Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Manuel Verdugo en Tenerife. La popularidad de un poeta.

Viernes, 17 de Julio de 2015
Joaquín Rivero
Publicado en el número 583

Su misma figura contribuía a acentuar más la extrañeza, y a los labios de alguno acude el nombre de Oscar Wilde. Alto, frío, ceremonioso, de modales aristocráticos. Un rostro de líneas duras, cuya frialdad contribuiría a acentuar más aún el monóculo, ese aparato óptico que parece simbolizar lo impersonal, lo que no tiene alma.

 

 

A pesar de haber nacido Verdugo en Filipinas, no hace nunca alusión en sus obras al lugar donde viera la luz por vez primera. Es probable que no encontrara nada de extraordinario en el hecho de su nacimiento accidental en un país que es por entonces la prolongación de España. Los constantes viajes que emprendió en su niñez y su juventud, su espíritu viajero, curioso y cosmopolita, eran lo menos indicado para hacerle amar un lugar determinado; pero no cabe duda que siempre se consideró un hijo de Tenerife, y de ello ha dado pruebas fehacientes. Había, además, razones para ello. Aquí nacieron sus padres, estaba unido por lazos familiares y poseía su patrimonio. Y de Tenerife ha sido La Laguna su lugar predilecto. En esta ciudad silenciosa, monacal, injerto de Castilla en el corazón de Canarias, ha encontrado su alma grato refugio y será ella la que vele su sueño eterno cuando la hoz de la Parca siegue el hilo de su existencia.

 

Ha sido Verdugo un gran poeta y nadie le ha regateado nunca esta condición pero no ha poseído, entre los que pudiéramos llamar sus paisanos, gran popularidad. Su poesía demasiado culta no es popular y además no podía serlo. Su figura no coincidía tampoco con la idea vulgar que el pueblo se forma de un poeta. No era un poeta melenudo y bohemio que pasaba hambre. El pueblo ama a las figuras que conviven con él y que halaga sus pasiones; siente pasión por lo regional y este señor de tres continentes, como lo llamó el historiador real, no sentía gran entusiasmo por ello. La multitud ama la metáfora brillante, la arenga, la política, la pasión. Verdugo no es político, aparenta no interesarse por cosa alguna y para todos los entusiasmos tiene la mirada fría e incolora de su monóculo. Se conocen, sí, sus dichos y sus hechos, y se declaman algunas poesías que excitan más la sensibilidad del pueblo; pero no podía sentir gran entusiasmo por el poeta que en una fiesta del libro había comenzado así una poesía: «Salud, analfabetos».

 

Su misma figura contribuía a acentuar más la extrañeza, y a los labios de alguno acude el nombre de Oscar Wilde. Alto, frío, ceremonioso, de modales aristocráticos. Un rostro de líneas duras, cuya frialdad contribuiría a acentuar más aún el monóculo, ese aparato óptico que parece simbolizar lo impersonal, lo que no tiene alma. Sus respuestas áticas, secas, repletas de glacial ironía. Desengaña con franqueza brutal, quizá piadosa en el fondo, a los jóvenes poetas que vienen a ofrecerle tímidamente el holocausto de sus primeras cuartillas. Pero tenia, en cambio, el prestigio de su cuna y de su vida andariega. Nacido en Filipinas y de familia muy arraigada en el país. Había estado en Italia. En los canales de Venecia había paseado en góndola con Odette Valery, la bellísima y gran bailarina. Bajo las frondas de los bulevares parisinos había paseado su tedio con Rubén Darío, íntimo amigo suyo, entonces en el pináculo de la fama. Exagerados, tal vez, se hablaba de sus amores. ¿Cómo no habiendo estado en París? con damas ilustres y de los caudales derrochados en locas correrías por el Montmartre. En Madrid alternaba con las figuras más destacadas del mundo de las letras y de las artes. Le unía íntima amistad con los hermanos Machado. Conocía a Benavente; a Gómez Carrillo, espíritu frívolo, parisiense y temible duelista; a Valle Inclán, el de las barbas de patriarca, que ya por entonces había difundido envuelto en la magia de una prosa bellísima el aire misterioso, de «meiga», de Galicia su tierra natal; a Felipe Sassone, el poeta trotamundos; a Carrere, que cantaba los viejos rincones de la villa madrileña y las excelencias de una bohemia, tal vez más literaria que real, y de la cual fue él el último superviviente.

 

 

Entre el elemento literario de las Islas, su prestigio es enorme. En torno suyo se congrega una pléyade de jóvenes poetas que siguen ciegamente sus consejos. Entre los consagrados ocupa merecidamente un primer puesto que nadie osa disputarle. Desde su retiro de La Laguna da a la publicidad en el año 1918 una obra dramática en prosa titulada Lo que Estaba Escrito, que estrena la compañía de Luis de Llano; y más adelante, en el año 1922, su obra poética fundamental: Estelas, que edita en Madrid la editorial Renacimiento. Colabora en prosa y en verso en los periódicos locales, y es la figura indispensable de toda velada o festival poético que se celebre en las Islas. Pero el lazo que le unía a la metrópoli, a Madrid, se ha ido desatando poco a poco. De cuando en cuando envía una poesía a La Esfera; después, un largo, profundo silencio. Cuando La Esfera interrumpe su publicación, el poeta muera también para España. Cuando vemos tantos artistas llegar a los más serviles menesteres para conseguir una migaja del banquete de la gloria, ha de parecernos extraña la actitud de Verdugo mostrándose indiferente a sus encantos. Pero esto nos define su carácter. La gloria, mientras él se hallaba en plenitud de su vigor poético, le tendió sus brazos amorosos, esos brazos que ahogan en ocasiones, supo saludarla, con exquisita urbanidad, con esa cortesía levemente irónica de los que conocen a fondo el mundo, y luego le volvió desdeñosamente las espaldas. Quien en «El Laurel de Apolo», una de sus mejores poesías, nos habló en emocionadas estrofas de la efimeridad de la fama, supo demostrarnos con sus hechos cuando llegó el momento, que no había hablado por hablar. «A ti que desertaste del palenque literario», le dice Benavente en la dedicatoria de una fotografía donde vemos la letra irregular del gran dramaturgo y su rostro irónico de Mefistófeles. Y Eduardo Zamacois en la dedicatoria de un libro le lanza este reproche algo infantil: «A Manuel Verdugo, que no me escribe nunca».

 

Pero en la oscuridad de su retiro, sin lanzar un reproche, sin una queja, continuará siempre y si la amargura anida en su corazón no lo sabremos nunca, al menos por sus labios.

 

 

(Del libro: El Parnasianismo y Manuel Verdugo. El Vigía Editora)

 

 

 

Joaquín Rivero

Joaquín Rivero pertenece a esa generación de los cuarenta que tanto aportó a la literatura insular. Su vocación literaria se había despertado a muy temprana edad, aunque las circunstancias hicieran que estos creadores tuvieran que recorrer un largo y tortuoso camino. Joaquín Rivero, hermano de la también escritora Olga Rivero, y de Alberto Rivero, cuyo padre (don Luis Rivero) ocupaba una tenencia de alcaldía en el Ayuntamiento de La Laguna al estallar el golpe militar, no fue una excepción pues tuvo que salir a flote gracias a su profesión de maestro nacional, que ejerció con fruición en La Palma, Taco, San Andrés, Las Mercedes, etc., dejando una huella imborrable; aunque como escritor debió conformarse con  esporádicas apariciones en prensa, eso sí, con un estilo de altura, y abordando asimismo los más disímiles temas de actualidad, donde destaca el desparpajo y el manejo a veces de un léxico extranjerizante que nos recuerda al también imborrable Francisco Pimentel. Amigo personal de Emeterio Gutiérrez Albelo, realizó un profundo estudio acerca del parnasianismo frente al romanticismo en la literatura insular y universal,  analizando  la confluencia y desencuentros de estos movimientos con las vanguardias históricas surgidas desde aquel entonces de la mano de Agustín Espinosa y la generación de Gaceta de Arte.

     Joaquín Rivero nació en Santa Cruz de Tenerife en el año veinte del pasado siglo, murió en enero del año dos mil en La Laguna, donde residió buena parte de su vida. Debido a la persistencia de nuestros lectores mostramos en esta página algunos de sus textos desconocidos para el gran público, en los que analiza con una incomparable maestría la vida y obra del genial poeta Verdugo.

Roberto Cabrera
aulapress@gmail.com

 

 


 

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