donde lo único que queríamos era: llegar a ser grandes, para hacer cosas grandes. Y he aquí que un día con suerte meditamos sobre todo lo vivido y, sonrientes, valientes y desinhibidos, escogemos el camino de aquel tiempo, deslastrándonos así de la terrible cadena que ser reforzaba alrededor de nuestras vidas y cuyo primer eslabón fue, precisamente, nuestra primera mentira. (Texto de Domingo Corujo).