Nos enseñaron desde pequeños que hay una disciplina que se llama historia. Es el relato que cuenta el devenir de los humanos, sus sociedades y la forma en que los pueblos nacieron, florecieron y, muchos de ellos, desaparecieron, para habitar el recuerdo -una vez muertos- entre los silenciosos muros de las bibliotecas. Y sólo ahí, ya que no se concibe la historia sino desde el lenguaje escrito, sobre un soporte más o menos perdurable.
A poco que uno se fije, se da cuenta de que esa “historia” -la de la escuela oficial- está escrita con muy pocos elementos. Básicamente tres: oro, sangre y coronas. Es la reseña escrita de los reyes, los grandes movimientos económicos y las guerras. La historia de los que mandan, de los vencedores de batallas, de los que conspiran, de los que manejan hilos, de los que convencen y manipulan a las multitudes, de los que se auto-proclamaron como elegidos de Dios. La historia de los que luego acaban siendo una solemne estatua en la plaza mayor... sobre cuyas frías cabezas van siempre a cagar las palomas.
Pero yo creo que hay otra historia posible. Es la historia de los que viven a pie de calle, de los que hacen la cotidiana empresa de construir esos pueblos. En ellos está la historia que verdaderamente nos hace humanos: la de la madre que acuna a sus hijos; la del panadero que amasa el mundo con el pan de cada día; la de los estudiantes que alimentan el futuro; la de los enamorados y sus poemas que nunca llegarán a editarse, pero que hacen posible la magia del amor; la del luchador, que no llegará a las olimpiadas, pero que fundamenta en su gesto la nobleza de un pueblo; la de aquellos que barren la tristeza en tiempos de oscuridad y también la de aquellos otros que abren las ventanas para que entre en la casa el sol de las alegrías. En definitiva, parece que hay una historia que se escribe... y hay otra distinta, que es la que se vive.
Pero, al margen de una visión meramente romántica, tenemos que considerar que desde el punto de vista patrimonial e histórico (si entendemos la historia en un sentido un poco más amplio), va siendo hora de considerar que el pulso diario de un pueblo, sus creencias, sus preocupaciones, la forma de entender la vida y sus expresiones artísticas, merecen la más respetuosa de las atenciones. Pero no por obsesión localista, sino por la inteligente postura de entender que los humanos somos complejos y que -además- hay un patrimonio que ni se puede archivar en los legajos, ni se construye con cemento, ni debemos dejar morir.
¿Y cómo “leer” esa historia que no se escribe? Una catedral gótica es algo así como una Biblia escrita en piedra. Un trozo de montaña rota por la erosión, algo así como los fotogramas de los momentos geológicos de un lugar. Una romería -por ejemplo- es el libro de historia de un pueblo, abierto por la página amable del capítulo de su fiesta.
Las romerías eran -inicialmente- un viaje a la ciudad santa de Roma. De ahí viene su nombre (romaría derivó con el tiempo en romería). Sin embargo, en Canarias, cuando hacemos una romería, no vamos de visita a una remota y santa ciudad. La mayoría de las veces, cogemos a nuestro santo local y lo paseamos por las calles del pueblo, acompañado por un cortejo ritual en el que la correntía de la vida, siempre la misma, siempre cambiante, se plasma en toda su extensión. Por un día, como queriendo gastar la vida en excesos, abrimos todas las ventanas, sacamos toda la comida y cantamos toda las canciones. Y así revitalizamos nuestra esencia, para construir un futuro basado en el respeto al pasado, en el compartir, en el anonimato de la colectividad que se apoya mutuamente, que no pretende trascender ni escribir la historia, sino vivirla y perpetuarla en el nombre de la tierra que habita, de la cultura que le ha sido dada, de la música que sabe cantar.
Tegueste es el ejemplo de un pueblo que ha aprendido a entender, a leer y escribir esa historia. Desde hace años, me ha llamado la atención que las estatuas que adornan las plazas del algunos de sus barrios, representan las escenas cotidianas, sencillas y emotivas de su devenir popular: las anónimas manos de un timplista, el gesto esforzado y noble de dos luchadores... Por otra parte, la Romería de San Marcos Evangelista no es sólo la primera en el calendario romero de Tenerife, sino una de las más participativas y celebradas de todo el archipiélago. Y, pese a que los tiempos cambian y siempre hay concesiones a la mal entendida “modernidad”, su esencia se mantiene en los pilares básicos que la definen.
El más llamativo de los elementos de la romería es el que representan las carretas. El carro ha sido un símbolo mítico y sagrado desde la más remota antigüedad. Más de 7000 años tienen algunas de las representaciones de carros, que siempre tienen que ver con la intención de propiciar la Fertilidad de la Naturaleza para que mágicamente hubiese grandes cosechas. Y así, en antiguas culturas se practicaban concursos de carreras de carros de carácter religioso y agrícola, así como procesiones en carro y barcas, generalmente tiradas por animales. En Tegueste, los carros tienen que ver con el rito de la comensalidad, con el olor a carne fiesta, la hospitalidad y el gusto por el adorno artesano. Como detalle especial: la habilidad de convertir el grano en pigmento puntillista para representar complejas escenas campesinas. Pero dentro de los carros romeros, hay una variante que es la que más nos llama la atención: los tres barcos veleros que, sobre ruedas, navegan una vez al año el piélago imposible de las calles teguesteras.
Son pocos los municipios canarios que no tienen mar y Tegueste es uno de ellos. Pero, en un archipiélago que en general vive de espaldas a ese mar, curiosamente el Atlántico viene a traer la maresía en el festivo encuentro del campo con el océano. Acaso herencia remota de los carrus navalis de los antiguos romanos, acaso una representación del miedo a olvidados ataques piráticos... Sea como fuere, los tres navíos de Tegueste forman parte de la esencia de esta romería a la que, hace unos años, dediqué una copla en nombre de sus barcos:
Veleros de tierra adentro
navegando en romería
con una yunta por viento
y coplas por maresía.
Otra singularidad de la Romería de San Marcos es su afamada danza de arcos de flores. Son muchas las culturas que tienen danzas de cintas y es conocida la notable antigüedad de tan extendida costumbre, en países de varios continentes. Parece ser que la primitiva tradición de bailar en torno a árboles sagrados diera lugar a las actuales versiones de las cintas, arcos y demás variedades de danzas rituales, siempre acompañadas en Canarias del rítmico y ancestral Tajaraste. Curiosamente, dicha tradición pertenece en exclusiva a la isla de Tenerife, en la que varios municipios comparten el desarrollo de una danza que es siempre procesional y se ejecuta bajo la advocación de un santo local. En este caso, la danza de Tegueste no deja de ser una de las más singulares, por cuanto no se realiza con cintas, sino en una versión mucho menos conocida (y acaso más antigua) de arcos de flores. Obligada mención merecen los ejecutantes de esta danza: en su mayoría, descendientes de don José González Hernández, “el tamborero”, que supo legar su magisterio a dignos depositarios de tan valioso tesoro artístico. Para ellos va esta cuarteta:
Cuando contemplo la danza
enamorado imagino
enredándose en los arcos
tu corazón con el mío.
Pero, aparte de carretas, navíos y danza, la romería no se entiende sin las parrandas y los grupos folklóricos que -de forma más o menos organizada- acuden a formar parte de ese barranco humano, llenando de sonidos emotivos el cauce de su esencia. Gentes de todas las islas, y de cualquier lugar, son bienvenidos a participar en un festejo común que garabatea en el viento su leyenda, a golpe de coplas, a sorbos de vino y primavera. Y por encima de estribillos, del tambor del tajaraste, de chácaras y hueseras, de ajijides y bandurrias, se alza el repiqueteo inconfundible del timple, “furrungueando” las ganas de abrirle el paso a la vida.
Tengo un timple de don Gilberto Ramallo. Teguestero, de sabias manos. Me llamó un día, sin conocerme y, sin más, me ofreció un magnífico instrumento. “Si te gusta, es un regalo” -me dijo-. Y yo ando desde entonces en el esfuerzo de ser merecedor de tan especial presente.
Así es este pueblo, suena bonito, es generoso y está hecho de buena madera, como los timples de Ramallo. Un pueblo que escribe su historia con letra orgánica y gesto sincero. Un hogar común cuando llega su fiesta. Una fiesta, que bien podría pregonarse con una sencilla copla:
Mi timple canta alegrías
al llegar la primavera
pues Tegueste nos espera
con aires de romería.
¡Viva Tegueste!
¡Feliz Romería!
Si quieres ver el programa de la XXXVIII Romería de San Marcos pincha aquí.