Revista nº 1040
ISSN 1885-6039

A nuestros parranderos de antaño.

Martes, 01 de Marzo de 2016
Emiliano Guillén Rodríguez (Cronista Oficial de Granadilla de Abona)
Publicado en el número 616

De sencillo homenaje sirva esta referencia para todos ellos. Para todos estos improvisados músicos que, sin más partitura que su propia habilidad, fueron capaces de regalar coplas a buen temple...

 

 

Por los muchos y muy gratos sentimientos que en nuestras almas despertaron 

 

 

Fue muy común, e incluso aún lo es, que en todos los pueblos de nuestra geografía insular se produjesen reuniones espontáneas o provocadas entre tocadores y cantadores, para animar el rato en torno a la música y al vino cuando la bonanza de las zafras lo permitía. La música, que es el pan de las almas, con permiso del teatro, siempre fue una de las artes cultivadas con mayor afecto y dedicación en todas las localidades de nuestra afable procedencia. En el pleno reconocimiento de que pisamos sobre tierra de artistas. La Villa, los pueblos, los caseríos y diseminados de esta demarcación no habrían de serlo menos.

 

En todos ellos, con sus modestos instrumentos, aquellos virtuosos del arte musical, la cultivaron con la mejor de las fortunas. Nuestros bullangueros artífices reformaban los sones aprendidos, para adecuarlos al mejor agrado del pueblo, con tales niveles de acierto que, con este puente sonoro, lograron unificar en el sentimiento a todos los hijos de estas privilegiadas peñas. Germen vital de nuestro folclore, con esos sones que nos dicen, con los que sentimos, y que remueven nuestras más recónditas sensibilidades, consiguieron enlazar a toda la comunidad a través de una similar emoción. Durante sus actuaciones entonaban canciones extraídas del mismísimo sentir popular. Muchas veces estos animados encuentros se dilataban en el tiempo, incluso llegaban a durar varias jornadas, entre nocturnas y diurnas, de continuo, sin intervalo temporal alguno. Estos trinos del amanecer rompían las templanzas de las noches quietas en cualquier estación, especialmente frecuentes en las de mayor calidez. Siempre hubo alguna escusa para amenizar un buen rato, a la sombra de un vaso de vino de color mortecino por causa de la marchita lumbre de un quinqué, de alguna vela chirriante, e incluso de la mustia luz de palmatoria colgada sobre improvisada tarima. En semejantes ambientes, sus siluetas e instrumentos, en la penumbra, vibrando entre la humareda, se proyectaban difusos sobre la pared enfoscada en blanco irregular. En ocasiones, como por arte del devenir impreciso, para aliviar con mayor presteza la fatiga y en cansancio, aparecía sobre de la mesa algún licor de mayor espiritosidad.

 

En muchas ocasiones se les detectaba camuflados en los reservados de las cantinas al uso, con los ojos enrojecidos por los efluvios de alcohol, el humo del tabaco y las prolongadas vigilias. Solo abastecidos con la clásica dieta a base de huevos duros, acompañados con alguna que otra goga de gofio azucarado, aromático y recién molido, pero intactos los deseos de continuar en la parranda.

 

Estos intuitivos conjuntos no solamente tocaban y cantaban para su propio disfrute y para el de los asiduos frecuentadores de aquellos mostradores de maderas pobres. También lo hacían para cuantos, antes de iniciar sus trabajosas jornadas, acudían a las tabernas con la finalidad de echarse las mañanas de aguardiente, servidas en copas rechonchas, de oblongas panzas, encintadas con relucientes cinturones en color carmesí. De tal suerte también recorrían, a paso de carreta o inferior, los caminos y callejones de los pueblos durante aquellas tardes de jarana, serenateando a sus damas o a sus esposas, deleitando a lo largo de todo el recorrido, durante un breve lapsus temporal, a los más venerables del lugar. Estos, nuestros ancianos, les recibían con una lastimera sonrisa, mezcla de agradecimiento y pena, ante la incertidumbre de que aquella pudiese resultar ser la postrera vez que disfrutasen de tan sensual idilio sonoro. Los parranderos les obsequiaban con sus mejores cantos y melodías porque, de otra manera, dificilmente las escucharían si no fuese por sus desinteresadas iniciativas. La recompensa, a modo de cosecha, siempre fue la íntima satisfacción sentida frente a semejante estampa. En muchos casos alguna que otra voz femenina, desde la bocana de algún portillo, se atrevía, con dulce son, a intervenir en la fiesta, desgranando alguna copla bien timbrada. Otros muchos, en la soledad de cualquier anochecer, repleto de estrellas y de quietudes, desgarraban el aire con sentidas malagueñas, cantos de amor y muerte, acompañadas siempre por una bien templada guitarra. Este lastimero gorjeo sacudía con pujanza las almas de cuantos las escuchasen, mientras les despertaban templanzas, y les ahuyentaban inquietudes a socaire de una celestial bóveda refulgente.

 

De sencillo homenaje sirva esta referencia para todos ellos. Para todos estos improvisados músicos que, sin más partitura que su propia habilidad, fueron capaces de regalar coplas a buen temple; no solo del folclore como ha sido dicho, sino que, además también se atrevieron con otros sones venidos desde lejos para, finalmente ser aprendidos aquí a golpes de memoria fónica. La juventud de aquella época mucho bailó y soñó con las adormecedoras tonalidades del Danubio Azul, o Lágrimas Amargas; así mismo lo hicieron al suave arrullo de las picaronas polcas y de las mazurcas. Sin olvidar tampoco, ni por un momento, los pasodobles y las habaneras, de profundo sabor a valentías, a esperanzas, a sal y a singladuras; a nostalgias y a encantos. Sus innatos virtuosismos les arrastraron, incluso sin pudor alguno, hacia las músicas cortesanas, como hemos visto, traídas desde las viejas Europas. Igualmente se aventuraron con los sensuales cantos de Ypacaraí, para lucimiento de guitarras, laúdes y bandurrias, a remedo de las arpas paraguayas. Tampoco faltó jamás el timplillo camellero. Similares atrevimientos se plantearon con los boleros y los tangos, como grandes baluartes para declamar amores embelesados y traiciones. Porque Canarias acuna en su tibio corazón un poco de América, e igualmente América lleva para sí hálitos de las islas.

 

Su buen hacer en el noble arte de la música, les sirvió para amenizar bailes caseros en los que se exhibían las damas lustrosas, como res en tarde de feria, por si algún pretendiente las solicitase para iniciar amores de buen fin. En los pueblos y aldeas, los parranderos eran muchos. Se reunían por afinidad, siempre guardando el debido respeto entre alumnos y maestros. Unos y otros podían atender a distintos “asaltos” a la vez. Con ellos se pretendía obsequiar al vecindario con algunos momentos de asueto y distracción entre tanta adversidad.

 

Recuérdense con justicia en esta ocasión las memorias de sus experiencias, o las peculiaridades de sus estampas; porque ellos fueron nexo de conjunción para muchas compartidas emociones. Artífices en la homogeneización del común sentir en torno a una cultura diferenciada.

 

Quepa finalmente brindar un afectuoso saludo de bienvenida para violines y acordeones; a la par que para las acarameladas voces femeninas que, en los tiempos ya modernos, fueron todos ellos arbitrariamente postergados a un injusto olvido.

 

 

Extraído del programa de las Fiestas Patronales de la Villa Histórica de Granadilla de Abona en honor a San Antonio de Padua y Nuestra Señora del Rosario 2015. En la foto de portada se puede ver a los majoreros Casimiro Camacho y El Cuco parrandiando en Corralejo.

 

 

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