Prehistoria.
Las raíces más profundas de la historia de este municipio arrancan de la sociedad aborigen. En sus valles se hallaban establecidos desde tiempos muy lejanos dispersos poblados aborígenes, en algunos de los cuales se ha datado una antigüedad de al menos del siglo I de nuestra era. Conformaban diversos modelos de asentamientos humanos tanto en cuevas-habitación como en casas de piedra de planta interior cruciforme y exterior ovalada.
El principal núcleo habitado, de carácter protourbano, se situaba en las proximidades de la desembocadura del barranco de La Aldea, conocido hoy como el amplio yacimiento arqueológico de Los Caserones, Bocabarranco, La Caletilla y Lomo de los Caserones. En esta zona, y a finales del siglo XIX, V. Grau Basas contabilizó cerca de mil viviendas, además de varios túmulos funerarios y otros monumentos.
Valle de La Aldea, desembocadura, situación del yacimiento arqueológico de Los Caserones.
Constituía un territorio con excelentes condiciones ecológicas para el desarrollo de una comunidad aborigen dependiente del guanartemato de Gáldar. Su economía halló en los depósitos sedimentarios del valle, y en las terrazas de su red de barranquillos y de los valles de Tasarte y Tasartico, excelentes suelos para las sementeras de cebada, el alimento principal de la sociedad aborigen, complementando con la producción ganadera generada gracias a los extensos pastizales para los ganados de cabras y ovejas.
La costa ofrecía posibilidades para la actividad pesquera, con técnicas diversas como pudo ser probablemente la embarbasca o pesca en los charcos costeros narcotizando a los peces con euforbias, costumbre que se mantuvo siglos después de la Conquista y que debió ser el origen de la actual y renombrada Fiesta de El Charco, a celebrar cada 11 de septiembre.
La riqueza que podía ofrecer la Isla tanto en hombres para la esclavitud como en orchillas y otros bienes atrajeron a los primeros navegantes atlánticos (catalanes, mallorquines, andaluces y lusitanos), quienes desde mediados del siglo XIV comienzan a llegar a ella, tanto para el infame comercio esclavista, como para intercambiar con los jefes indígenas orchilla y sangre de drago a cambio de mercancías europeas, especialmente de útiles de hierro.
En este contexto histórico y con planes evangelizadores, los mallorquines establecieron en la playa de La Aldea una misión, donde erigieron en una cueva costera una ermita en honor a San Nicolás de Tolentino, con la colocación de una imagen de piedra toscamente labrada, cuyo nombre sustituirá más tarde al hoy desconocido topónimo aborigen de este valle. De ahí la advocación religiosa y el topónimo popular de La Aldea de San Nicolás, nominación de este territorio desde tan lejana fecha hasta la actualidad.
Cuando comenzó la Guerra de Canaria, iniciada por los castellanos para conquistar a esta isla, por iniciativa de los Reyes Católicos (1478-1483), esta zona alejada y montañosa sirvió de refugio a los canarios con lo que se convirtió en un centro de operaciones militares. Y, en la fortaleza natural de Ajódar, probablemente ubicada en la actual montaña de Los Hogarzos (1.010 m), la resistencia canaria infligió una humillante derrota al ejército invasor, en el invierno de 1483, con la muerte del capitán Miguel de Mújica y su compañía de 200 ballesteros vizcaínos que habían sido traídos de la Guerra de Granada, para acabar con la Conquista.
Comienzos de la Colonización, repartos y usurpaciones de tierras y aguas (siglo XV).
La Guerra de Canaria y la posterior conquista definitiva de la isla, originaron un dramático derrumbe de la población aborigen, al tiempo que se inició la colonización europea. Pero La Aldea permaneció, durante decenios, casi despoblada, aunque progresivamente sus riquezas naturales, tierras, aguas, pinares, ganados y hombres comenzaron a ser explotados por los nuevos dueños, cuyas posesiones arrancan desde los primeros repartimientos.
La principal data del valle de La Aldea aparece vinculada, confusamente, a Pedro Fernández Señorino de Lugo, hermano del Adelantado Alonso Fernández de Lugo que también había recibido tierras en Agaete. Junto a esta supuesta concesión aparecen otras, también difusas, en torno a personajes como Alonso Vázquez, el escribano Cristóbal de San Clemente y Juan de Siberio; unas quizás de repartimientos hoy desconocidos y otras adquiridas por usurpación de terrenos públicos o realengos.
Aquí llegaron nuevos colonos que desplazaron a los aborígenes de las tierras bajo riego para reasignarlas al cultivo de los cañaverales, productores del preciado azúcar con destino a los mercados europeos. Los nuevos amos, tras perder un largo pleito ante la Chancillería de Granada, no pudieron evitar que las aguas que nacían en la cumbre de Tejeda, que constituían la gruesa del primer heredamiento de aguas de La Aldea, fueran conducidas a la ciudad a través del túnel de La Mina, cuya construcción se aprueba con licencia real en 1501 y finaliza en torno a 1525.
Nuevo impulso colonizador (siglos XVI-XVIII).
Tras la quiebra de la producción azucarera, la economía del valle vio minorado entonces su principal factor de desarrollo, y la colonización europea perdió impulso. Y es que la ruina de la producción azucarera isleña fue debido a la competencia brasileña y antillana a partir de 1550. Entonces las tierras de regadío comenzaron a plantarse con mayor intensidad de millo (presente desde los primeros años del siglo XV), papas, hortalizas, etc. lo que se alternaba con las sementeras, al tiempo que la explotación forestal y la labor ganadera extensiva constituían parte de la actividad de la zona, cuya riqueza se exportaba, casi toda, hacia Tenerife.
Los primeros moradores que decidieron unir su destino a este lejano territorio formaron el pequeño y disperso caserío de «la aldea de Niculas», ubicado al fondo del valle, lejos de una costa bajo la constante amenaza pirática, que en sus aguadas utilizaba la abandonada ermita mallorquina de San Nicolás como alojamiento, por lo que el obispo Hernando de Rueda ordenó, el 7 de octubre de 1582, tapiarla y trasladarla con otra construcción al fondo del valle, cerca del primigenio caserío, El Barrio.
De todas formas la colonización fue muy lenta. El pueblo se vino a configurar como tal entre finales del siglo XVII y principios del XVIII, cuando la familia del regidor de Tenerife, Tomás Grimón, ya se había conformado por diversas compras un gran espacio de tierra fértil con lomas y hoyas anexas, comprendida entre el barranco principal y la cordillera Sur. Estos derechos pasaron por herencia a un nieto de aquel regidor, Tomás de Nava y Grimón, primer marqués de Villanueva del Prado, quien tras vencer en el primer pleito por la posesión de estas tierras planteado por el Cabildo y primeros colonos (1645), vincula esta propiedad al mayorazgo de su familia (1667). Este noble había venido promocionando roturaciones de nuevas parcelas, cedidas luego al partido de medias perpetuas, generando una atracción de colonos, entre 1650 y 1670.
El proceso que conducirá a la configuración de entidad propia de La Aldea continúa a lo largo del siglo XVIII. El motor del mismo no ofrece duda alguna: el creciente papel de los granos de La Aldea en el mercado interinsular sobre todo hacia las zonas vitícolas. En concreto desde la playa situada en la desembocadura del valle y el cercano puerto natural de El Perchel se embarcaba casi todo el excedente de cereales hacia Tenerife.
Una tierra y sus aguas en centenaria disputa.
Se generan nuevas sorribas en los planos bajos de los cauces y roturaciones en las lomas y laderas para una labor agrícola más intensiva, caracterizada por la ampliación de las sementeras en las vegas irrigadas, en rotación con el millo, papas y legumbres. Labor que exigió un aumento del agua de riego en la zona baja del mayorazgo y que avivó la pugna por el control de esta riqueza con los vecinos de Tejeda, quienes desde el siglo XVII cuestionaban los derechos históricos del heredamiento de aguas del valle de La Aldea sobre los caudales que discurrían por el barranco principal. Ello originó repetidas demandas y procesos judiciales ante la Real Audiencia de Canarias, siempre favorables a que éstas debían discurrir libremente barranco abajo hasta las tierras de este valle, como también comenzaron los pleitos entre los aldeanos y los propietarios de las tierras, los Nava-Grimón, que continuaron, en la primera mitad del siglo XVIII, aumentando su superficie a costa de usurpaciones sobre los espacios realengos. Asistimos también otra labor roturadora, fuera del ya conflictivo latifundio de los Nava-Grimón, destinada esencialmente a los cereales inferiores.
Reconstrucción del paisaje de La Aldea. Siglo XVIII.
Las tierras apetecidas para roturarse eran los espacios realengos de Furel y de los valles de Guguy, Tasarte y Tasartico, además de la zona interior de Linagua, que recibieron nuevos colonos desde principios del siglo XVIII. Estos ocuparon primeramente las terrazas antaño cultivadas por la comunidad aborigen y luego se extendieron por planos y laderas con la construcción de cadenas o terrazas abancaladas. Se trataba de un proceso roturador de carácter clandestino, de modo que en 1772 y 1777 los corregidores -representantes de los intereses de la Corona- intervinieron con el fin de recuperar el patrimonio regio. Los aldeanos respondieron con un abierto tumulto en septiembre de 1777 que, sustanciado ante el Consejo de Castilla, éste decidió mantener a los colonos en la posesión de las tierras roturadas.
La Estadística de las Islas Canarias de Francisco María de Escolar (1805) evalúa la superficie cultivada de las tierras de la jurisdicción parroquial de La Aldea, en 2.800 fanegadas (has), con una producción media de 2.000 fanegadas de millo, 2.031 de trigo y 6.500 de cebada, además de otras cantidades menores de legumbres, frutos, etc., lo que sumándola a la producción pecuaria, genera una riqueza bruta del término de poco más de un millón de reales, a una media superior a la de los pueblos vecinos, de 894 reales por habitante, equivalente a once fanegas (627 kgs) de trigo anuales, cuando se estima el consumo medio por habitante y año en seis fanegas.
Esta riqueza agrícola explica el crecimiento demográfico del lugar. De los 400 habitantes que moraban a principios del siglo XVIII se pasa a 689 en 1742, distribuidos entre los diversos caseríos. A fines de la centuria (1802), esta cifra se había duplicado (1.337 hab.) -a pesar de la incidencia de las epidemias (viruela y sarampión) y del paludismo-, destacando la vitalidad de los caseríos situados en los valles de Tasarte (77 vecinos) y Tasartico (11 vecinos).
Ermita de San Nicolás, obra ampliada en 1701. Imagen de principios del siglo XX.
La creación de la Parroquia de San Nicolás de Tolentino y del ente premunicipal de La Aldea de San Nicolás (siglo XVIII).
La creación de la parroquia, base de la futura independencia municipal, constituyó un largo proceso histórico. Comienza cuando la primitiva ermita de la misión mallorquina de San Nicolás, fue trasladada, a finales del siglo XVI, al fondo del valle. Allí se construye primero una pequeña ermita y luego otra mayor, que fue ampliada a principios del siglo XVIII. Para ello los marqueses de Villanueva del Prado obtienen la Real Cédula de 16 de febrero de 1700 que permitía las deseadas obras de ampliación del edificio y la creación de curato, pero había que acometerse a costa económica del marquesado y no del diezmo, como pretendía éste.
Las obras se llevarán a cabo a partir de 1701 bajo el control del administrador del marqués y con el trabajo y los fondos económicos de los vecinos, apoyados por un obispo temeroso de la pérdida de derechos en esta jurisdicción. Sus feligreses dependían de la parroquia de Tejeda desde 1677 y la ermita de San Nicolás se convirtió en ayuda de parroquia en 1742 aunque la creación definitiva, una larga reivindicación vecinal, se produjo en 1783, cuando la Casa de Nava-Grimón pretendía hacer uso de derecho de patronazgo, sin éxito al carecer de tal atribución.
Las reformas ilustradas determinan el reconocimiento del espacio territorial de La Aldea que, prácticamente, coincide con los actuales linderos municipales. Gobernado hasta 1772 por un alcalde ordinario elegido por el corregidor y dependiente del ayuntamiento capitalino, único en la isla, la nueva infraestructura municipal de la Ilustración supone la elección, mediante un proceso indirecto, por los vecinos de los cargos de alcalde real, diputados del común, síndico personero y fiel de hechos. El primer pasado para creación de su ayuntamiento constitucional tendría lugar, luego, en los años de transición al liberalismo, de acuerdo con el Decreto de las Cortes de Cádiz de 26 de mayo de 1812, momento de elevada tensión social entre campesinos y la casa nobiliaria de Nava-Grimón.
El Pleito de La Aldea (siglos XVII-XVIII).
Al finalizar el siglo XVIII unas 200 familias venían cultivando al partido de medias perpetuas, la zona fértil del valle, dentro de los límites del mayorazgo de los marqueses de Villanueva del Prado, la llamada luego como Hacienda Aldea de San Nicolás, donde había crecido el pueblo. Fue un largo y tumultuoso litigio contra el dominio directo o eminente de esta casa nobiliaria sobre dicho fundo que alcanzaba, a finales del siglo XVIII, las 1.950 ha, cuyos orígenes se remontan al primer tercio del siglo XVII. Pero la causa remota arranca desde los primeros años de la colonización cuando las tierras y aguas del valle fueron repartidas a diversos conquistadores y colonos mientras el resto del territorio que conforma el actual municipio pertenecía a la Corona. Vamos a repasar de nuevo esta historia.
A finales del siglo XVI, tras complicadas transmisiones de dominio, la zona más fértil del valle, el primitivo heredamiento de los Lugo, es adquirida por diversas compras de la familia Grimón, causantes de la casa de Nava-Grimón, marqueses de Villanueva del Prado.
Esta casa lagunera optó por la roturación y puesta en cultivo de su extenso fundo mediante el sistema de medias perpetuas o aparcería perpetua, régimen de tenencia de parecidas características al censo enfitéutico y con una política de progresiva ampliación sobre terrenos realengos.
Los colonos quedaban en posesión del dominio útil de la tierra a cambio de la entrega de la mitad de la cosecha al propietario del dominio eminente o directo; además, corrían con todos los costes del cultivo, aportando la Casa el agua y los casos de siembra en secano las simientes. La mitad de la producción era recogida por un arrendatario general que anualmente satisfacía una renta global a la Casa, casi siempre en especies; en otros momentos el marqués colocaba en su Hacienda a un mayordomo encargado de administrarla directamente, quien recogía de los colonos la mitad de la producción, además de lo generado en los terrenos de pleno dominio de la Casa. Una y otra producción las comercializaba el marqués en el mercado de Tenerife, enviándose algunos excedentes a Indias.
La raíz del conflicto agrario marqués-aldeanos residió en la carencia por parte de aquél de datas originales, es decir, de los documentos de posesión otorgados en los repartimientos, junto con la ausencia de detallados deslindes en las posteriores traslaciones de dominio así como por la acción usurpadora sobre bienes realengos anexos que agrandó el mayorazgo.
La Casa Nava-Grimón aducirá en su defensa que tales datas fueron destruidas en el incendio del archivo municipal por el holandés Van der Does en 1599, así como la posesión inmemorial del fundo, argumento éste utilizado en todos los conflictos entre señores y campesinos que cuestionaban los títulos de propiedad.
Por su parte, los aldeanos, a través del común premunicipal, exigirán durante toda su lucha la presentación de las datas originales. Sus dirigentes, una minoría de grandes medianeros, dueños del dominio útil de las mejores tierras de la Hacienda y de las usurpadas al patrimonio realengo fuera del mayorazgo, eran también administradores de rentas reales y del clero -entre ellas, del diezmo- y ejercían la autoridad militar, comunitaria, eclesiástica e incluso económica, pues la comunidad campesina más empobrecida dependía de su bolsa o de sus préstamos, sobre todo en los años de malas cosechas.
El conflicto fuerte se inicia en el primer tercio del siglo XVII pero su llama sólo se avivaba cuando las circunstancias políticas, apoyadas en un ciclo de bonanza económica, presagiaban una solución favorable a la causa campesina. Así, durante la Ilustración se da un fuerte estallido (1779-1808), cuando la administración real planteó -aunque con absoluta timidez- una reforma del régimen señorial.
Reconstrucción de paisaje histórico de El Hoyo Bajo-Tocodomán. Siglo XIX.
El enfoque ilustrado llegó a La Aldea de San Nicolás por medio de su representante en la Sociedad Económica de Amigos del País de Las Palmas, Manuel Araujo y Lomba, emigrante gallego y miembro destacado de una burguesía rural enriquecida gracias al incremento de los precios agrarios en el mercado interior. Los aldeanos plantearon ante el Consejo de Castilla las elevadas rentas exigidas sin justo título por la Casa de Nava-Grimón, y solicitaron además la propiedad de las tierras realengas roturadas por ellos fuera del mayorazgo; únicamente esta solicitud fue aceptada. Pero el Pleito no acaba aquí y brotará nuevamente en otras etapas hasta la intervención del Estado en 1927.