Revista nº 1036
ISSN 1885-6039

La Saga de los Corujo XIV. Luces, fuego y vínculos sobrenatuales

Sábado, 25 de Noviembre de 2006
Cirilo Leal Mújica
Publicado en el número 132

Ya convertido en un destacado guitarrista de música clásica en Venezuela, el maestro Domingo Corujo Tejera siempre encontraba tiempo para interpretar piezas del repertorio de la música tradicional canaria. Sus compañeros de la escuela de música le pidieron que pasara a la partitura aquellas creaciones musicales de su tierra. Recuerda Domingo Corujo que intentaba escribir lo que sabía de memoria, lo que había recogido de las fuentes orales, que lo había bebido espontáneamente en el ambiente familiar. La escritura le resultaba fría, sin alma. Le faltaba calor. Llegó a la conclusión de que la añoranza no era suficiente para materializar aquella demanda de los músicos venezolanos. En esas circunstancias fue cuando decidió regresar una temporada para llevar a cabo el trabajo de campo, la búsqueda de las raíces.


Noches enteras escribiendo sonidos en el pentagrama que, muchas veces, confiesa Corujo, iban a la papelera. No daba con lo que buscaba. En ese estado de febril creatividad fue cuando se produjo el encuentro con las luces mágicas que crecían, se achicaban o desaparecían ante un asombrado compositor e intérprete de música, embuido en un empeño titánico.

La visión del pintor de Fyffes
Domingo Corujo reconoce que hablar de luces y apariciones sobrenaturales o paranormales suele ser objeto de chanza y risa. También tiene la certeza de que cuando alguien avista algo extraño, se convierte en otra persona. Ya no es el mismo. Es algo que escapa a lo común. Es llegar a la convicción de que no somos tan exclusivos, ni los amos del mundo. Simple y llanamente, no estamos solos en el universo. Por otra parte, la vida, la propia, deja de tener grandilocuencia para convertirse en algo más sencillo, más humilde. El ser humano es como una planta, nace, crece, da frutos y desaparece. Nada se crea, nada se pierde, todo se transforma.

Foto de Antonio Torres, de 1936.
Somos algo más de lo que aparentemente nos dicen que somos y también algo menos de lo que las euforias nos puedan hacer creer. Después de aquellas visiones hablé con gente que se ocupaba y creía en estas cosas. Personas de mi confianza, como el gran pintor canario Antonio Torres. A él fue a la primera persona que le conté estas cosas. Me contó, a su vez, que antes de que estallará el Movimiento y le metieran preso en Fyffes, también tuvo una visión similar a la mía. En La Cuesta, donde vivía, pintando en la azotea de su casa, el horizonte de Santa Cruz. Sobre el mar había una nube. La dibujó porque le pareció extraña. Al día siguiente la nube estaba allí. En el mismo sitio. Empezó a observar que había viento y que todas las nubes se movían menos aquella. Llamó a sus hermanas para decirles lo que estaba viendo. Le dijeron que aquello era una nube. Nada más. Las hizo esperar y terminaron por asustarse cuando la nube desapareció velozmente hacia arriba. A partir de ese momento se dedicó a estudiar esos fenómenos. Me dijo que lo que yo había visto se había repetido en diferentes lugares de la tierra. Exactamente el mismo fenómeno en lugares y épocas distintas. Pese al trauma de la guerra, de su paso por los salones de Fyffes que le dejó huellas para el resto de sus días, Antonio Torres, el pintor de los borrachos, no dejó de creer en aquellos fenómenos.”

Luces en San Juan
El regreso a las islas se había consolidado. El proyecto de su guitarra de cola se había hecho una realidad y había montado su propia escuela de música en la ciudad tinerfeña de La Laguna, donde actualmente reside. En uno de los viajes con motiv
o de concierto a Lanzarote tuvo el tercer encuentro con las luces misteriosas.

Fuimos a dar un concierto en el Rubicón, cerca de Femés. , también en el municipio de Yaiza. Era víspera de San Juan. Después del concierto nos quedamos a cenar y cuando nos íbamos a Playa Blanca, donde teníamos el hospedaje, al lado del Papagayo. A los chicos que iban conmigo les había contado lo que me había pasado la vez anterior y al ver una luz me dijeron en plan de basilón: “Domingo, aquella luz se parece a la que viste”. La luz que yo había visto era naranja, pero aquella era azul fuerte. No les hice caso hasta que otro de los chico comentó seriamente: “La luz sigue ahí.” Efectivamente, aquella luz estaba quieta sobre el mar, en dirección hacia Fuerteventura, hacia la islita de Lobos. Sin darnos cuenta la luz se acercó y en un instante cambió de color. De azul pasó a naranja. Se metió entre unas piedras de la costa. Pensé que podía ser alguien cangrejeando. Pero como las piedras eran grandes, a veces los saltos de la luz eran mucho más altos que los que podía dar una persona y menos en la noche. Decidimos acercarnos a aquellas piedras. Cuando nos íbamos aproximando, la luz cambió de color y se puso otra vez de azul y se metió detrás del risco. Mi sobrino dijo que la carretera no llegaba hasta la ensenada que estaba detrás de aquel risco sino hasta el castillo de las Coloradas, las torres de Juan de Bethencourt. Fuimos hasta el castillo. Ya no vimos la luz. Les dijo que había que tener la paciencia de un pescador de caña y esperar a ver que pasaba...”

Señales en Papagayo
Corría un cierto airito frío, como las noches del desierto y nos protegíamos del frío pegados a las paredes del castillo. De repente surgen del mar dos luces, como si fueran dos bailarinas, como los panales de foco de un estadio. Empiezan a destellar. Los chicos me empiezan a preguntar pero no sabía qué responderles porque yo tampoco había visto aquello.
–Parece que están avisando a alguien con esos destellos…

Miramos para tierra y vimos sobre aquel inmenso llano del Papagayo, cerca de la montaña de los Ajaches, otras dos luces. Se estaban haciendo señales. Volvimos la vista a otro lado de la montaña y allí estaban otras dos luces parpadeantes. Las luces habían formado un triángulo. Siempre luces a pares, pero, a veces, se transformaba en una sola. Decidimos subirnos al Panda de mi sobrino y pusimos rumbo el llano, brincando llegamos a una de las luces de tierra. Cuando nos dimos cuenta, teníamos una luz detrás del coche y paramos. Quedamos en medio de las dos luces.
–Parece que vienen a saludarnos –dijo mi sobrino.
–O a jodernos, le respondí.

Era un espectáculo bellísimo. De la montaña empezaron a salir luces volando a baja altura, haciendo el mismo recorrido, rumbo al pueblito de Playa Blanca y cuando llegaban a la orilla del mar, se apagaban. Llegamos a contar unas catorce luces. Un paso de luces como si fuera un campo de aterrizaje. La luz que estaba en la montaña se dio vuelta hacia arriba y comienza a destellar hacia el cielo y esta vez se vieron los fogonazos reflejados en las laderas de las montañas. Eso ocurrió desde las cuatro de la madrugada hasta el amanecer. La radio dijo al día siguiente que sobre el llano del Papagayo habían aparecido unas luces y que seguirían informando. De siempre se ha dicho que en aquella zona había brujas y fantasmas
...”
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