Revista nº 1040
ISSN 1885-6039

Don Fernando Hernández Alvarez. El hombre que le vio el corazón a las piedras de cal.

Viernes, 16 de Junio de 2006
Manuel J. Lorenzo Perera y María Dolores García Martín
Publicado en el número 109

No es demasiado común que los Maestros y las Maestras de la Tierra nos deleiten con alguna obra escrita. Cuando eso ocurre, rebosan en autenticidad, nos aproximan con más fuerza a la realidad que un día palparon. Un caso representativo es el de don Fernando Hernández Álvarez que nació, como él acostumbra a decir, al pie del Ingenio de Daute, en Los Silos, el día 17 de agosto de 1929.



Como era característico en su tiempo, asistió a la escuela desde los ocho a los catorce años. Los estudios posteriores fueron similares a los que podían cursar la inmensa mayoría de los niños del campo canario: "después a trabajar”.

Al finalizar el tiempo escolar que se ofertaba entonces, contando con catorce años, empezó a trabajar en sorribas de la costa, encaminadas a predisponer fincas para el cultivo que entonces se encontraba en vías de desarrollo: la platanera. Pero las penitas obligaban -también a los niños- a realizar otras actividades: "era tanta la miseria que, después de despedir íbamos al monte a buscar una manada de leña pa venderla a tres pesetas a las panaderías, a las dulcerías que la compraban".




Más tarde, durante unos tres años, «pasé a obras de agua», es decir, haciendo charcas con las que regar el cultivo antes mencionado. Y tras acabar la jornada -siempre con el propósito de sobrevivir- sacaba arena, rompiendo la tosca volcánica, material que se empleaba, mezclándola con cal, en la confección de las señaladas obras hidráulicas: «a veinticinco céntimos la fanega, una carretilla completa es una fanega».

En 1946 -y a lo largo de once años, antes y después del servicio militar- ejerció en los hornos de cal de El Puertito, ubicados en la zona de Las Manzanillas, propiedad de don José Dávila. Lo que es hoy un pequeño enclave turístico, era entonces un lugar colmado de desolación: «deseaba que pasara alguien pa hablar con él, porque por ahí no pasaba nadie; unos viejitos de La Caleta a buscar pulpos, a la marea; y otros que venían a coger higo tinto para comer,- y la guardia civil que pasa por ahí, de servicio».




Posteriormente, trabajó de albañil («le metí mano a todo») en la finca del Pozo Babón, emplazada también en la franja costera. En 1971 entró a formar parte en la plantilla fija de la misma, ejerciendo en los últimos años como encargado general de finca de plátanos.

Siempre le ha encantado escribir, para expresar sentimientos y para evitar que muchas vivencias y tradiciones de su pueblo fenezcan en el olvido. En verso ha urdido cuantiosas composiciones poéticas, algunas de las cuales han pasado a formar parte del repertorio de agrupaciones folklóricas de la comarca. Y en prosa, diversos artículos, muchos de ellos relacionados con la cultura tradicional: El horno de la cal, Labrantes y cabuqueros, De la niñez a mis tiempos de ahora..., habiendo sido publicados y premiados los dos primeros, respectivamente en 1997 y 2000 en el concurso que anualmente convoca el Periódico Ansina, editado por el Cabildo de Tenerife. Y es más, cuando uno camina y, sobre todo, escuchamos el espíritu altamente observador de Fernando Hernández, es asombroso la cantidad de recuerdos y conocimientos que su prodigiosa memoria histórica atesora.




El mundo de la cal.

También, en Canarias existe una cultura de la cal. Y sobre ella, nuestro personaje es un reconocido especialista, superviviente de quienes faenaron en los hornos deI Puertito, situados a unos 30 metros con respecto a la orilla del mar. Son dos, adosado uno al otro. El de abajo (lado norte) es más antiguo; el de arriba, tal como muestra la fecha grabada en su piel, fue construido en 1931, momento en el que la demanda de cal, relacionada con el desarrollo del platanal (hechura de charcas, muros, almacenes, gañanías...) era muy considerable. Se trata de dos magníficas representaciones de la Ingeniería popular, existiendo, en otros lugares de Canarias, hornos más simples que incluso funcionaban con leña.


Se inició en el oficio «con unos maestros más viejos que yo»: Segundo Contrera y otro con el que compartió labores, Tomás («Anicasio») Rodríguez Álvarez. Faenaban dos personas y otras veces hasta cinco, cuando había mucha solicitud de cal, encendiendo entonces los dos hornos. Cobrando 25 pesetas diarias, en jornada laboral «desde por la mañana, cuanto más temprano mejor pa que el calor de la cal no nos molestara tanto».

Como combustible utilizaban carbón de piedra, inglés o alemán, transportado en camiones desde Santa Cruz. No lo arrimaban a las paredes internas del horno porque podía producirse una fundición, evitando que baje la piedra de cal toda vez quemada. Las paredes de las cámaras, de dentro hacia fuera, la conforman una capa de ladrillos refractarios traídos también de Santa Cruz; otra de arena fina de unos 6 u 8 centímetros de anchura («es la cámara que mantiene la caldia»); y, a continuación, la piedra, labrándose las del borde del horno en las canteras de San Juan de la Rambla.

La piedra de cal venía de Gran Tarajal (Fuerteventura) en veleros: El Tasón, La Evelia, El Paco, La Estrella, La Juanita, La Lasca, La Nemesia (el más chico, 60 toneladas)... y también en vapores, más recientemente: El Gando, El Paloma (era el mayor, 400 toneladas). Atracaban los barcos en La Burrera (lugar donde abundan los peces llamados burros), a unos 200 metros de la orilla. En botes, uno iba y otro venía, la trasladaban hasta El Puertito donde había dos embarcaderos: para mar llena y vacía, respectivamente. Desde allí, a fuerza de brazo, se subía hasta la planicie ubicada en el lado oeste donde se pesaba para comprobar la cuantía de la carga (500 kilos cada pesada); y a continuación -primero en carros y más tarde en algún camión pequeño- hasta los hornos situados a una veintena de metros, en dirección sur.




La piedra se partía con un martillito pequeño, en fragmentos de 10 o 12 centímetros: “nunca mayor, porque los corazones quedaban crudos». Encima de la parrilla del horno -que soportaba la carga- se ponía rama de brezo seca y sobre ella manadas de leña. A contlnuación dos cestos de carbón, mojándolo previamente, y cuatro de piedra de cal, prosiguiendo con camadas de ambos materiales, aunque acrecentando progresivamente sus capacidades al aumentar también la anchura de la cámara del horno: «empieza por cuatro y termina por dieciocho».

Por debajo de la parrilla se dispone un poco de leña y gasoil, prendiéndole fuego, logrando que también empiece a quemarse el material vegetal y el carbón depositado en la cámara alta. Transcurridos cuatro o cinco días, la llama empezaba a asomar por la boca o parte superior del horno: «parecía un volcán, rojo, precioso». Y se le empezaba a sacar piedra de cal quemada por debajo, maniobrando convenientemente, para ello, los hierros de la parrilla y «escardando» por la parte inferior con un hierro largo, de media pulgada y 2 metros de longitud, provisto de una camba en su punta delantera. El horno no cesaba de funcionar; cada día se extraían 100 fanegas, de modo que: «lo que se sacaba por abajo, lo poníamos por arriba, carbón y piedra cal».

En carretilla, uno de los trabajadores transportaba la piedra al almacén, mientras que el otro la preparaba: le echaba un poco de agua, le daba vuelta con una pala y la rociaba con un regador: «ella iba abriendo como una flor». Luego, transcurridas dos o tres horas, «le decíamos terciarla, con un sacho jalándola, con un sacho largo, y otro con un regador por arriba». Concluidas las señaladas operaciones, la cal se cernía y se amontonaba en una de las esquinas del almacén.

De todas partes de la comarca, incluso desde Teno Alto, acudía gente a comprar cal allí, producto que en la historia local aparece documentado desde los momentos posteriores a la conquista europea de la isla (1496). Primero en burros o en carros tirados por yuntas de vacas; más tarde, en camiones. Se vendía barata, por fanegas: «doce paladas de cal, una fanega».




Los usos de la cal fueron fundamentales, diversos: blanquear el azúcar, «disecar los muertos», desinfectar los terrenos, construir («antes no había cemento»), albear o pintar las casas..., «matar el mujo» de los varaderos de la mar, e incluso (es un dato recogido en El Hierro) un puño de cal sirvió para erradicar los garapos o larvas de mosquitos en los aljibes.

La industria de la cal -tradición milenaria de gran valor cultural- sucumbió «porque vino el cemento, ya era más fácil, menos trabajo hacerlas obras con cemento». Y con el cemento apareció también la aluminosis, que tantos quebraderos de cabeza ha originado, máxime a las numerosas personas que la han padecido.

Estamos convencidos de que la cal es mucho más que materia. Más higiénica y agradable que el cemento. Nadie ha hecho nada, que sepamos, por recuperar (con fines turísticos, culturales, económicos...) este rico legado. Muchos de los hornos de cal -abundantes en todas las Islas hasta mediados del pasado siglo- han sido aniquilados o se encuentran en estado ruinoso. También ha ido a menos la memoria, el recuerdo de personas que convivieron con y de ella, como es el caso de Fernando Hernández Álvarez, nuestro sorprendente y enriquecedor personaje.

Le gusta escribir, como a él le gusta decir, «historias bonitas», referentes a la naturaleza y ala cultura tradicional, muchas de ellas, -involuntaria e incomprensiblemente- - desconocidas por las jóvenes generaciones. Algunas las ha pasado a la escritura, otras prevalecen en su impresionante y generosa conciencia, evocadora de estampas y vivencias hoy ausentes: El Charco o Pozo Babón, Los medianeros de la costa, Felipe el Herrero y Juanillo Ratón, Pesca litoral, Toponimia... Retazos de la vida de un pueblo, el de Los Silos, donde, al igual que en otros, había «cuatro ricos y un montón de pobres». Y donde no faltaron significados personajes que se batieron luchando por dignificar y mejorar la condición económica y cultural de la mayoría silenciosa. Ahí están los nombres de Manuel y Jesús Illada Quintero, José Gorrín Martín... que tanto hicieron por los demás, actores de los episodios de Fernando Hernández.

Las autoridades locales deberían abrazarlo y animarlo a que continúe sorprendiendo y complaciéndonos con sus escritos, sencillos y colmados de corazones de piedras de cal.


Este artículo ha sido previamente publicado en la revista El Baleo, editada por la Sociedad Cooperativa del Campo La Candelaria en 2005.

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Comentarios
Jueves, 08 de Marzo de 2012 a las 20:12 pm - Su hijos y nietos

#03 Estamos muy orgullosos de él. Ojalá nuestros hijos hereden su mejor legado: la honestidad y el amor desinteresado por los demás.

Jueves, 14 de Febrero de 2008 a las 19:38 pm - Manuel Jorques Ortiz

#02 ¿Es este Fernando Hernández Alvárez el que hizo conmigo el servicio militar en Sidi-Ifni?

Alli tambien habían hornos de cal en el que trabajaban los nativos, tanto libres como presos, en los que estuve dos veces vigilando a los presos en 1.961-1.962.

El relato me ha parecido precioso.

Jueves, 22 de Junio de 2006 a las 21:57 pm - Fernando Hernández Regalado

#01 Gracias por hacer que mi padre aparezca en estos medios tan modernos en los que él jamás imaginó que pudiera aparecer.

su hijo.