Domingo Corujo Tejera retoma el hilo de la novela familiar que escribe al dictado de la memoria propia y de los retazos que otras voces, de distintos tiempos y épocas, han depositado en él. El relato de la vida de los Corujo es como un río al que van desembocando otros cauces cargados de fresca memoria. Meandros que se suman al recorrido sinuoso del lecho de la memoria familiar con recuerdos caprichosos, nostálgicos y reivindicativos. Recuerdos que arriban a la historia del presente de manera pausada o como torrenteras de vida que se resisten a las embestidas del olvido. Cuenta, según le narraron a Domingo Corujo, que la abuela Margarita Brito era una mujer sabia a la que el destino le obsequió con libros que iluminaron la mente y la imaginación de los suyos, en el tiempo que ejerció el discreto matriarcado de una familia de once hijos. La estremecedora partida de la abuela, la esposa de Juan Corujo, el jariano, quedó profundamente cincelada en el recuerdo de sus hijos y de sus nietos.
“Mi abuela se enfermó de una enfermedad que le obligaba a mantener un régimen estricto en comidas. Sólo se le permitía comer frangollo. Cuando mi padre, Domingo, cumplió los dieciocho años le hicieron un traje de adulto. A mi padre le gustaba cantar y esa noche, la noche de su fiesta, quiso hacerlo mejor que nunca. Mi abuela, que no salía a fiestas, se empeñó en ver a su hijo con la ropa nueva y sentirlo cantar. Le prepararon un camello bueno con una silla inglesa y desde el Grifo, donde estaban de medianero, fueron a San Bartolomé donde se iba a celebrar la fiesta. Estaban de medianero en la finca de don Fermín Rodríguez Béthencourt, el médico. Mi abuelo siempre había trabajado con animales, pero al romper el monte con las parcelaciones tuvo que entrar en las medianías para subsistir y se empleó con sus tres camellos, burras y mulos en la finca del médico, donde hacen hoy los vinos el Grifo. Mi abuela oyó cantar al chico. A la madrugada, mientras seguía la fiesta, la regresaron a la finca el Grifo. Esa noche se pegó una hartura de moras y murió. Ver los hijos crecidos y oír el canto de uno de ellos y enferma como estaba le hizo tomar aquella decisión que le costó la vida. Como si sus sueños ya se hubieran cumplidos. Aunque también le debió pesar una muerte que poco tiempo antes había tenido lugar en la familia, la muerte de su hija Margarita”.
Llorar la ausencia.
De su padre Domingo Corujo Brito, nuestro narrador recogió las vivencias, los sentimientos y las emociones que impregnan su relato de viva voz. La reacción de rechazo de la razón de la muerte de su madre ante la enorme alegría que había supuesto su presencia en la fiesta en la que se le daba oficialmente la entrada al mundo de los adultos.
“Cuando mi padre regresó de la fiesta no se creyó que su madre hubiera muerto. Dijo que le daba vergüenza ver a tanta gente compungida, hermanas, tías, vecinas, llanto y tristeza y él que se sentía muy bien. Estaba encantado porque su madre fue a verlo cantar en la fiesta de San Bartolomé y no se podía imaginar que estaba allí de cuerpo presente. No le cabía en la cabeza, no se lo podía imaginar. No podía sentir drama. Le parecía que aquello era una película, que no era real. A medida que iban pasando los días y venía a la casa y veía que no estaba su madre, la buscaba por la cocina, por las habitaciones, por todas partes y ella no estaba. Empezó a caer en la cuenta que aquello era verdad. A los veinte días sufrió en soledad la muerte de su madre. Solo, con el ganado por ahí, se hinchaba a llorar. Aquel día le había cantado a su madre y ahora le lloraba en compañía de unos animales”.
Tiempo de velorios.
Apela Domingo Corujo a los recuerdos propios, a las emociones que despertaba en el niño el ritual de la muerte, especialmente, en los velatorios, los cuales se mezclan con las misas de luz y los ranchos de ánimas.
“De los velatorios recuerdo que iban parejas de hombres avisando a todos los vecinos y de pueblos aledaños de la muerte de una persona. Si había un camión, un coche, una guagua que llevara a la gente a la casa del difunto, también lo decían. Siempre invitaban de la parte del más viejo de los hijos, si era el padre el que moría. Si la muerte era la madre, se invitaba de parte del marido. Tocaban con el palo en las puertas y anunciaban: De parte de fulano de tal, que si quieren acompañar al entierro… Nunca invitaba de parte de una mujer, sino de un varón. Los hermanos de mi abuelo, que eran nueve, cuando murió el padre de ellos, como tenían que actuar como clan, se pusieron todos de acuerdo y nombraron al hermano mayor como el cabeza de la familia, para que se hiciera cargo del ganado y dirigiera todos los trabajos. Para respetarlo decidieron tratarlo de usted”.
La escuela del recuerdo.
Desde su infancia conejera Domingo Corujo aprendió la enjundia de la existencia en la escuela de la vida de San Bartolomé, especialmente, en la barbería y cantina que su padre tenía en el pueblo natal. Largas y aburridas horas escuchando las confesiones de clientes, la mayoría de ellos opositores silenciosos al franquismo, sobre los sinsabores de la existencia en una isla cuyos habitantes estaban condenados al exilio y la emigración. Conversaciones y pláticas que hablaban de un mundo cotidiano que se resistía a morir, de historias perdidas en la noche de los tiempos, de creencias que atravesaban las fronteras de la razón y entraban de lleno en el territorio de la magia y la imaginación.
“Nací el año 1945 en San Bartolomé, en Lanzarote, la vieja Ajei, el nombre del poblado aborigen que está al lado de la montaña de Mina y que se está intentando recuperar. El nombre de ese caserío primitivo desapareció cuando al pueblo se le puso bajo la advocación de San Bartolomé”.