Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

De El Malecón a la calle del Agua: el periplo canario-cubano de Luis Suárez Galván. (y II)

Lunes, 23 de Febrero de 2015
Eugenio Suárez-Galbán Guerra
Publicado en el número 563

No solo mi abuelo llegó a ser masón, sino que adquirió el máximo grado de Gran Maestre. La importancia y el prestigio del que al parecer disfrutaba en Cuba la masonería entre los hombres de comercio, bien pudo ejercer una influencia en la decisión de mi abuelo de relacionarse con esa organización.

 

 

(Viene de aquí)

 

 

Sea ello como fuere, y consciente del peligro de caer el nieto en su propia defensa del abuelo, el caso es que don Luis supo indudablemente compartir riqueza, incluso ahora dentro y entre los propios empleados, repartiendo beneficios y asociando de algún modo a los negocios a los empleados de acorde a sus méritos (19), pues, como ya anticipamos, queda claro que siempre se opuso a la nefasta práctica de enchufe al emplear este sistema de méritos claramente incompatible con el de las influencias personales. Descubrir las facultades de los empleados, colocarlos en los puestos que mejor respondían a sus aptitudes, y premiar los casos que sobresalían, mediante una participación monetaria y de responsabilidad en la empresa, fue el método para identificar talento y habilidad que siempre empleó. Lo cual no dejó de suscitar críticas y censuras de parte de otros comerciantes, obviamente por el ejemplo escandaloso y peligroso que ellos suponían podría alentar a la clase trabajadora a exigir más derechos. Pero a pesar de lo cual, así como de cualquier hostilidad que ello haya acarreado de parte de la clase comerciante, no vacila mi abuelo en declarar como un mayor orgullo el haber implantado ese sistema, además de bondadoso, inteligente, que permitió enriquecer a algunos que quizás en otra parte no hubieran pasado de modestos dependientes (22). Ni que decir tiene lo que significaba semejante participación de empleados en el funcionamiento y usufructo de una empresa en aquel ambiente de luchas laborales enconadas entre patronos y empleados y de inestabilidad social y económica, no ya en la propia España, sino en la Cuba colonial que le tocó vivir, donde  el proceso de la abolición de la esclavitud no se culmina hasta 1886, para poco después entrar en guerra, y terminar, como se acaba de recordar, en una nueva colonización. Eso sí, esa predilección por el mérito sobre cualquier otra calificación empezaba en casa, es decir, con la familia y en Canarias. Y si a primera vista esto suena a contradicción, y si es verdad que puede decirse, y ya se ha dicho, de hecho, que una constelación de canarios llegó a incorporarse y destacar en la casa Galbán Compañía, téngase en cuenta, por un lado, que tampoco ahora se trataba de influencias o enchufe, ya que todos fueron formados en la propia firma, donde se tomaban las decisiones solo tras ese entrenamiento, y por el otro, que la cifra nada despreciable para aquella Cuba de cinco nacionalidades llegó a incorporarse a la empresa. Empresa que, con su usual fervor por la institución de la familia, de la que debido a los avatares de la vida el joven Luis tuvo que prescindir, mi abuelo parangonaba a una familia muy unida aunque la integran individuos de cinco distintas nacionalidades (22).

 

Revolucionario dentro de sus empresas, y revolucionario asimismo a nivel internacional, como decíamos antes, aludiendo a los cambios que introduce don Luis en el comercio entre Cuba y Estados Unidos a propósito de su usual búsqueda de nuevos incentivos para mejorar sus condiciones, en este caso, el de su inicial desapego por la vida comercial que obviamente logró convertir en desafío que estimuló su inteligencia y constante sed de conocimiento e innovación. Ese rechazo a limitar el comercio sin más a comprar y vender con el mayor margen de beneficio, le llevaría a una visión escrutiñadora del comercio a la vez totalizadora y minuciosa. Es por eso que antes de ampliar las relaciones comerciales con los Estados Unidos que ya habían comenzado, aunque a un nivel todavía limitado, en 1879 mi abuelo viaja al país y estudia detenidamente el mercado. Todo estaba preparado, menos lo esencial: el capital necesario. Problema que se resolvería unos cuatro años después, tras conocer en 1882 a Juan (Cándido, según probable error de Tabares) del Río, hombre emprendedor, aunque de escasa educación debido a la pobreza en que se crió, que llegó a acumular una fortuna considerable tras haber empezado como remero de un barco de pasajeros en la bahía de La Habana, para terminar dueño de una flota que le enriqueció. Y ahora no me puedo resistir a contar una de esas leyendas familiares, que como toda leyenda, tiene un fondo de realidad, pero también un aura de fantasía y maravilla. No recuerdo quién me la proporcionó, pero quizá debió ser otro miembro de la familia que era también otro escritor frustrado. Mi abuelo en sus memorias simplemente menciona con obvio cariño a Juan del Río, hombre de clara inteligencia y ecuanimidad que le llevó a escalar de posición social. La leyenda cuenta que uno de los domingos en que mi abuelo tomaba el barco desde Regla a La Habana, un gallego remero (difícilmente lo sería aún, como se verá), a quien le unía ya una cierta amistad, tras asegurarle –a la gallega, diríamos hoy, aunque lejos de cualquier sentido peyorativo– que desde algún tiempo venía estudiando su carácter, y, convencido tanto de su inteligencia como de su honestidad, abrió acto seguido una puerta en el fondo del barco y ¡eureka! apareció un cofre lleno de monedas, ya que el buen hombre, como era costumbre de muchos inmigrantes entonces, no se fiaba de los bancos. Y así, leyenda e historia en este caso, aunque cada una a su peculiar manera, se unen para narrar que en 1883, al unirse a su vez el emigrante gallego y el canario, fundan la Casa Galbán, Río y Compañía, que después, a la muerte de don Juan, se convertiría en Galbán y Compañía, y, para completar la evolución de la onomástica empresarial, terminaría siendo Galbán Lobo Company, tras jubilarse mi abuelo, y en 1916, poco antes de morir, pues, incorporar como socio a Heriberto Lobo (Lobo, 10). Al haber unido los dos capitales, Galbán, Río y Compañía comienza su expansión comercial con los Estados Unidos de importación y exportación, aplicando mi abuelo ese sistema de estudio detenido del mercado que incluía cada vez más un mayor adentramiento en los acontecimientos que iban cambiando la sociedad norteamericana, desde el conocimiento de leyes arancelarias, promulgación de tratados, enmiendas, y, en fin, un sinnúmero de leyes que implicaban un auténtico sumergirse en la política, economía y la sociedad norteamericana. Por lo visto, superado ya el para él obviamente aburrido tejemaneje de simple compra y venta, mi abuelo descubrió, como era habitual en él, una fórmula que, encima de enriquecerle aún más, le proveyó un reto y una actividad intelectualmente estimulante para una carrera a la que en un principio se vio forzado a emprender contra su voluntad, siendo esta, sin necesidad de repetirlo, una de sus mayores virtudes y lecciones.

 

Ya se habrá reparado en el uso del término empresarial al referirnos a los negocios de don Luis, término más empleado hoy día. Él mismo se autodenomina comerciante y sus negocios se definen en las memorias con el término de comercio, y algunas veces el de firma. No se trata, sin embargo, de una cuestión lingüístico-cronológica sin más, ya que verdaderamente su empresa terminó siendo una multinacional que mejor se describe con ese término actual, por elemental que haya tenido que ser en aquel tiempo y en aquella Cuba. Sería por la edad (siempre contempló una jubilación antes de la vejez, alegando que las circunstancias –y sin duda sus socios– no se lo permitieron hasta una fecha ya mencionada poco antes de morir), o por la salud menguada, de la que habla Heriberto Lobo (10), o por un simple olvido que algún psicólogo explicaría como un lapso que delata una sorprendente falta de valoración que a su vez revela una personalidad tan segura de sus logros, que puede darse el lujo de olvidar y dejar fuera de sus memorias uno de los mayores éxitos suyos, como fue esa evolución de Galbán y Compañía que terminó en una multinacional. Hay que remitirse otra vez a Tabares (9) para apreciarlo en toda su magnitud, comenzando con el establecimiento de una sucursal en Nueva York que facilitara la crecientes importaciones y exportaciones, la de azúcar en especial ahora, lo que a su vez implicó la compra de varios ingenios que estaban en la quiebra, y que mi abuelo, aplicando y adaptando cuando necesario los mismos métodos que había aprendido y practicado, no solo salvó, sino que convirtió en negocios más que simplemente rentables. Tan abrumador fue el movimiento empresarial de la Casa, que fue imprescindible crear un Departamento de Vapores para consignar mercancía con líneas de Galveston, Nueva Orleans y Liverpool. Asimismo, fue elegida Galbán y Compañía por la poderosa firma alemana, la compañía de seguros contra incendios Aachen y Munich, para su representación en Cuba (Tabares 9). 

 

Ese enorme éxito comercial de mi abuelo es quizá lo que mejor podría explicar una relación masónica. Pues al descubrir yo por casualidad su tumba en el cementerio de La Habana hace algunos años, me extrañó y sorprendió verla con símbolos masónicos, ya que siempre supuse que la religiosidad ortodoxa católica de mi padre procedía de su familia. No hace falta recordar que, pese a los cambios que han acarreado los tiempos, los orígenes de la masonería, desde su inicial protestantismo inglés al secularismo que comenzó a prevalecer en la Ilustración, a la abierta hostilidad durante el papado de Pío IX, precisamente en el momento en que nace mi abuelo, desde luego no casan con la realidad de una familia católica practicante, por no aludir a la reputación de la masonería como organización contraria a determinadas tradiciones liberales que no coincidían, ni mucho menos, con las que predominaban entonces ni en Cuba ni en España en general. Como respuesta a mis preguntas al respecto, las cuales, dicho sea de paso, serían las mismas que otros que han visto fotos de esa tumba me han planteado, una hermana me recordó que la masonería en Cuba durante el XIX fue un fenómeno que llegó a tener cierto auge, lo que adquiere mayor sentido al recordar ahora la conjunción entre la masonería y el movimiento independentista. De modo que posiblemente esos símbolos, concluyó mi hermana, se debían a la familia de nuestra abuela cubana. Una vez más, sin embargo, y con la venia que me vuelve a otorgar el amor de un padre, mi hija Laura desveló la verdadera realidad al descubrir no solo que mi abuelo en efecto llegó a ser masón, sino que adquirió el máximo grado de Gran Maestre. Y añade que la importancia y el prestigio del que al parecer disfrutaba en Cuba la masonería entre los hombres de comercio, bien pudo ejercer una influencia en la decisión de mi abuelo de relacionarse con esa organización.

 

No debe sorprender ahora que un empresario tan disciplinado, trabajador y responsable como fue Luis Suárez Galván admirara tanto la eficacia, organización y el pragmatismo norteamericano. La situación caótica de Cuba tras la Guerra de Independencia que terminó sin más ni más en la nueva colonización de por sí bastaría para explicar dicha admiración. Pero toda admiración en este sentido tenía un límite para él. No era don Luis de aquellos españoles –que los hubo– que dieron la bienvenida al nuevo imperio, esperando –ingenuos– que sus condiciones económicas mejorarían de golpe, sin percatarse de que la competencia ahora sería aún más ardua por más desequilibrada. Nunca renunció a su ciudadanía española, y cuenta también la leyenda familiar (cuya fuente concreta creo que fue mi tía Elisa) que en un balcón de su casa colgaban lado a lado la bandera española y la cubana. No se crea que se trataba de un ardid  para estar con Dios y con el Diablo. No estaba el ambiente ni para bromas ni para veras, ni mucho menos como para pretender que en un país tan apasionadamente dividido, los partidarios de una autonomía –probablemente la opción que esas dos banderas querían indicar– podían andar a sus anchas y manifestar su predilección. Hay que tener en cuenta que la compleja situación política del momento, como se ha documentado ampliamente, llevó a un número considerable de canarios, entre ellos a nadie menos que Secundino Delgado (ya casado con esposa norteamericana, ya padre de dos hijos norteamericanos, y a punto de nacionalizarse cubano), a apoyar la independencia cubana, y a alistarse otro número considerable de canarios en el ejército mambí. Sería por eso mismo que en un momento dado, considerando que la situación había alcanzado un cierto, si no un alto, riesgo de peligro, de acuerdo a esa misma fuente familiar, decidió mudarse mi abuelo con la familia a México comenzada ya la Segunda Guerra de Independencia, y viajando él solo intermitentemente a Cuba para intentar controlar sus negocios lo mejor posible bajo las circunstancias. 

 

 

Llama la atención que haya elegido México, y no Estados Unidos, país con el que ya había establecido sustanciosas relaciones comerciales tras haber creado en 1883 la antes mencionada Casa Galbán, Río y Compañía, incorporada en los propios Estados Unidos, así facilitando, en principio al menos, cualquier visado o permiso de residencia, aunque también es verdad que siendo español, es posible que se le hubiera negado, no obstante esos intereses empresariales. Puede que esa decisión de residir en México durante la guerra se haya debido a una coyuntura imposible de averiguar. O puede también que el papel que jugaba Estados Unidos con respecto al destino que ya se preveía, y que ese país preparaba para Cuba, de alguna manera lo hubiera desanimado a residir allí, quién sabe. Lo cierto es que años después mi padre y tíos asistirían a la escuela en Estados Unidos, donde, de hecho, moriría mi abuelo durante unas vacaciones en 1917.

 

Pese a su prudencia, y nueva manifestación de modestia, a la hora de aceptar ofertas de prestigiosos puestos por temor a no tener la preparación que él consideraba necesaria, fueron varios, no obstante, los nombramientos que sí llegaría a aceptar en las corporaciones económicas, como presidente de la Cámara de Comercio, y después, Presidente de Honor de la misma. Tampoco faltarían los nombramientos de parte de la administración norteamericana una vez terminada la guerra. Pero cabe indagar si llegaría a arrepentirse, en parte, al menos, respecto al que sería indudablemente el mayor nombramiento y honor que recibiera de los norteamericanos, a saber, el de haber sido elegido para presidir la junta directiva de la North American Trust Company, o fondo de fideicomiso. Se trata nada menos que de la institución bancaria cuya sucursal en La Habana era la depositaria del dinero del gobierno, e institución que después le encargaría de fundar y organizar nada menos también que el Banco Nacional de Cuba, de cuya institución sería Luis Suárez Galván el primer presidente. Pero lo que cabe indagar más concretamente es por qué, y por voluntad propia, disfruta de ese honor escasamente un año, tras el cual y después de una segunda reflexión, decide dimitir, argumentando que no considera que un extranjero debería ser el presidente de un banco nacional (lo que, irónicamente, no impidió que otro extranjero le sucediera). Sin embargo, ya antes don Luis había aludido a cómo, además de las dificultades de tener que acoplarse a unos cambios arancelarios y nuevos métodos administrativos impuestos por los norteamericanos, tuvieron los negocios de Cuba que defenderse contra una invasión de hombres de negocios de los Estados Unidos que cayeron sobre el país ávidos de adueñarse del comercio cubano sin dejar de repetir en seguida esa calificación bélica de invasores que ejercían una fiera acometividad (21), la cual, por cierto, no bastó para impedir que la Casa Galbán y Compañía, contraria a tantos negocios cubanos, saliera, no ya indemne de esa crisis, sino más fortalecida aún. Ese lenguaje que emplea ahí mi abuelo, desde luego, no deja la más mínima duda en cuanto a su rechazo de esa ferocidad que, en definitiva, no es otra que la del Darwinismo social que ya para ese entonces llevaría a Rubén Darío a denunciar esa misma actitud feroz en su “Oda a Roosevelt”, autor este último, se recordará, de la famosa frase, también de la época, América para los norteamericanos. Todo da a entender, como ya entendió Heriberto Lobo, que además de considerar que un cubano debería presidir el banco nacional, manifestando así claramente un sentido de justicia y dignidad para la nación que lo adoptó, esa renuncia de mi abuelo era también una denuncia de los procedimientos impuestos por los americanos que contaban con la mayoría de las acciones, denuncia tan vehemente que don Luis no solo renunció irrevocablemente al cargo de Presidente, sino que además cortó sus relaciones comerciales con la institución (Lobo, 9). Por lo demás, queda del todo manifiesto que si, según ya dijimos parece ser el caso, don Luis consideró la alternativa de mayor autonomía como la mejor para Cuba, lo hizo por una convicción compartida asimismo por un número de cubanos, y que para él implicaba lo mejor para el pueblo cubano, sin implicar, sin embargo, y como hemos visto, renegar del respeto, dignidad y justicia que él consideraba irrenunciable para ese pueblo. Aun cuando no compartamos esa convicción, ello no impide que sigamos respetando la buena voluntad para Cuba que indudablemente mantuvo siempre mi abuelo al ejercer su derecho a opinar sobre lo que le parecía la opción más viable.

 

Permítaseme terminar continuando con otra opinión de carácter personal: me nacieron en Nueva York, me criaron en Cuba y me trajeron por primera vez a Santa María de Guía a los once años un verano que para mí no ha terminado aún, pues se ha prolongado a lo largo del tiempo con numerosas visitas, aunque no todas las que yo quisiera. Puedo decir que ya yo conocía Guía antes de llegar aquí, merced a los relatos de mi madre y la presencia de mi tía, Toni, quien vivió con nosotros en Cuba y que siempre me mostró un especial cariño. Pero yo venía de Nueva York, donde ya vivíamos, y aunque no es verdad todo lo que se dice de esa ciudad, ya que no es simplemente un lugar de una dureza tan fuerte como la piedra de sus rascacielos y el asfalto de sus calles, pues como me ha enseñado la vida, y como toda ciudad, Nueva York puede ser simplemente tan inhumana como humana. Sigue siendo, no obstante, una gran metrópolis que, como todas no suele detenerse en las cortesías y atenciones cotidianas más comunes a otras ciudades de menor población. ¿Cómo, entonces, no sentirse inmediatamente acogido aquí aquel niño de once años, donde todo el mundo era familia, y aunque no lo fuera, me trataba como si lo fuera? Quizá, según me señaló con una de esas bromas que se tornan fácilmente veras un amigo canario en Madrid, Jorge Rodríguez Padrón, ocurrió que al llegar a Canarias, ese niño simplemente creyó, tal como en un sueño, que nunca había salido de Cuba.

 

Para colmo, mi madre y mi tía Toni me llevaron a una calle que se llama como mi abuelo. No sé si fue entonces o después que me enteré que el nombre original de esa calle había sido Calle del Agua, por razones que tampoco recuerdo ahora si se me explicaron ese mismo día o en otra ocasión.  En todo caso, hoy, al escribir esto, vuelvo a recordar de nuevo el sueño literario juvenil de mi abuelo, y me place poder decirle que otras famosas palabras de Shakespeare, en forma de pregunta, cumplen a la perfección con la respuesta que dio a ellas su vida: ¿Qué hay en un nombre? Porque su nombre es como agua bendita que, junto con tantas vidas, regó de ejemplo también la de sus nietos, uno de los cuales no encuentra mejor manera de volver a terminar sin poder terminar –perdónese la redundancia paradójica– de agradeceros esta oportunidad de compartir con su pueblo su recuerdo.

 

 

Bibliografía

González Díaz, Francisco, Un canario en Cuba. La Habana: Imprenta La Prueba, 1916.

Lobo, Heriberto, Apuntes autobiográficos de Heriberto Lobo. Manuscrito fotocopiado, foliado a mano.

Rathbone, John Paul, The Sugar King of Havana. The Rise and Fall of Julio Lobo, Cuba’s Last Tycoon. New York: The Penguin Press, 2010.

Suárez Galván, Luis, Memorias. Manuscrito fotocopiado, foliado a máquina con números romanos que al citar aquí se sustituyeron por arábigos.

Tabares Sosa, J, “Iniciativas canarias”, Cuba y Canarias: 8 de septiembre de 1912.

 

 

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