Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

La condición humana del insular.

Domingo, 25 de Diciembre de 2005
Domingo Pérez Minik / Ilustraciones de Santiago Santana
Publicado en el número 84

Se trata de establecer algunas consideraciones sobre el hombre insular, su condición humana, su naturaleza, sobre qué es un canario, esa criatura nacida en este archipiélago.



Tenemos que admitir que este hombre es un español pero menos, o más, que vive en unas circunstancias políticas y económicas determinadas, en algunos lugares de carácter feudal y, en otros, arrollado por la sociedad industrial de masas contemporáneas, sin poseer la industria adecuada que lo soporte, que es héroe de una pequeña o gran historia nacional o parroquial, que se ha desenvuelto dentro de la órbita de la cultura europea, que muchos pertenecen a razas occidentales muy definidas y algunos no, que los hay rubios como ingleses o morenos aceitunados como moros, que en su alma se encuentran vestigios sobresalientes de Don Quijote, Don Juan o los inquisidores tradicionales, de Guzmán de Alfarache o de Ángel Guerra, pero también profundos estratos de la alegría campanuda de un Arcipreste, un Sancho Panza o un Apolonio, que entre nosotros nos es fácil encontrar cualquier Hamlet, Falstaff o Lear, que pueden diferenciarse por su posición social de burgueses o proletarios, pero hemos de añadir que entre todas estas maneras de ser y estar hay en último extremo algo que los funde a todos en un pueblo sometido a una igual realidad física y espiritual: la que les confiere su condición existencial de habitantes de unas islas. Nos hemos pasado la vida preguntando si esta condición es fundamental o sólo transitoria, que si insertados en un régimen económico distinto este canario dejaría de serlo, y pronto se nos aparecería en un plano de igualdad con el personaje de otras latitudes que se desenvuelve en un mismo orden político, y, por último, que si la sociedad acelerada de masas que padecemos hoy lo transformará de tal manera que no haya posibilidad de reconocerlo en el del pasado, lo que quiere decir que este mismo hombre que somos nosotros en estos días ya poco tiene que ver con el protagonista de la historia de Viera y Clavijo, con el de Unamuno y Alonso Quesada, o con el que descubrió el poeta francés André Breton. Vistas las cosas con tranquilidad, todavía el insular sigue manteniendo una cierta autonomía en su condición humana. Todas las interpretaciones que se nos han dado a lo largo de las formas de la cultura europea, la del Siglo XVIII y Humboldt, la del ochocientos y su romanticismo folklórico y la del siglo XX con los surrealismos y existencialismos vigentes han conservado siempre en el concierto de sus metafísicas al insular intacto.

Sucede que observado todo este mundo de valores desde este sitio en que nos encontramos actualmente, lo reconocemos como maneras de pensamiento más o menos amañadas por todos esos filósofos, líricos e historiadores que nos han estudiado, considerándonos como graciosos ejemplares para el servicio de sus laboratorios. Nada de esto intenta afirmar que nosotros no cambiemos, que no nos sintamos en permanente evolución, como cualquier pueblo, por pequeño que sea, que los canarios de 1968 no se estimen distintos de los de la época de la malvasía, la cochinilla o la trata de negros, de los de Nelson o Pérez Galdós. Tenemos la esperanza que nuevos condicionamientos económicos y políticos, que son irreprimibles aunque se piense lo contrario, nos transformarán más y más, y llegará el tiempo en que las metafísicas, las de ayer y las de hoy, no nos sirvan para nada. Nos llena de alegría que estas inéditas situaciones de la historia hagan de nosotros unos seres más civilizados, que se nos capacite para alcanzar una plenitud personal y social, que nuestra existencia vaya perdiendo ese imperativo geológico radicado entre el recuerdo de un paraíso perdido y un purgatorio opresor de abandono. Hegel, en su "Filosofía de la Historia", al estudiar la civilización del archipiélago del Mar Egeo, no nos hace presente ese sentimiento de exilio y la conciencia de estar condenados que da una caracterización autónoma al hombre de las islas, pero sí destaca en primer lugar la voluntad de cambio de que está poseído. Pero tenemos que admitir que no existiría esa voluntad de cambio si no existieran previamente los elementos integrantes que determinan esa infelicidad que no queremos soportar y que nos acucia el abandono. Mientras no se produzcan otros acontecimientos en esta demarcación insular que vivimos, una mutación profunda que naturalmente ha de cambiar hasta el hombre mismo, y no nos debe extrañar porque ya estamos viendo lo que les pasa a los ingleses, hoy tenemos que contentarnos con sacar a primer término los ingredientes constitutivos de la condición humana del canario.

Cuando se ha intentado seriamente darle figura a la mejor poesía de las islas se habló con insistencia de su aislamiento, de su intimidad y de su cosmopolitismo. De Unamuno a Valbuena Prat, todos han coincidido en estas notas sustantivas, que con seguridad pretendían diferenciar nuestra lírica del resto peninsular. De cierta manera, la mayor parte de estas definiciones nace de un hecho concreto, vitalísimo y activo: el impuesto por la geografía que nos ha tocado vivir. El aislamiento ha de entenderse como un mero acontecer físico que trasciende a lo espiritual. Asimismo, el cosmopolitismo e, incluso, el sentimiento de la intimidad y la proyección más o menos objetiva del mar. Parece como si partiendo de un criterio naturalista, es decir, establecido como corolario de una precisa observación geográfica, se hubiera pretendido describir el ser o la esencia de nuestra poesía. No vamos a discutir esta manera de entender la crítica o la historia literaria, tan afincada en la mentalidad de los hombres del siglo XIX.


La meseta castellana y Don Quijote, la tensión del paisaje ruso de arenas negras en Dostoyevski y la novela eslava, y la libertad y el sentimiento de la polis en las islas griegas. Lo que nos interesa por ahora es penetrar, en la -medida de lo posible, hasta esa relación que existe entre el canario y la geografía, cómo éste la vive y siente, y cuáles son sus dependencias y autonomías. Que su tierra y su mar han marcado a la lírica insular no debemos dudarlo. Pero que esto no es todo en las actividades de su espíritu, es idea que tampoco debemos desechar de manera terminante.

El hombre canario ha vivido constantemente muy cerca de su geografía. Este hecho ha señalado todo su orbe de actividades. Sus abundantes poetas, que no conciben la poesía sino como paisaje, sea exterior o interior, afirman esta proximidad. Sus trabajos para ampliar el contorno sobre el cual viven, ya hacia dentro en busca del agua escondida, ya hacia arriba cultivando las zonas de cualquier altura, indican su sentido preciso del espacio geográfico. No hablemos de ese otro sentido, tiempo y espacio fundidos, tan despierto en el hombre insular, y que lo arranca de su demarcación física para convertirlo en un emigrante por exigencias económicas o políticas pero acaso y también por el sólo deseo de contemplar a sus islas en lejanía y con melancólica perspectiva. Pero la geografía, por su vecindad, por su generosa variedad y por su limitado tamaño, oprimió a este hombre invitándolo lo mismo a la separación lejana que al trabajo más penoso. En parte, la geografía determina en los habitantes de todas las islas su sentido de la independencia.

Si la independencia del hombre constituye la sustancia de su espíritu, hemos de admitir que aquélla no se verifica sino a través de una fuerte actividad. Esta actividad está bien expresada por el canario en su osadía para trabajar la tierra, en su disposición aventurera que lo capacita para abandonar con sencillez su recinto geográfico, en su facilidad para fundirse con lo extranjero. Pero, como se verá, no existe en la naturaleza ningún lugar más cargado de riesgos para la independencia de la criatura humana que una isla. Este riesgo de la independencia no lo ha sabido nunca resolver nuestro hombre como Dios manda. Muchas veces se pierde en una evasión delicuescente y va a otros países para desenredarla, poniendo agua y tierra por medio. Otras, se inventa como juego complaciente una monstruosa admiración narcisista al tropezar constantemente con su paisaje para ocultar el complejo de una insidiosa vecindad inevitable. O bien se retira a sus defensas humorísticas, cargadas de recelo y pesimismo agridulce, como respuesta a las contradictorias fuerzas de pasión y convivencia que le depara la problemática de su vida tan estrechamente reducida. En todos los casos, para el buen orden de la historia, nada de esto sirve para nada.

Los únicos que se han aprovechado hasta ahora son los poetas, los extranjeros y los filósofos de paso. No sabemos hasta qué punto el canario, como buen español, superado o degradado, sea ese hombre que en su más temprana adolescencia por tantas razones políticas conocidas, se haya hecho preguntas reiteradas sobre su condición humana, su destino o su trascendencia. Lo que no nos ha de extrañar es que los mismos bisabuelos de aquellos capitanes y traficantes que vinieron a las islas en la hora de la conquista, cuando España casi no lo era, meditaran, de manera precursora y unamuniana, sobre el ser y la existencia de nuestra nación. A todos los países les ha pasado lo mismo. Lo que es diferente es la sustancia de esa meditación. La nuestra, la mayoría de las veces, ha sido nociva, ruinosa, repleta de riesgos, inoperante para nuestra salud física, agobiada para nuestra higiene mental. Y no cabe duda que se ha encontrado una justificación para esta introvertida manera de vivir; y no podía ocurrir de otra forma, dadas las circunstancias religiosas, políticas y sociales que hemos padecido. Nuestra historia fue en gran parte un error. Entre buscar a los culpables y corregir tan ilustres errores hemos agotado todas nuestras energías, las del cuerpo y las del alma.

Los canarios nos separamos un poco de esta configuración unánime nacional. A los canarios, aparte de vivir en el archipiélago, hecho que les da su distinción y su identidad, no les ha sucedido otra cosa, de modo muy natural, sino hacerse comerciantes, poetas y emigrantes, incluyendo, claro está, algunos otros muy importantes estilos de vida, marinos aventureros, negociantes de mar y tierra. Sobre la poesía, los canarios han andado con facilidad, con la misma audacia que sus emigrantes han navegado por todos los mares del mundo. Poeta y emigrante, nuestro insular es ese hombre que cuando se queda a solas, canta. Pero este canto no lo resiste mucho tiempo y, pronto, sobre el vehículo circundante de su geografía pone un puente de plata y con buen fresco emigra, llevándose a las islas en su corazón.

Con estos elementos parecería fácil determinar la esencia del canario. Pero no es así. Es comprensible que este hombre nuestro no tenga la personalidad de algunos otros pueblos peninsulares, del catalán, del vasco o del andaluz, aun cuando todos ellos, como asimismo el canario, en último término, estén unidos por ese mismo hilo de color, agreste o fino, autónomo y reconocible a grandes distancias de lo español. Por primera vez, el habitante de La Gomera, Gran Canaria o Tenerife se ha sentido distinto del resto peninsular en los momentos de sus grandes emigraciones a América, Cuba o Venezuela. Recordemos las especiales legislaciones que algunos de estos países extranjeros nos han concedido. Después, esta distinción se ha seguido acusando en nuestras guerras de África o civiles. Este canario que llegaba a un campo de operaciones percibía con lucidez que no sólo su folklore, su manera de comprender o hablar eran diferentes, sino que también lo eran su sentido crítico o mágico del mundo, el tiempo de sus reacciones psicológicas y hasta el despliegue de su moral práctica. Es más, se puede llegar a decir que, bien visto, existía una mayor separación entre sus estilos anímicos que entre sus folklores, música o canto, danza o trajes populares. Lo que nos afirma hasta qué punto estos últimos elementos son más adjetivos que sustanciales, a pesar de todo lo que se habla por ahí.

Estas apreciaciones no deben escapara cualquier valor social o político. No sabemos a ciencia cierta cómo se enriquece más una nación: si unificándola y creando formas universales de vida o sosteniendo en vilo una diversidad de regiones o pueblos. En la situación actual del mundo ese valor nación, no decimos el Estado, va debilitándose camino de un conglomerado de Superestados, fundidos con ecuménicos intereses y mínimas discrepancias: Norteamérica, Rusia y Europa, y más lejanos pero siempre reconocibles, Asia y África. Da la impresión como si nos acercáramos a un nuevo Renacimiento más amplio y totalizador en su sentido del Estado nacional, pero asimismo hacia una nueva Edad Media, en la universalización de las creencias religiosas, sociales o políticas. En esta situación de encrucijada histórica da la extraña casualidad de que un pueblo español tan minúsculo como el de las Islas Canarias aparezca en un momento grave de su proyección vital y necesaria y, en vez, de irse despersonalizando abstractamente fundido con una corriente líquida internacional de valores, intenta, por su natural juventud, concretarse de modo individual sobre una esfera de multiforme liberalidad.



Una isla se debate siempre sobre el campo dedos fuerzas irreconciliables. De una parte existe como una gracia caída desde el cielo que se convierte en la belleza de una naturaleza singular o fecunda, en un fresco alisio, en una fácil independencia. De otra parte, existe como una condenación, exponente espiritual de su aislamiento físico. Es muy frecuente observar en todas las islas, del Japón a Creta y de las Canarias a las situadas en el mar de las Antillas, elementos comunes que les dan una caracterización muy sorprendente: la falta de espacio uniforme, la clausura que pone el mar a su recinto y el sentimiento de un tiempo detenido. Estos elementos posibilitan la creación de un lugar paradisiaco, pero, al mismo tiempo, ofrecen el mayor peligro para la realización de toda cultura superior, la que supone un orbe de incitaciones, de movimientos y de respuestas, en suma, de cambios fundamentales en el cuerpo y en el espíritu.

Los historiadores y los geógrafos están de acuerdo en admitir que sólo los espacios dotados de un grado relativamente alto de tempestuosidad y con duración larga han sido capaces de producir civilizaciones del más alto nivel, lo mismo en el pasado que en el presente. Los climas monótonos son desfavorables para establecer la mutación ofensiva que se necesita para andar con desosiego y actividad por el mundo. La vida paradisiaca tiende a la depresión, al amortiguamiento, a la soñarrera. De cierta manera, para pasar de un estado a otro hace falta un ingrediente de poderosa incitación, un enemigo, una contracorriente, un aguafiestas. Las condiciones del contorno geográfico de nuestras islas hicieron posible el estancamiento, la quietud y ese jardín de las Hespérides de nuestros idílicos guanches. De no haber llegado los españoles aquel estado de cosas se hubiera prolongado indefinida y plácidamente.

Para salvar estos enormes peligros para su salud física y anímica, al insular no le cabe otro remedio sino exilarse por su propia voluntad y regresar luego con el tesoro de sus grandes correrías por el ancho mundo, o manteniéndose en su paraíso, excitar al extranjero a venir a su encuentro, cuanto más extranjero mejor, bien para convivir amigablemente, bien para sostener un debate fecundo de recelos y sugestiones. También otro método de actividad salvadora lo podemos establecer haciéndonos una guerra convencional los unos a los otros, idea no del todo descabellada y que muchas veces hemos puesto en práctica en los regímenes políticos de libertad. Pero si no existe la libertad, este método no sirve para nada. Que es el caso que vivimos nosotros. Hemos de afirmar que en estos días ya es difícil la llegada de otros pueblos aventureros a las islas en plan de conquista, dadas las circunstancias económicas vigentes, y no nos queda otro destino sino esperar la llegada del extranjero. Este extranjero viene a representar en nuestro tiempo, para el hijo de este archipiélago aquí encallado definitivamente, el papel de los chinos en la civilización posterior del Japón, el de los sajones en el desarrollo de la Gran Bretaña y el de los españoles en la conversión de estas tierras. Hay grandes diferencias en sus resultados, pero el fenómeno incitador experimental y el hecho de sus respuestas han sido en todas las historias similares.


El extranjero provee al factor creador interno de: hombre insular de un estímulo constante, capaz de suscitar las variaciones más poderosamente activas. Este extranjero cuanto más distante mejor, y cuanto más extraño y más inaccesible, más fecundo. Esta situación sugestiva que levanta la llegada del extranjero es fácil observarla en los mundos reducidos de los inventos humanos, como en el deporte, en las artes y en la técnica agrícola. Es más complicado descubrirla en los círculos más amplios y generales. aquellos que afectan a las raíces mismas del insular, al espacio del sentimiento o de las creencias, porque para que esa conquista fuera valedera en corto plazo sería necesario el desplazamiento de grandes contingentes y la efectividad de una lucha por la independencia, hechos todos muy enojosos de mantener en un ámbito tan racionalmente ordenado como el de hoy. Especializados los españoles en guerras civiles, que nunca fueron populares en estas islas, todas las demás carecen en la actualidad de significación. Terminada históricamente la época de las grandes migraciones de los pueblos, y si reconocemos como imposible el trasplante de normandos y sajones de experimentación, salvo lo frívolos elementos del turismo, no nos queda otro remedio sino abrir los brazos al forastero que viene en son de paz a compartir su arte, a aprender' el cultivo nuevo del tomate o a llevarse una muchacha canaria.

El extranjero siempre quiebra un estado de inercia, de estancamiento, de sosiego. Su aparición produce un mundo inquietante de cosas lo mismo en el recinto de las ideas que en el corazón de una mujer, o en el sistema de arados del campo insular. Llega así hasta la confrontación de los hechos morales puestos en pugna o juego. El habitante del archipiélago, que tiende a la placidez en la monotonía de su lugar paradisiaco, frente al extranjero necesita cambiar de posición, tender el músculo, acelerar su tiempo anímico para responder dignamente a esos golpes insólitos que el recién venido da en la puerta de su casa habitual. Éste actúa como esa ráfaga de aire duro que violentamente abre una ventana. Sin duda, se debe afirmar que no todo lo foráneo es bueno. Es más, muchas veces es muy malo, pero este mismo insular al establecer un orbe de relaciones y de medidas con el que viene, se rehabilita y despereza, y comprueba la seguridad y dignidad de su vida, de su técnica o de su saber. Pero la verdad es que si el extranjero no aparece, ni aun estas cosas que nos enaltecen las llegaríamos nunca a conocer. Este extranjero incitante se llama en nuestras islas: diablo entrometido, en el lenguaje histórico de Arnold Toymbee, alisio o harmatán africano en el de los geógrafos, cultivo del tomate o de la patata en el de los agricultores, "modernismo" o surrealismo en la expresión de los poetas, y aislamiento trágico en la alta y desosegada moral de Miguel de Unamuno, que fue precisamente uno de los pocos hombres españoles que nos descubrió en la persona heroica y apasionada de Alonso Quesada.

Desgraciadamente, descubrió nuestro aislamiento, cuando nosotros no lo sabíamos; después de haber vivido aislados tantos años seguidos. La gente no lo sabía porque a los canarios nunca nos gustó vivir en el infierno y siempre quisimos superar dialécticamente esta condenación geográfica o metafísica con el exilio, el trabajo que crea formas de nueva civilización o el humor entrañable y melancólico de una convivencia integradora.

Siempre nos hemos preguntado cuál es la razón última o primera, por qué el insular siente la propia naturaleza de su recinto geográfico como muy presente en todas las actividades de su vida. No creemos que este sentimiento, porque se trata de un sentimiento, lo experimenten con el mismo peso y gravedad el hombre del valle, el hombre de la meseta o el hombre alpino. Al fin y al cabo, una isla vale tanto como cualquier lugar de la tierra. Vale tanto desde muchos aspectos de nuestra cultura, pero no gravita tanto ni tiene una tan clara noción en el espíritu de sus habitantes. Éstos, siendo de una isla, pueden ser también de valle, de altiplanicie o de montaña, pero, al mismo tiempo, son aquellos seres que viven cercados por el mar y que se sienten como encadenados en una roca. Cuando viajamos tenemos los canarios una tendencia desorbitada a establecer relaciones. Cuando permanecemos en nuestro país no vemos la hora de separarnos de él. Cuando estamos fuera, presumimos de nuestra condición y no nos tranquilizamos hasta reintegrarnos al aislado solar. Cuando llega el forastero lo acogemos con cierto énfasis, sólo con la intención de que nuestro marco geográfico adquiera relieve y originalidad. Si somos lectores, nuestra mayor preocupación es saber las veces que William Shakespeare cita en sus dramas a nuestro malvasía o saber el concepto que cualquier geólogo tiene de nuestro volcanismo. Si nos gusta la historia, y aun sin gustarnos, estamos pendientes del lugar que ocupan en ellas las islas, la significación de su proceso evolutivo, el destino que les ha cabido soportar. Así hemos leído a Bossuet, Vico, Gibbon, Hegel, Toymbee y Spegler, a los viejos y los modernos, y, especialmente, a los que han tratado de erigir vastas teorías sobre el nacimiento de las civilizaciones. Como si por ser canarios nosotros quisiéramos poner nuestro pequeño o gran ladrillo en construcción tan increíble.

Hasta que llegamos a la lectura de este famoso "Estudio de Historia", de Arnold Toymbee, que como ningún otro historiador concede a las islas un puesto privilegiado en su investigación. Todos saben que éste es un libro apasionante y acaso la más extraordinaria síntesis que se ha escrito sobre la vida del hombre en todos los lugares de la tierra. Todo en él parecía encaminado a explicar lo que entrañaba en el universo de este hombre la cultura griega la inglesa, la de Sicilia, la polinésica o la del Japón. Siempre podríamos inquirir qué relación nos alcanzaba al estudiar la civilización minoica, la británica o la de Islandia, cuando no sabíamos nada de la de nuestros aborígenes, que no superaron nunca cualquier estado neolítico de vida, y, cuando la nuestra, después de la conquista, era española por los cuatro costados, como consecuencia de la inferioridad y exterminio de estos primeros pobladores, y a su sombra nos habíamos desenvuelto históricamente. Los griegos, ya estamos informados, inventaron muchos valores humanos: la filosofía la democracia, un teatro, un estilo de estar en el mundo, la ciencia; Los ingleses: una forma política imperecedera, un derecho, una manera de comercio, una poesía lírica y un sentido de la tolerancia; El mismo Japón ha descubierto que una civilización ancestral puede reforzarse con los ingredientes de una civilización modernísima la de la técnica, sin que ninguna perezca, hecho decisivo para el porvenir del Asia. En cambio, sabíamos que el hombre canario no ha hecho ningún invento de validez universal, ni pequeño, mediano grande, sino que se ha desenvuelto ajustado a lo que le llegaba desde fuera, lo español o lo extranjero. Reconocíamos que era pedante, que era enfático, querer establecer una relación de semejanza con esas sociedades nacidas en una isla que habían aportado sobresalientes cosas e ideas a la cultura superior del mundo. No obstante, afloraba a esa última zona del espíritu, la que está más cerca de la tierra, una razón de peso que nos decía que estábamos en posesión de algunos valores psicológicos y sociales que nos aseguraban una cierta personalidad, la que nos hacía distintos de los españoles o de los extranjeros que no eran insulares.



Hasta hoy hemos tenido que aguantar los insulares las más diversas interpretaciones de los filósofos occidentales, de sus comerciantes, de sus colonizadores. Desde Platón a los poetas actuales, estos continentales han considerado siempre a las islas como demarcaciones que sólo servían para alojar los residuos más o menos degradados de su propio saber. Ya Platón en sus "Leyes" no admitía sino tres formas de civilización. Después del diluvio, ha de entenderse el diluvio platónico, se establecieron tres clases de formas políticas sobre la tierra: la más simple, asentada en los montes, la de más confianza en sus faldas, y, por último, la de las llanuras, la más progresiva. Pero alguien tuvo que rectificar esta meditación del pensador ateniense, tan incompleta. El geógrafo Estrabón añadió a esta nomenclatura ese tipo de ciudades que han creado los hombres de las costas y de las islas, lugares privilegiados, según su propia confesión, para fundar estilos más polémicos de gobierno y para una mayor diversidad de los hábitos y las costumbres. Este atrevido Estrabón nos confirió al menos una existencia concreta, original y visible, para bien o para mal. El mito de las Atlántidas fue inventado por mentes de tierra adentro, que habían dado ya la espalda al mar y se olvidaron de sus orígenes. Para celebrar el triunfo de Atenas, las sumergieron en el océano más allá de las columnas de Hércules, con su purgatorio y su paraíso, y se quedaron tan tranquilos. Los habitantes de los restos de este naufragio hemos tenido que soportar los mitos más enrevesados, indescifrables y agobiantes. La paciencia ha sido siempre larga. Con metafísicas idealistas o sin ellas, lo que ha salvado en todo momento a este insular de su condenación fue su afán conflagrativo de disputarse palmo a palmo su existencia con la geografía que lo circunda, lo atenaza o lo envilece. De no permanecer en estado de lucha su propio ser perecería, ya que este ser más que un don fue siempre una conquista. La insatisfacción del hombre del archipiélago y su gusto de la aventura, su intranquilidad esencial fueron bien demostrados a lo largo de su historia por su voluntad de abandonar el recinto en que vive para crear en otras islas los maduros frutos de su descontento. Es curioso observar cómo este fruto no lo coloca nunca este insular en el continente, del que se ha supuesto son las islas el resultado de su desmembración.

No hemos tenido otro remedio que resistir las acometidas de esas largas o cortas meditaciones que los filósofos, los poetas y los periodistas han ido volcando sobre nosotros. De cierta manera, todos se han comportado con esa mente turística del que pasa, abre un corto paréntesis de visita, nos curiosea, nos estudia, nos mira de reojo, eleva sus conclusiones, y llegado el momento, con buen tiempo fresco, regresa a su casa, a su repetida sabiduría, con esos hallazgos que no son otra cosa que la refracción de sus propias ideas. Hasta ahora toda interpretación de lo que es un canario no superó nunca la plataforma del más cómodo naturalismo. Si la geografía, la realidad inmediata que se ve, se siente o se vive, con su hecho físico incontrovertible, es así, sus habitantes tienen que ser así también. Se establecen las fáciles coordenadas de relación de una geografía humana convencional. De esta manera se nos ha reconocido como ese pueblo poseído por el aislamiento, por la intimidad, por el acoso del mar. De aquí ha nacido la caracterización más original, pero también más desgraciada y mimética de nuestra poesía, de nuestra historia, de nuestras formas anímicas comunales, con sus hábitos, su folklore, el comportamiento personal o social, el tiempo de nuestras reacciones psíquicas, el significado de la libertad política. De Torriani a Humboldt y Thomas Nichols, todos nos han presentado una semejante imagen de nuestra insularidad. Y en los tiempos modernos, de Miguel de Unamuno a André Breton y Bertrand Russell los tan ilustres huéspedes de Tenerife, se han manifestado de la misma manera, cada cual en su órbita de conocimientos. Sobre todos estos grandes pensadores, hombres de artes y letras y comerciantes que hemos señalado a través de tan diversas épocas, la primera representación de nuestro paisaje, de estos volcanes, del océano opresor y libre sirvió siempre como vertedero de sus incomparables lucubraciones, pero también como planta potabilizadora de sus ensueños, realidades o mensajes trascendentales. Todos se olvidaron que estos canarios que somos nosotros ante los peligros de su paraíso terrenal y el drama de su purgatorio efectivo, concreto, terminante, han tenido que transformarlo todo, resolver las dificultades acuciantes, vivir en constante riesgo de modificación para seguir subsistiendo, si no queríamos convertirnos otra vez en los ancestrales guanches, neolíticos, pastoriles, arcádicos, separados radicalmente de la constante trasmutación histórica.

Miguel de Unamuno se equivocó de modo deplorable al pretender encontrar en nuestras islas, en estos hombres, el sentimiento trágico de la vida, el sentido de la eternidad, la creencia de que la razón no es apta para conocer la vida, la verificación escénica de la inmortalidad del nombre, el contenido de la existencia perdurable, individual, personal, como único afán perenne de todas las criaturas. Así se le reveló Alonso Quesada. Llegó a admirarlo pero no lo entendió nunca, sino a medias. Y cuando Miguel de Unamuno vive en Fuerteventura, con motivo de su deportación, las cosas que él pensó, los agobiados versos que escribió, las interpretaciones que del insular hizo, nada de esto tiene que ver con el hombre canario, realista sin trascendencia, siempre dotado de un humor circunstancial, receloso y agridulce, sencillo marino sin ínfulas colonizadoras, que en su lucha por la vida no ha tenido otra misión que desposeerse de su aislamiento, desmitificar su mar y desprenderse de su intimidad. El hombre es ser y existencia, sin duda. Pero el canario para mantenerse en pie tiene que someter a uno y otra a permanente conflicto.
De esta forma hemos tenido que conllevar los más indecorosos piropos, las ideas más irreales, las calificaciones más enfáticas.

Nosotros sabemos muy poco de nosotros mismos, pero la verdad es que los forasteros nos han confundido más y más. También es verdad que la confrontación real de estos mitos nos ha ido acercando al mejor conocimiento de la verdad. Y lo que pasó con Miguel de Unamuno nos pasó con André Breton, ese gran poeta francés que de buenas a primeras se atrevió a declarar oficialmente a Tenerife isla surrealista. Esta isla traducía según él, como ninguna otra esa dialéctica de conciliación entre la realidad y el sueño, clave máxima de una sabiduría irracional para entender el mundo, con su ceremonial adecuado, su lenguaje y su estilo de vida. De la misma manera que existían piedras, animales, flores, vestidos, rostros, objetos, acontecimientos, hombres y mujeres surrealistas, también existían islas surrealistas. Cuando llegó a las Cañadas del Teide, y vio la lava y el paisaje lunar dijo con la seguridad del Dios de un Olimpo singular: "Esto es surrealismo puro". Y lo mismo se expresó cuando contempló por primera vez las playas de arenas negras y los dragos más o menos milenarios. Nosotros nos quedamos muy contentos con este descubrimiento y con este tesoro ignorado. Teníamos a nuestro alcance otra interpretación que se separaba radicalmente de la de Humboldt y de la de Miguel de Unamuno. "El castillo estrellado", su famoso ensayo dedicado a su visión de este archipiélago, nos situaba en el clima máximo del automatismo psíquico del más sensacional conocimiento. Es conveniente afirmar que, frente a estas verificaciones literarias, el despliegue de la mente de Bertrand Russell, este famoso gallo inglés de pelea y Premio Nóbel, se encauzó por otros caminos. El fundador del atomismo lógico de Cambridge también era un turista, pero no dejó caer sobre nosotros el peso de su sistema filosófico. Las conversaciones que tuvimos con él nos acreditaron su sentido del hombre y de la geografía. No levantó ninguna metafísica, se contentó con aplicar su orden de conocimiento objetivo a nuestra realidad, la de los hombres y sus hechos políticos, y sólo se preocupaba por saber las condiciones de la economía de estos campos y ciudades, cuál era el valor de nuestra libertad política, en qué nos diferenciábamos del resto de España como consecuencia de nuestra situación insular. Él quería aprender y no enseñar e intentó penetrar en algunas dependencias de nuestra historia.

En esa apertura de civilizaciones que íbamos viendo en el "Estudio de la Historia", de Arnold J. Toymbee, estábamos como obsesionados de que apareciera una cultura esencialmente insular. Hay que imaginarse cuál era el estado de ánimo de este lector, un hijo de Tenerife del siglo XX, que se sentía transportado y solidarizado con aquellos hombres de un archipiélago que crearon la monarquía minoica muchos siglos antes del cristianismo. Casi lo considerábamos absurdo, pero un vivo caudal sentimental nos arrastraba hacia aquel racimo de islas, Creta y las Cícladas, que debajo del continente griego levantaron palacios maravillosos, una artesanía de bronce del mejor estilo, el sistema de defensas de sus costas y los navíos para escapar de su recinto, las epopeyas olvidadas, y hasta dioses, como Minotauro, que nunca habían ya de abandonar el claro cielo helénico. Nuestro historiador afirma que la civilización minoica fue la respuesta a una incitación física del mar.



Este punto de vista naturalista va contrapesado por otra aspiración espiritual. No nos basta sólo la raza y el contorno geográfico para que se levante una civilización. De nada serviría si entre ellas no surgiera un principio trascendente, una interacción entre Dios y el diablo. Los que han leído a Arnold J. Toymbee se han dado cuenta qué mística extraordinaria se revela en su investigación al mismo tiempo que descubre hechos positivos de conocimiento que no pueden olvidar ni incluso los historiadores del materialismo dialéctico.

Aquel archipiélago del Mar Egeo pone de relieve muy lúcidamente la naturaleza de las islas y el mundo de sus mitos. Muestra la realidad angustiosa de que toda isla es el resultado de un hundimiento. No se concibe una isla sino como principio y término de una tragedia geológica. Poseidón, el sacudidor de la Tierra, hendió las montañas con su tridente a fin de abrir paso a las aguas, separándolas y liberándolas. Si necesitábamos un signo que expresase qué cosa era el alma del hombre en su soledad y aislamiento, en su necesidad de redención, ya lo teníamos a través de estas islas recién hechas a golpes de tridente, en un momento de iracundia por un dios del mar. Pero toda segregación lleva consigo un anhelo de regreso al paraíso perdido. Desde esa hora, aquellos mismos hombres ya no vivieron sino atados a la esperanza, sobre el hilo invisible de los sueños, de recobrar la tierra prometida. Esa voluntad de esperanza se llama en el insular, en todos los insulares, marino, emigrante, poeta.

Pero hemos de abandonar estas islas clásicas para acercarnos a la isla de Pascua, al otro extremo del mundo, en la Polinesia oceánica donde había de sucederse uno de los fenómenos culturales más extraños, oscuros e intrincados de todos los tiempos. Sabido es que esta isla de Pascua pertenece a un grupo del Pacífico, situada en su extremo suroriental, y dotada del mismo aspecto físico de todas las otras, su mismo aire, clima y vegetación. Los holandeses en sus correrías llegaron hasta ella en el siglo XVIII. Cuando la abordaron, era una mañana de la Pascua de Resurrección, se encontraron con una isla de forma triangular, con duros acantilados en sus costas y un paisaje interior delimitado por ligeras mesetas y bosquecillos tranquilos y acogedores. Había abundancia de frutos, aguas escasas y unas bajas nubes permanentes rociaban la tierra y la mantenían en el ámbito de un frescor primaveral. Los habitantes parecían sumidos en un tiempo paradisiaco. Iban casi desnudos, sus rostros estaban pintados de blanco y rojo, y eran afables y candorosos. Una agricultura muy poco elaborada mantenía sus existencias más o menos idílicas, y en sus playas no aparecían piraguas ni canoas osadas y alígeras. Estaban terriblemente aislados. Pero junto a todo esto se levantaban, por todos los lugares de aquel bello recinto, unas extrañas estatuas trabajadas en piédra basáltica y unos restos de construcciones arquitectónicas. Las estatuas tenían a veces hasta cinco metros de altura y representaban en su mayor parte figuras humanas de fuerte expresión y acusado relieve. Hemos de decir que los habitantes de la isla de Pascua vivían ajenos a ese mundo de estatuas y construcciones que acusaban una superior cultura. Para estos habitantes, unas y otras no poseían otro significado que el que podrían darle a los árboles de sus bosques o a las montañas de sus paisajes.

Se puede uno preguntar temerosamente qué es lo que había pasado en aquella isla para que se produjera esta disociación entre ese habitante que descubrieron los holandeses y los restos muy bien conservados de una civilización audaz y preclara que supo tallar hermosas estatuas de piedra y supo construir edificios con tanto denuedo. Arnold Toymbee nos lo explica con regular seguridad. Estos pueblos polinesios de la isla de Pascua conocieron en época lejana el arte de la navegación. Los de ahora y los de antes eran el mismo pueblo. Al contacto con otras islas del Pacífico cedieron sus conocimientos y sus artes, y adquirieron otros. Existía una simbiosis cultural que los obligaba a mantenerse en un vivo alerta, sobre una curiosidad insatisfecha y dentro de un trueque de ideas y cosas permanentes pero variables. Mas cuando por causas desconocidas, psicológicas o técnicas estos habitantes perdieron el sentido aglutinador y cosmopolita del océano y su ciencia de aventurarse por los mares abiertos del Sur, también en ese mismo instante se reintegraron a su naturaleza paradisiaca, se fueron amodorrando en un introvertido narcisismo, y, andando el tiempo, no llegaron ni a entender el significado vital de sus estatuas ni el de sus construcciones religiosas y civiles. Es decir, se habían quedado solos. El historiador inglés no nos aclara las causas de esta situación actual y nos presenta sólo los hechos consumados. Nadie lo sabe a ciencia cierta, ni nosotros tampoco. Las incitaciones para proseguir una vida ilustre se perdieron. Y nos pudiéramos preguntar si fue debido a cualquier régimen paternalista que allí surgió, si aquellos pobladores quedaron anestesiados por un posible regionalismo narcisista que dio al traste con toda libertad de crítica o si las condiciones económicas se hicieron tan exuberantes que toda acción se hizo inútil para consecución de sus necesidades e imposibilitó toda lucha social. Por estos o aquellos motivos la verdad es que estos hombres de la isla de Pascua terminaron de muy mala manera y su espléndida civilización se derrumbó por la ausencia de enemigos, de extranjeros o del prójimo que dice no.

El habitante de una isla que vive bajo y sobre su condición humana de aislamiento nunca debe convertirse en un solitario porque entonces toda la estructura de su existencia civilizada se resquebraja. Pueden estar aislados los hombres de la meseta, del valle o continente. Lo han sido de manera preclara un Kierkegaard, un Unamuno o un Jean Paul Sartre en nuestros tiempos. Pero nunca lo ha sido un inglés, aun cuando por ahí se diga con frecuencia. Toda esta larga meditación sobre el hombre insular habrá servido para asegurarnos de la necesidad que tenemos de estar siempre atentos a la historia que se hace a nuestro alrededor para no dejarnos ir por fáciles caminos de los parroquialismos consagrados. Hemos de poseer la conciencia urgente de esa mutación constante que exigen estas Islas Canarias, donde el feudalismo político y económico continúa imperando bajo maneras modernas como el minifundio trasnochado de nuestras tierras, donde los poetas siguen sintiéndose aislados, melancólicos y enamorados de ese almendro del lugar que los vio nacer, donde el complejo de soledad nos hace pensar que somos un pueblo privilegiado de Dios, que tenemos las playas más hermosas, los volcanes más eruptivos y los puertos más import tes del mundo. Es doloroso que nos convirtamos, por influjo de cualquier Némesis desdeñosa, en Narcisos que han cultivado la flor de su propia imagen. Hay muchos acontecimientos que transforman a los hombres. La sociedad industrial de masas que alcanzó la civilización occidental, desde los Urales al Pacífico es muy posible nos arrebate, quizá para fortuna nuestra, mucho de esos ingredientes psicofísicos que antes nos daban un carácter singular, con nuestro paraíso y nuestro purgatorio, con el Jardín de las Hespérides todas las mitologías ditirámbicas dispuestas en cadena para nuestra consagración. Si el hombre es por sí mismo un aislado, un ser sumido en el abandono, así nos lo afirma la filosofía contemporánea: el hombre de una isla, que ya lo es por su existencia natural, necesita en todo momento de los otros para evidenciar su historia. Aquel enemigo, aquel extranjero, aquel prójimo que dice "no" son los que por rozamiento crearán siempre el aire de nuestra libertad.


Este artículo ha sido previamente publicado en el número 170 de la revista Aguayro, editada por La Caja de Canarias, en 1987.

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