A finales del mes de junio viví una experiencia especialísima. Dentro de los actos de la fiesta de San Juan el punto cubano convocó en la calle Mendizábal, en Vegueta, en Las Palmas de Gran Canaria a numeroso público de edades diversas que se implicó de tal manera en lo que allí estaba pasando que rompió las fronteras entre los que cantaban y los que oían. No miento si les digo que ha sido una de las ocasiones en las que con mayor satisfacción me he bajado de un escenario; pero no por mí, no por mero prurito personal; fueron las circunstancias que allí concurrieron las que me ensancharon el alma definitivamente.
Primeramente estábamos en la ciudad; una tradición incrustada profundamente en el campo canario bajaba para asomarse sin tapujos a las calles del barrio antiguo de la capital; en segundo lugar cantamos para gentes de todas las edades: personas maduras que sin duda conocían el punto cubano compartían perspectiva con algunos jóvenes que probablemente asistían por primera vez a una sesión de improvisación.
Pero había una circunstancia más importante (y no quiero que piensen que este texto es mero empalago personal) y ésta era que el puñado de gentes que se reunió en la frontera entre aquellos sábado y domingo, se reunió a escuchar algo que tiene carta de naturaleza en nuestra tierra porque hubo un tiempo en el que salían barcos cargados de canarios con el único equipaje de su miseria y entonces, créanme, me vino al pensamiento una imagen: la de un grupo de africanos atemorizados en una barquilla milagrosa que alcanza nuestras costas; y esa imagen no era azarosa: si hoy el punto cubano, la improvisación o el canto de décimas acompañado de las cuerdas tiene arraigo en nuestra tierra, fue porque la necesidad de subsistencia le echó una mano, sin saberlo, a la necesidad que tenemos los humanos de encontrarnos.
Si hoy la gente aplaude a un verseador cuando termina una décima, sin saberlo, está aplaudiendo, como me gusta decir, a todos aquellos verseadores anónimos que no tuvieron más escenario que los campos de tabaco o de caña de La Perla del Caribe, a aquellos que hoy serían llamados inmigrantes ilegales y que en aquel tiempo tenían el mismo miedo al océano que hoy tienen los que tocan a nuestra puerta. La tragedia de la emigración, la desgracia de no poder seguir viviendo allí donde vivieron los padres y los abuelos de uno, esconde pequeñas magias, y el punto cubano es una de ellas. Emigrantes fueron también aquellos que seguían golpeando sus tambores a orillas del Mississippi mientras los patrones blancos los golpeaban a ellos, emigrantes fueron los acordeones alemanes que dejaron las polkas y las cervezas del centro de Europa para ir a bailar vallenato y a beber aguardiente en la Colombia costeña, o el propio laúd, que sin dejar de ser árabe, es también español y cubano.

Dos tradiciones son una. A un lado y otro del inmenso Atlántico, en el Escorpión de las Afortunadas y en el Caimán de Las Antillas, hay seres que se parecen más de lo normal. El debate ha sido continuo: el punto cubano vino, se fue, llegó, estaba... Yo creo que no conviene gastar fuerzas en esa polémica, sino dejarlas en la lucha por la persistencia de algo que debemos sentir como nuestro y que nos recuerda constantemente que todos somos de todas partes. En el caso concreto de las estrechas relaciones entre Canarias y Cuba, a veces tratadas tan alegremente, aflora este género quizá como el más robusto testimonio de esa igualación de diferencias. Las sorpresas son continuas.
De pequeño escuché de boca de pastores o campesinos de Artenara décimas que después he leído en recopilaciones cubanas o también como testimonio oral de amistades caribeñas; muchos de esos canarios que sabían décimas, conocían sin haber estado allí la geografía cubana y para corroborarlo había siempre una décima: Canto aquí, canto en la Habana / canto en el Pinar del Río...
Revisar un inventario de poetas o músicos campesinos profesionales cubanos es encontrarse con la sorpresa de nombres y apellidos que nos resultan especialmente próximos: Guillermo Sosa Curbelo, Gustavo Tacoronte, Pablo Marrero, Orlando Laguardia Oramas... Y después están los gestos, los comportamientos de dos colectivos, los campesinados canario y cubano que ya no sabrían diferenciarse.
La memoria hoy es frágil. Olvida pronto lo que nuestro ha sido. Pero ahí están tradiciones como la del punto cubano para recordar que hubo un tiempo donde éramos recibidos y no recibíamos, donde no pertenecíamos al primer mundo y donde Europa y España nos abandonaron a nuestra suerte porque no había tanto cemento sobre nuestras islas. Hoy más que nunca el planeta ha de mezclarse: mañana, afortunadamente, habrá otros tesoros, como el punto cubano que asomarán tras la tragedia de abandonar la casa. (Este texto es un extracto del que fue leído en el Patio de las Culturas, en Vegueta el pasado 2 de julio, en una iniciativa que apuesta por los valores de la interculturalidad, circunstancia que agradezco personalmente a sus organizadores)
![]() Lalo Martín Eladio Martín Bienes, que así se llamaba, era natural de Fuencaliente, municipio palmero cuna de otros verseadores. Siempre destacó Lalo por el cultivo del humor, de la picardía en la improvisación. Cantaba habitualmente con los verseadores palmeros y tuvo la oportunidad desde el año 1992 de compartir escenario con repentistas cubanos, falleciendo a finales de esa misma década. Su hijo Miguel Martín recopiló una serie de grabaciones de Lalo que publicó con el título: Lalo Martín. Puntos cubanos y controversias. El poeta más humorista de Canarias. De esa grabación extraemos un fragmento en el que escuchamos una décima recitada y otras improvisadas en la Plaza de Candelaria, en Tijarafe, con el cubano Raúl Herrera. Escuchar el Fragmento. |
LA DÉCIMA EN NUESTRA AMÉRICA. PANAMÁ
