Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Ochenta y cinco años de la visita de los Reyes de Bélgica al Valle de La Orotava.

Lunes, 19 de Agosto de 2013
Melecio Hernández Pérez
Publicado en el número 484

Cuando divisaron el Valle, admirados de tanta armonía vegetal y de sus montañas tocando el cielo, se extasiaron contemplándolo y prodigando los más encendidos elogios que son compartidos por los componentes de la comitiva. Prometen bajo el influjo de aquella maravilla contemplativa volver a visitarlo.

 

 

De las visitas reales a Canarias y, en particular, a la isla de Tenerife de monarcas de España y países europeos en el primer tercio del siglo XX, la de mayor trascendencia y recordación en los anales de la historia insular es la de Alfonso XIII, en 1906, año del Rey, y que todavía hoy se recuerda como uno de los viajes memorables de antaño, tal vez por tratarse del primer soberano español que pisaba tierra canaria.

 

Pero no va esta crónica de hoy de la egregia visita del Rey católico, amante de su patria y muy español, que se ganó el corazón y las simpatías del pueblo canario; trato aquí de otra visita Real que en 1928 efectuaron a Tenerife los reyes de Bélgica Alberto I y Elisabeth, quienes el 11 de junio, lunes, se trasladaron al Norte de la isla con el expreso propósito de contemplar y admirar el renombrado Valle de La Orotava; por tanto, ochenta y cinco años nos contemplan.

 

Los reyes belgas llegaron a Tenerife de incógnito atendiendo la voluntad de los soberanos que pretendían pasar desapercibidos, como si de turistas comunes se tratara. De madrugada, arribó al puerto capitalino el barco de bandera belga Thysville; y como queriendo apurar su breve estancia de un día, desembarcó el regio viajero a los ocho de la mañana, seguido de su séquito, sin ningún ministro de la corona ni altos dignatarios del Reino. Solamente figuran como acompañantes el general Swagers, el doctor Wolf, médico de la familia real, el mayor Van Overstraeten y el presidente de las Compañía Belga Marítima del Congo, y la Cía. de Ferrocarriles, Mr. Cattier. A la reina acompañan varias damas de honor.

 

Esta escala del Thysville en su ruta al Congo para inaugurar un monumento a su tío, el rey Leopoldo II (1835-1909), y una línea ferroviaria, es independiente de la función Real por conocer el valle legendario y centro de emplazamiento del mítico Jardín de las Hespérides que la naturaleza prodigó dotándolo de incomparables paisajes y de exuberante vegetación al pie del famoso Teide, como uno de los pocos parajes del Planeta equiparable al hipotético paraíso terrenal.

 

No hubo recepción oficial ni ofrendas por parte del Consulado de su nación y autoridades provinciales, en acatamiento a las instrucciones del Ministerio de la Gobernación y la recomendación de los monarcas de desembarcar en la isla y recorrerla a su aire sin ser reconocidos. A pesar de las precauciones y reservas, pronto corre el rumor, y cuando el monarca se dirige al desembarcadero para recoger a la reina, el público se había congregado en las proximidades de la marquesina del puerto para aplaudir y vitorear a la Real pareja.

 

Después del encuentro con el cónsul de su país, Fernando de Massy, que seguía fielmente el sencillo programa trazado por los mismos soberanos, el rey que viste de paisano recorre junto al general Swager y Mr. Cattier, sin protocolos, placenteramente, en una mañana primaveral, algunas calles, plazas e iglesias, admirando los jardines que se cruzan a su paso.

 

Parten para el interior de la isla en dos coches, y se detienen a lo largo del trayecto para disfrutar y contemplar libremente el paisaje, mientras la reina hace fotografías, interesándose por los usos y costumbres de los campesinos, al tiempo que recolecta con esmero plantas silvestres que crecen por doquier.

 

 

Pero mientras los coches ruedan hacia el Valle, digamos que este rey sucesor de Leopoldo II, que fue muy querido por los belgas, supo defender el honor y el suelo de su país cuando los alemanes, menospreciando la neutralidad que Prusia había garantizado con Londres en 1839, invadieron su territorio en 1914. Se puso al frente del ejército belga y resistió bravamente los ataques alemanes, cerrando al invasor el camino de Dunkerque y de Calais. Mientras el gobierno se trasladaba a Francia, Alberto permaneció en la única región de Bélgica no ocupada por los invasores, en estrecho contacto con sus salvadores. Por su conducta mereció el sobrenombre de Rey Caballero. El insigne escritor, periodista y político español Vicente Blasco Ibáñez, nacido en Valencia en 1867 y fallecido hace también ochenta y cinco años en Menton (Francia), escribió de él lo siguiente: Su familia no lo educó para monarca. La corona de Bélgica estaba destinada a otro. Él era el segundón modesto y estudioso, condenado a la más difícil de las situaciones en que puede verse un hombre inteligente: ser demasiado para imitar la vida ordinaria de los demás; ser muy poco en el mundo donde lo colocó el nacimiento. De seguir sus gustos hubiese sido ingeniero. Le atrajo siempre la labor de las minas, con sus peligrosos mortales. No siendo príncipe, había emigrado a Estados Unidos para crearse una fortuna, como muchos compañeros de su adolescencia a los que trató en las escuelas de Bélgica. Pero intervino la muerte inesperadamente y el segundón pasó a ser heredero de la corona, y luego rey. Muchos parecen nacer con el firme propósito de llegar a héroes. Desde la infancia asaltan los primeros sitios; luego estudian sus gestos y sus palabras, adoptan posturas teatrales, emprenden mil cosas a la vez, buscan en toda ocasión asombrar a las gentes, quemarían medio mundo si esto pudiese dar brillo a su gloria neuroniana; y, sin embargo, no consiguen sus propósitos. Pueden llegar, en fuerza de locuras, a infundir miedo, pero nunca amor ni admiración. Este joven rey que no ha pensando jamás en deslumbrar a nadie, pero que no conoce las aptitudes escénicas, que desea vivir en una paz laboriosa con su pueblo de trabajadores, y ha seguido una existencia recta, tímida y larga a la vez, como las líneas de su cuerpo, es un héroe, sin ansiarlo ni buscarlo; el héroe más generoso y simpático de todo el siglo XX.

 

Cuando los reyes divisaron el Valle de La Orotava, admirados de tanta armonía vegetal y de sus montañas tocando el cielo, se extasiaron largo tiempo contemplándolo y prodigando los más encendidos elogios que son compartidos por los componentes de la comitiva. Se toman varias fotografías, y promete bajo el influjo de aquella maravilla contemplativa volver a visitar el impresionante y sereno Valle de La Orotava.

 

En la Villa de la Orotava, por la proximidad de las Fiestas del Corpus, son sorprendidos con la grata oportunidad de admirar el gran tapiz de flores naturales en el plaza de la Constitución, realizado por Felipe Machado, ocasión que aprovecha la reina para obtener fotografías de la inmensa alfombra.

 

Por los rotativos La Prensa y La Tarde de aquel año, sabemos que visitaron la Hijuela del Botánico y que, posteriormente, seguido de su séquito, se dirigieron al Puerto de la Cruz, al Hotel Taoro, donde almuerzan y pasean por los espléndidos jardines que rodean el majestuoso establecimiento. Continúan la excursión y visitan el Jardín Botánico, donde fueron recibidos en la puerta por los señores Bolinaga y Menéndez, director e ingeniero agrónomo, respectivamente, que sabían de la llegada de SS.MM. La reina fue obsequiada con especies botánicas de su predilección, demostrando en todo momento un gran interés y atracción por nuestra flora autóctona.

 

De regreso con dirección a Santa Cruz, se detienen nuevamente para admirar el valle que lucía deslumbrante en un día radiante de sol y cielo azul en toda su plenitud paisajística, volviendo a reiterar su deseo de volver a visitar el valle que tanta impresión le había causado. La comitiva siguió su destino, y después del agasajo íntimo se les hizo un banquete en el Consulado de su nación, con la asistencia de las principales autoridades, que no quisieron perderse el placer de saludar a los ilustres personajes, ya que la noticia dejó de ser reservada para hacerse pública y notoria. Al anochecer, en la marquesina del muelle, el público tinerfeño congregado despidió con aplausos a los reyes con eco prolongado de vítores que se extinguió cuando apenas era perceptible el flamear de pañuelos a bordo del Thysville que partía rumbo a Boma y Matadi (Congo).

 

 

Ahora en 2013, ochenta y cinco años después, ese valle que hizo alterar el rumbo de reyes, naturalistas, escritores, románticos, etc. por su bien acreditada fama tanto climática como paisajística, ya no sólo no motiva a relevantes personalidades ni a viajero alguno con el expreso propósito de su contemplación. Y es que el valle de hace décadas, del que todos nos sentíamos orgullosos, ya no existe. El valle, y con él la alfombra vegetal y paisajística que daba vida y color, se ha tornado de asfalto y de cemento por la planificación demoledora de unos políticos en contra de la voluntad de la mayoría de los tinerfeños. El progreso ha urbanizado buena parte del verde valle de La Orotava. La fértil tierra que se adaptó a través de los tiempos a los distintos monocultivos asoma escasa y tímida como último reducto del verde esmeralda del platanar que parece anunciar con extinguirse en un periodo no muy largo en nuestra comarca. Entonces, parodiando a Viera y Clavijo, ¡qué desnudez más triste la de un valle sin paisajes y sin verdor!

 

Seguro que los reyes de Bélgica, Alberto I y Elisabeth, si resucitaran para cumplir su promesa de volver a ver el valle que les enamoró, derramarían lágrimas de impotencia, rabia y dolor, como tantos otros viajeros de centurias pretéritas. Nosotros también dejamos a las corrientes generaciones de nuestra tierra la vergüenza de un desarrollismo mal entendido.

 

 

Las ilustraciones pertenecen a varios ejemplares de La Prensa de junio de 1928.

 

 

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