Revista nº 1040
ISSN 1885-6039

Crónicas optimistas. Los últimos textos publicados por Alonso Quesada en la prensa de Las Palmas de Gran Canaria.

Martes, 27 de Noviembre de 2012
Antonio Henríquez Jiménez
Publicado en el número 446

En el caso de hoy, los textos que servirán para el recuerdo vienen firmados, pero con un pseudónimo que no había trascendido antes, Santiago Paternoy, que aparece en una serie titulada Crónicas optimistas, publicadas en el último año de su vida.

 

 

Introducción

En otros rescates anteriores les he hablado de que aún queda muchísimo Alonso Quesada por publicar, sobre todo textos en prosa, de varios tipos: críticas literarias, crónicas, comentarios, etc. Muchos de estos textos aparecen sin firmar, o con uno de sus múltiples pseudónimos, que van cambiando a través de su vida. Se da el caso de que en un mismo número de un periódico pueda aparecer un texto suyo firmado con su nombre y primer apellido, otro con un pseudónimo y otro sin firma. Conociendo su manera de expresarse, con un somero análisis textual se descubre enseguida la autoría de estos textos sin firmar.

 

Como todos saben, Rafael Romero dejó de existir a comienzos de noviembre de 1925. Hace poco se cumplían 87 años del triste acabamiento. Sirva este rescate para recordarlo una vez más.

 

En el caso de hoy, los textos que servirán para el recuerdo vienen firmados, pero con un pseudónimo que no había trascendido antes en los periódicos donde solía escribir Rafael Romero Quesada (ni tampoco en los estudios sobre su obra). Se trata de Santiago Paternoy, que aparece en una serie titulada “Crónicas optimistas” del periódico de Las Palmas de Gran Canaria El Liberal, el último periódico en el que colaboró. Consta la serie de 9 crónicas, publicadas en el último año de su vida. La enfermedad le impidió seguir colaborando en el periódico, del cual era la verdadera alma; tanto, que se nota cuando lo deja (esto sucedió siempre que dejaba un medio de comunicación).

 

Como casi siempre, Rafael Romero elige para firmar sus textos a un personaje del mundo de Benito Pérez Galdós. Santiago Paternoy lo es del drama Los condenados (1884). Se trata del hombre sabio y bueno, que decide casarse con Salomé después de dedicarse a la vida de religioso, que perdona y comprende los amores de su mujer con un bandido de los contornos (José León / Martín Bravo), a quien salva la vida por dos veces. Como ven, el colmo de la bondad; algo muy evangélico, por otra parte.

 

Estos últimos escritos de Rafael Romero Quesada, enmascarándose una vez más en un personaje galdosiano, transmiten una amargura más grande que en sus escritos anteriores. Simula abominar de sus críticas pasadas al estado de la ciudad y al modo de ser de sus habitantes; pero está indicando, a mi entender, la imposibilidad de cambio de la sociedad en que vive. En cierto modo, reinterpreta la obra de Galdós, donde se nos cuenta una utopía. Parece como si el proceso de la enfermedad de Rafael Romero se viera retratado en estas prosas, y presintiera su acabamiento, que ocurriría el 4 de noviembre de 1925.

 

No me resisto a transcribir casi entera una carta de Rafael Romero a su gran amigo Luis Doreste Silva (en París), para que el lector pueda comprender mejor el estado físico y espiritual en que se encontraba su autor al escribir estos textos. Se puede leer al final de este trabajo.

 

Nos descubren su autoría, no sólo el estilo de estas prosas, con el empleo de vocablos y construcciones usuales en sus escritos, sino también las referencias a los hechos que ha fustigado anteriormente. La Dictadura de Primo de Rivera ha dejado el paso en la alcaldía de Las Palmas a un alcalde y a unos concejales contrarios a la actuación de su “patrón” en la política del Ayuntamiento de Las Palmas, José Mesa y López. Rafael Romero no deja ocasión de defenderlo, aprovechando los resquicios que le ofrece la censura de la prensa para tomarles el pelo y reírse del nuevo alcalde, Federico León, y del consejero del Cabildo, Alfonso Lisón Lorenzo. Si anteriormente se cebó en las cupletistas Raquel Meller, la canaria Úrsula López (llamada la tiple del automóvil) y su sobrina Yulú, ahora arremete contra la Goya. Hay referencias a las actuaciones de los canónigos de la catedral de Las Palmas de Gran Canaria. El monumento a Hurtado de Mendoza de la Plazuela ya no es un conjunto escultural adquirido por catálogo a los proveedores de cementerios italianos. La Casa de los Tres Picos del barrio de San Roque es vista con otros ojos ahora. Habla de dos calles del Puerto, etc. En su momento estos escritos estaban plenamente contextualizados, pues todos hacen referencias a asuntos que se ventilaron en la prensa, a veces con bastante polémica. Tengo recopilados también todos los textos en que critica estos aspectos de la ciudad de Las Palmas, como siempre con la perspectiva del paseante de la ciudad, siguiendo la estela de Baudelaire, y, además, con una impronta totalmente surrealista, como ha comentado en varios lugares Jorge Rodríguez Padrón.

 

El lector notará cómo en muchos aspectos estas crónica son de actualidad. El retrato de nuestra manera de ser es contundente. Quizás en esto estribe el miedo de ciertos “grupos” o “familias” a la obra de Alonso Quesada, y la cicatería en presentar toda su obra, pues aún “molesta” su esquinado modo de interpretarnos. De hecho, se nos anuncia por una entidad oficial la publicación próxima de una antología del escritor, en vez de comprometerse con toda su obra. Pero, desgraciadamente, así obramos por aquí. ¡Cuánta cosa interesante de nuestros escritores más lúcidos yace aún sin conocerse!

 

Estos textos se presentan ahora por primera vez reunidos en serie. En nota, remito al lector al “Apéndice”, donde se pueden ver, en nueve apartados, algunos ejemplos de similar empleo de escritura en otros escritos de Rafael Romero. La única abreviatura que empleo es OC (Obra Completa).

 

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Este rescate es un poco más exteno que los anteriores. El lector puede elegir cualquiera de las crónicas y dejar de un lado mis comentarios y contextualizaciones. Un trabajo más exhaustivo sería necesario para comprender todas las referencias que se encierran en los textos. Me he decidido a sacar este trabajillo en una revista digital al ver la casi imposibilidad de que lo que queda por conocer de la obra de Alonso Quesada se publique en libro. Como se ve, los que tienen que ver algo en nuestra cultura hacen por no saber de estas cosas y eligen para editar a Alonso Quesada precisamente a los que no lo han trabajado sistemáticamente y con seriedad, sino a compás de intereses, e incluso nos lo han presentado disminuido o mal leído.

 

Crónicas optimistas

 

 

Crónicas optimistas. Prólogo

Yo soy un optimista. Pero no un optimista a nativitate. No. Acabo de hacerme optimista, por empeño del amigo doctor, de la familia y de algunos amigos.

Me he hecho optimista para combatir la neurastenia. La neurastenia es una cosa invisible llena de detalles absurdos. Usted está en una visita y de pronto siente deseos de orinarse en la sala. Y usted va diciendo: “Nada, ahora mismo doy un espectáculo. Me subo sobre el piano y hago la pequeña necesidad.” Y cada segundo va usted sintiendo como un violento impulso epiléptico y acaba usted por dominarse y despedirse de un modo brusco. La gente de la casa que no sabe el gran favor que usted les ha hecho dirá: “¡Qué hombre más mal educado!”

La neurastenia viene muchas veces de leer uno que en todas las verbenas rifan un mantón de Manila y llega uno a sentir el terror de sacárselo. Otras veces el neurasténico se sienta en una de esas sillas que pone el municipio en los jardines y se imagina que está sentado sobre una tunera. Y se levanta y dice: “Es una tunera”, en tanto los amigos lo miran a uno estupefactos pensando: “Este se va listo.”

Usted necesita distraerse; la vida aislada es perjudicial al sistema nervioso. Y uno está, realmente, tranquilo, sin preocuparle esa distracción. –¿Distraernos en qué, amigo? Hombre, ahí tiene usted el foot-ball, el Circo con la Goya, el asalto del Casino. –¡Pero ni la neurastenia que nosotros tenemos nos la ha producido el asalto al Casino, la Goya y el foot-ball! –Pues hay que combatirla.

Sí. Hay que combatirla. Los grandes pesimistas son optimistas en el fondo; el pesimismo es un estado de humour*. Hay que alegrarse, ver la vida sonriente y en esos días de sol, días de recalcitrante optimismo, abrazar a la gente que nos encontramos por la calle.

Si uno se encuentra un pequeño bicho en las sábanas de una cama de hotel, debe uno cogerlo de un modo optimista y decir: “Hombre, una chinchita; la llevaré mañana a la mesa para verla saltar sobre el mantel.” –Nada de protestas al dueño. En el acto se apoderará de usted la neurastenia, y le pedirá la cuenta para mudarse de hotel.

La cabeza alta, siempre. La neurastenia se mete en las cabezas bajas, aunque esto parezca raro, ya que el sistema nervioso solamente suele descomponerse con el ejercicio intelectual. –Y si el ácido úrico se le mete a usted un día en una pata y tiene que salir a la calle cojeando, hay que poner la risa en la boca y decirle a todo el mundo: “¿Ha visto usted qué cosa más graciosa? Todo esto que tengo en la pierna ni es un clavo atravesado, ni una bala, sino un ácido.” ¡Viva el optimismo!

El optimismo es casi tan antiguo como el mundo. Eso de poner la mejilla izquierda a disposición del que nos ha abofeteado la derecha es un ejemplo de optimismo cristiano. Resignémonos a no sufrir y cantemos las glorias de los grandes optimistas históricos.

Y si alguien, malatrevesado, osara decirnos que optimista es sinónimo de estupidez, arrojarle a la cara la terrible frase: “¡Neurasténico!”

Yo quiero, desde hoy, ser optimista. Me presento a los lectores con tres cajas de cacodilato en el buche y unos cuantos huevos pasados por agua, que también han contribuido un poquito a mi renovación.

Y hasta la próxima. Hago con la punta del dedo índice un empujoncito en el vientre del lector, al mismo tiempo que le digo: “¡Guajijo!...”

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* Apéndice 1.

 

Crónicas optimistas. De paseo

Hoy es un día claro. Acabamos de leer un artículo, no sabemos si atrasado o actual, de nuestro amigo el consejero Lisón, que es uno de nuestros mayores optimistas. Y bien sea la claridad del día o bien las palabras del escritor, lo cierto es que echamos a correr por esas calles, con una alegría inusitada. Todo nos parecía maravilloso, confortador. Al llegar a la calle de Viera y Clavijo la vimos sin árboles y tenía una anchura doble y una magnífica amplitud luminosa. Don Federico* –dijimos– es hombre de pupila. Desde su ventana los árboles le impedían ver el bosque y, en vez de ponerse unos lentes dobles, mandó quitar los árboles. Estábamos contentos por hallar estas cosas tan bien; la neurastenia iba, sin duda, desapareciendo. Nada como procurar la alegría; los pies nos hormigueaban** de satisfechos. Posiblemente los glóbulos rojos habían aumentado, y estaban aumentando.

Porque, luego, en la Plazuela, delante de aquello que nos pareció catafalco un día, sentimos cómo nuestro cuerpo se iba llenando de un calor confortable, algo así como si nos hubiéramos tomado una copa de vino dulce. Ciertamente hemos sido injustos. Esta señora tiene su línea y el ramo de laurel está colocado con mucha gentileza. ¡Vivan los catálogos! –dijimos–. Nada como un catálogo completo. El catálogo del Printemps, por ejemplo, tan popular, es como un breviario doméstico. Los catálogos de estatuas son como la Biblia escultórica de las ciudades cultas. Evita quebraderos de cabeza y facilita el optimismo de las comisiones. Las estatuas de cementerio, tan blancas, tan lavadas, dan cierta alegría suave al lugar y así uno no siente la congoja pesimista del morir habemus. Aquellos senitos*** alimonados de las estatuas, la gracia de aquellos vientres incólumes dan un gran resultado en el sistema nervioso de los visitantes que, como nosotros, fuimos tétricos. Y el llevar fuera del camposanto las patronas es un gran acierto, que así el espíritu se va acostumbrando a la muerte. La Plazuela, pues, es casi una profilaxia, de la visión. En buen hora fue colocado este monumento que armonizan unas ranas silenciosas, ranas que se pudieran tomar por almas en pena para que haya más carácter.

¡Mañana deliciosa y optimista, que nos levanta el ánimo y la cabeza! Allá, lejos, en lo alto de la loma, la casa de los tres picos nos atrae con su vieja cursilería. Y poco a poco nos vamos acercando a las veredas que llevan a la casa, un poco ruinosa ya y casi abandonada.

Pero no son tres picos. ¿Por qué todo el mundo la llama casa de los tres picos si tiene ocho picos? Tres picos arriba, otros tres en la parte baja y un pico a cada lado. Y los ocho picos se ven de lejos. Abreviar los picos no es optimismo, es pereza. Nosotros queremos concederle a la casa sus ocho picos. En esta mañana le pondríamos dieciséis picos para que se viera nuestro excelente afán optimista. Pero ya ocho picos es algo importante. Quede escrita esta revelación para que de hoy para siempre la casa tenga sus títulos verdaderos. Ha sido preciso nuestra alegría para este descubrimiento. Probablemente en otros tiempos de malhumor la hubiéramos emprendido con la ridícula casa y le hubiéramos echado a tierra hasta los tres picos conocidos.

Todo, alrededor de la casa, es sonriente, ameno; abajo, el paseo de los Andenes, el paseo enemigo del Alcalde, más optimista aun que nosotros, sonríe, lleno de sol, al desdén de don Federico; las fincas de los Barrancos, exuberantes, y la cuesta de San Roque, como un vientre embarazado... Todo respira renovación, optimismo. ¿Cómo hemos podido protestar alguna vez? Indudablemente, estábamos listos.

Y entonces hemos sentido un deseo de ser concejales, de ser consejeros como el citado amigo Lisón, para poder pedir todos los días alguna cosa y que los periódicos digan: “A petición del señor Tal...”**** Y uno poder soñar que cumple una misión patriótica. Y si vemos que las calles están horrorosamente sucias, exclamar con nuestro más elevado tono optimista: “Sí, sucias; pero nosotros no tenemos culpa. Esta porquería viene de los tiempos del Ayuntamiento anterior...”

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* Federico León es el alcalde de Las Palmas, nombrado por el Directorio de Primo de Rivera.
** Apéndice 2.
*** Apéndice 3.
**** Apéndice 4.

 

Crónicas optimistas. Sol bienhechor

Este mes de enero es el mes más optimista del año. Hasta hace calor. Varias veces, en otras ocasiones en que solía uno sentir sensación de pesadez en el hipocondrio derecho, hemos hablado mal de las veleidades de este clima; pero hay que rendirse ante este sol de enero, tan estupendo y tan constante. Sin duda este es un país ideal desde la coronilla hasta los pies.

Aprovechando este sol salimos contentos; hay que aprovechar todas las cosas alegres; el sol da de pleno en las casas y en los rostros de los transeúntes, tan torcidos en otro tiempo. Un rayo de sol, sobre una de estas caras peludas, las depila, y así se muestran sencillas y generosas, como en realidad lo son. Sólo la torpeza de nuestro hígado quebrantado podía ver falsedad y egoísmo en tales caras. Pero ya todo sonríe como en una nueva primavera.

Pasaron las Pascuas, pero quedó el ambiente y no sabemos por qué todo el año va a ser igual. Es una fortuna porque los carnavales se acercan y las canciones de la Goya se han de ver por las calles. En esos días el Alcalde estará ausente a causa de un viaje que prepara y nos presidirá el sonriente señor Ortiz, optimista también, como el consejero señor Lisón.

El templete que está entre las dos torres de la Catedral, tan ridículo ayer, era hoy una maravilla de gentilesco; el cielo azul de fondo, un cielo azul intenso, y el sol sobre los yesos del adorno los tornaba de mármol. Un canónigo, de los más gordos, pensamos, estaría muy optimista en el hueco del templete.

Los urinarios públicos estaban brillando de limpieza; el agua corría en ellos como en una fuente. Todas las calles de nombres nuevos se habrán juntado en comisión para dar las gracias al Municipio por su deferencia; una de ellas, sin embargo, la del Ingeniero Salinas, estaba un poco desconcertada. La de Fuerteventura pidió agua y no pudieron mandarle más que a los barrenderos.

Los lavaderos públicos se habían lavado a sí mismos y nada olía por aquellos alrededores. Era el sol, este sol de enero tan optimista, el que operaba el milagro.

Los cajones de Fuera la Portada tenían un aspecto de casas ingenuas primitivas. Y hasta las pringosas que solemos ver en las puertas, con aspecto de moras pobres, estaban pulidas y emblanquecidas por el sol.

Los gastos del Ayuntamiento se verían claros, y hasta los propósitos de la Corporación adquirían una claridad inusitada. Nosotros sentíamos inflar nuestros pulmones ante tanto bienestar y decíamos: “Nada, la neurastenia ha huido. El domingo nos metemos en el fútbol y echamos la salud renovada.”

 

Crónicas optimistas. El viento

Con el viento de estos días ha volado el último libro que teníamos metido en la cabeza: el Epistolario íntimo de Nietzsche*. Para volverse uno loco.

Pusimos la cabeza en el alféizar de la ventana, un poco inclinada hacia afuera, cogote al sur, de manera que cuando este amable viento diera uno de sus más contundentes soplos, no quedara dentro de nuestro meollo ni rastros. Junto con el libro había también unos párrafos, pero el viento fue tan devastador, que no me dejó ni siquiera ese regocijante fragmento, que en realidad más que interrumpir mi optimismo, lo agrandaba sobremanera.

¿Cómo hemos podido protestar alguna vez de este tiempo sur? Estos días sólo se oyen imprecaciones contra el maravilloso elemento. Los señores que cruzan la ciudad, agarrándose desesperados el sombrero, sólo maldicen: “¡Qué tiempo! Mire usted que en enero...”

Realmente voy a quedarme solo como optimista local. Yo, antes irascible y mala persona, como dicen por ahí cuatro mentecatos, he sido el único que ha recibido el tiempo, como si fuera un mote premiado**. He sentido el reuma circular por mi cuerpo y he dicho, sonriente: “¡Qué emoción más agradable me produce el viento!” –El cuerpo se estremecía un poco como si oyera la Patética, y hasta en una rodilla se me fijó algo así como una pedrada úrica. Sin embargo, decidido a no perder la chaveta, me puse a tararear el cuplet de los Muñecos que no le vi a la Goya sino a la criada de la vecindad. Y poco a poco la rodilla fue refrescándose. Al acabar el cuplet, el dolor había desaparecido.

Cada momento siento que el bienestar metafísico aumenta. Salí a la calle y el viento me llevó el sombrero. Con una resignación bíblica, casi con el mismo sentido cristiano que San Martín al compartir con el mendigo su capa, exclamé, viendo perderme por el barranco el sombrero: “Bien. Quizás al viento le haga más falta el sombrero que a mí.”

Y era cierto, porque nada menos optimista que un livianito de estos de tres duros; nada más opresor ni más pesimista que una cachorra. Siempre le sienta a uno mal, y así tiene uno que darle mil vueltas al ala, para que el nada bello rostro se oculte. Oprime las sienes y retiene con una crueldad de inquisidor todas las tonterías que se le ocurren a uno y que llevan fatalmente a la neurastenia. Luego es la gran incubadora de los catarros. Los catarros, ya sabemos que se cogen por amabilidad. Uno está sudando y pasa una dama a quien se saluda con el sombrero. Ya está el catarro cogido y con un catarro, sí que no hay optimismo que valga. Una de las causas que han contribuido a nuestra mejoría sonriente es no haber tenido un catarro este invierno.

Vaya pues en buen hora el sombrero con el viento; el viento le servirá de abanico, o de esos jimprillos que los pisaverdes hacen girar, como un molino, entre los dedos de sus manos.

El sombrero debía tener también algo pegado de literatura, quizás un periódico entre la badana porque nos quedaba corto. Sí, ahora recordamos que había un periódico. Pues aunque el libro y el discurso se los llevó el viento antes, notamos que al salir se nos metían unas cuantas majaderías en el caletre. Pero al partir el sombrero, la cabeza se quedó deshabitada y libre, sin pensamiento y sin preocupaciones.

Me había totalmente curado sin saberlo, con una receta del Doctor Yuverosimil.

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* Debe tratarse del Epistolario inédito, obra que es anunciada como una de las “Últimas novedades literarias” por la Librería Gran Canaria en El Liberal (4-I-1924).
** Apéndice 5.

 

Crónicas optimistas. Al aire libre

Como vivimos en uno de estos barrios retirados de la ciudad, hemos sacado nuestra pequeña* silla y nos hemos sentado en la acera. Nuestra mujer, asombrada, nos dice: “¡Pero, hombre, tú que te ponías como un energúmeno cuando salías de paseo por los barrios y tenías que bajar de la acera porque los vecinos frescos la tenían ocupada con sus sillas!...” Nosotros le hemos respondido: “Eso era en aquellos tiempos en que yo leía a Shopenhauer. Hoy, el señor Pérez Zúñiga me ha dado el suficiente optimismo para comprender.”

Cierto. El sentarse en la acera es casi un beneficio para el transeúnte. La perspectiva del paisaje cambia y esto es siempre una cosa agradable. Además, bajando la acera y subiéndola, el sistema muscular se desarrolla; las piernas se fortalecen y puede uno estar en condiciones de ser hasta futbolista. No sabemos cómo, antaño, podíamos enfurecernos con una cosa tan grata. Quizás, si llegamos a comprender antes, hubiéramos evitado la neurastenia que llegó después empujada por esta irritabilidad de las cosas pueriles. ¿Pues qué hay más amable que esas mujeres gordas escarranchadas en su silla, sobre la acera de la calle? Así parece que hay siempre fiesta en el barrio y turrones en la esquina, y nada más alegre y optimista que una fiesta de estos patronos tan conocidos y tan sonrientes.

Luego, el sentarse en una silla sobre la acera da la impresión de que todo el barrio se lleva bien, de que no hay chismes desagradables, como en esos bailes donde las señoras se sientan en fila a dispararse entre sí todas las ordinarieces distinguidas. Estas aceras con gente sentada tienen una sencillez primitiva, un encanto patriarcal que no comprendemos los que vivimos en la ciudad y hasta nos molesta el novio parado bajo un balcón. Despotricar contra esta costumbre es una impertinencia. Y no hay duda de que nosotros teníamos la chola bastante descompuesta para hallar frescura en una pobre gente que no cometía más delito que proveerse de ella. Porque no hay fresco más divino que este que se toma en las aceras de los barrios, ni tónico mayor. Se evitan los escaparates, esos terribles escaparates que tienen alfombras colgadas y no se ve más que un horizonte dulce, un paisaje honesto que va entibiando poco a poco el ánima**.

Todas las cosas que censuramos son hoy nuestros mayores amigos. Para curar el mal metafísico nada hay como reconciliarse con lo que odiamos. En cuanto uno pone una sonrisa sobre las cosas, las cosas cambian. Al sentarnos en nuestra silla sobre la acera y ver que el transeúnte se incomoda como en otro tiempo, nosotros sonreímos optimistas y decimos: “Jeríngate.” Y este deseo de jeringar*** al prójimo es la más contundente prueba del bienestar propio.

La tarde es clara; es decir, no es clara; pero, vamos, como esta crónica no lleva fecha fija, se puede decir que la tarde es clara. Dentro de unos días nadie sabrá si fue clara u oscura y más vale ponerla clara, si con esa claridad se hace propaganda de optimismo.

La tarde es clara. Nuestra silla ocupa el ancho de la acera. Pasa un presbítero, obeso, peludo. Impone. Y estamos a punto de quitar la silla para darle paso.

Pero el presbítero ilumina su rostro, sonríe amable y con un tono cristiano nos dice: “No se moleste usted. Está usted muy bien sentado. Pues no faltaba más! Las aceras son para eso...”

¿Las aceras son para sentarse? ¡Oh, Señor, este clérigo es todavía más optimista que nosotros! ¡Aún hay más cantidad de optimismo que reunir!

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* Véase En el solar atlántico. Panorama espiritual de un insulario. Edición, ordenación, introducción y notas de Antonio Henríquez Jiménez. Canarias, Anroart Ediciones, 2010, pp. 213-214.
** Apéndice 6.
*** Apéndice 7.

 

Crónicas optimistas. Detrás de la Catedral

¡Divinos cimientos traseros de la Catedral! Os vuelvo a ver después de muchos meses de ausencia. Y ahora me parecéis de un optimismo tan limpio y oloroso, que no puedo entender cómo pude en otros instantes irritarme y hacer burla de vosotros.

Sí. Sois los mayores optimistas aunque recogéis todo el amargo pesimismo del transeúnte, porque nada más convincente que ese hombre trágico que atraviesa doblado por la cintura los callejones oscuros de la ciudad.

Nosotros vemos cruzar a estos hombres y decimos: “He ahí un pesimista; boca dolorosa, ojos melancólicos, espalda apesadumbrada.” Pero lo vemos ocultarse detras de la Catedral y retornar al poco tiempo derechos, sonrientes, joviales. Y entonces rectificamos: “No, no es un pesimista, es un optimista.” Y es que el hombre volcó sobre los resignados cimientos de la basílica todo el pesimismo amargo, que los cimientos reciben para convertirlo en optimismo dorado, como la leyenda.

¿El sentimiento radica en el hígado? ¿La urea es el malhumor? Nada más regocijado y sano que el hombre que sale de los callejones oscuros. Pudiéramos suponer que un hombre que surge de un callejón tenebroso, en noche cerrada, es algo diabólico, terrible. Y sin embargo, ese hombre sale del callejón silbando, aunque no sepa silbar, sale cantando sin oído aquello de “En un taller feliz yo trabajaba”, y otras canciones bellas por el estilo. La trasera de la Catedral tiene esta virtud de crear optimismo de noche en una ciudad sin luz y sin atractivos.

Por eso, nosotros, acumulando bienestar psíquico, hemos venido a esta trasera a sonreír.

En otros días hubiéramos clamado contra los municipios que no pensaron siquiera dotar de urinarios a la ciudad. Acaso con estos urinarios no se podría lograr el optimismo de las traseras propicias. Cierto que teniendo el hombre departamento oficial que utilizar, no sentiría esos deseos desesperantes que hacen doblar la cintura y que preparan a esa satisfacción infinita de después, a ese optimismo radiante del silbido. Y si uno está un poco lejos de estos callejones, entonces, el optimismo que se logra es apoteósico: “Hola, mi queridísimo amigo”, grita uno al primer transeúnte que pasa y si este transeúnte a su vez sale de otro callejón nos responderá con un tono parecido: “Hola, mi atrayente compañero.” Y nos pondremos a hablar de las excelencias del tiempo, aunque el tiempo esté para que lo parta un rayo: “¿Ha visto usted qué noche más estupenda? Porque esta lluviecita que cae es hasta graciosa; a mí no hay nada que más me guste que sentirme en la cara esta caricia del agua.”

“Sin embargo hasta hace un momento la noche estaba mal.” –Y era cuando no llovía, pero nosotros no habíamos salido del callejón.

No sabemos cómo pudimos pasar tanto tiempo, sin esta otra fuente de optimismo. Cómo nos quejábamos de la falta de luz de la ciudad y del abandono de los callejones. Esta renovación maravillosa de nuestro espíritu debe confortar a los otros pobres descontentos que pululan por ahí con cara de fiera.

Interpretemos todas las cosas al través de este prisma alegre. Y si alguien nos habla de las ventajas de la higiene, digamos que sí, pero que la higiene y la porquería vienen a ser la misma cosa cuando se es cerdo de nacimiento.

 

Crónicas optimistas. El cuarto de baño

Blanco y brillante, es sin duda de lo más optimista de la vida. Otras habitaciones de la casa tienen cierta melancolía que sólo el cuarto de baño puede borrar.

En el comedor, flota generalmente un ambiente de inapetencia, sobre todo si uno se nutre de potajes; en la alcoba está una perspectiva de una gripe y en el despacho, sobre la triste mesa, las cuentas del mes. El cuarto de baño con su ducha nos libra de todas estas amarguras. Una casa, pues, sin cuarto de baño, es una cosa terrible, absurda.

Sin embargo... Hemos buscado una casa para mudarnos. Esta casa no está acabada aún, pero nos avistamos con el dueño. ¿Tiene usted una casa? –¿Quiere usted alquilarnos esa casa?– Y el dueño nos dice que sí. Está situada en un barrio, es una casa aparentemente pequeña. Sospechamos que no será muy cara y decimos: –¿Cuánto pedía usted por la casa? –¡Oh, no sabemos! Pero menos de veinticinco duros no será. –¡Cómo! –exclamamos aterrados. –¿En un barrio extremo, pide usted veinticinco duros por una casa? Será una casa enorme.– No, no es grande, más bien chica –nos responde, cachazudamente el dueño–, es pequeña, pero tiene cuarto de baño.

¿Cuarto de baño?– respondemos. ¿Pues todas las casas no tienen cuarto de baño? ¿Qué diría un inquilino si nosotros le dijéramos que nuestra casa la alquilábamos con un precio excesivo porque tiene comedor?

¿El hombre nos ha dicho eso del cuarto de baño con ironía? ¿O sólo como una esperanza de optimismo? ¿Cree este hombre feroz, que por bañarse debe uno pagar plus en un alquiler? ¿Si nosotros le dijéramos: “Quite usted el cuarto de baño”, el hombre rebajaría el importe? No. Porque entonces diría que la casa tiene escalera para subir a la azotea o que el retrete es inodoro. Él ha echado mano del cuarto de baño porque es lo más inaudito en este país moruno. Para un inquilino corriente el cuarto de baño es algo de lujo, algo así como la Cruz de Beneficencia, que se utiliza de cuando en cuando. Y ponerle un cuarto de baño a su disposición es darle cierta beligerancia social que él agradece en lo que vale. Así nos dice cuando ya mudado nos enseña la casa: “Tiene también cuarto de baño.”

Sí. El cuarto de baño es una aurora boreal* en nuestro domicilio. En un país de casas sin cuartos de baño, la que lo tiene es la verdadera casa optimista.

Podemos pagar los veinticinco duros y abrazar al casero que tuvo esta feliz idea de amenizarle la vida al inquilino. Porque, hasta sin bañarse uno, el cuarto de baño ilumina el hogar y despista esos bollitos que suelen salirnos en el cuerpo, cuando vivimos en esas otras casas donde no hay cuarto de baño ninguno.

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* Apéndice 8.

 

Crónicas optimistas. El lugar más optimista

Es, sin duda, la sala de espera de un médico.

¿Cómo? ¿Un lugar, donde la gente entra escuálida, arrastrando los pies, donde unos tristes niños nos miran melancólicos, quejándose de dolor de vientre y donde suele haber un hombre taciturno y lleno de aprensión en un extremo de la sala, como huyendo de nuestra mirada curiosa?

Sí. Todo esto es triste, pero las mujeres que llevan los niños son las mujeres más amenas y bulliciosas del mundo. Ellas llenan de luz esta triste sala de espera, y la tornan el lugar optimista que debe ser.

Y no se habla sino de enfermedades, de las gravedades pasadas. Y se arma un pugilato porque cada uno ha estado más grave que el otro. Y el más grave muestra más orgullo con su gravedad.

¿No es esto de un optimismo radiante? Acaso uno sintiera cierta vanidad de decirle a un señor que nos cuenta sus males: “Pues, yo afortunadamente y en buena hora lo diga, no he tenido en la vida ni un dolor de cabeza.”

Pero esto sería lo normal, quizás lo inhumano. Nuestro amigo sentiría un secreto rencor por nuestra salud. Y llegará hasta odiarnos y a huir de nosotros como se huye de un viento demasiado fuerte.

En la sala de espera, nadie, en cambio ha estado sano, y a mayor grado de enfermedad, más prestigio: “El año pasado –dice una mujer– estuve tan mala que los médicos no sabían qué hacerme hasta que don Fulano (aquí el nombre del médico en cuya sala de espera aguarda) me curó en una semana. Estuve muy malita, oliada.”

“Eso no es nada –aduce otra– en comparación a lo que yo tuve. Estuve cloroformada tres días.” –“Jesús, señora, –se oye decir desde un rincón– eso no puede ser.” –“Pues sí puede ser, –responde la mujer indignada– fue cuando tuvieron que sacarme a mi hijo el más viejo.”

Y se pone roja de indignación al ver su mal puesto en duda y para majar todavía a la que estuvo oliada, añade con una fruición verdaderamente heroica: “¿Y lo que tuvo mi marido? ¡Un tumor en la espina dorsal! Eso es estar enfermo, lo demás no son sino dolores de barriga. A mi marido hubo que operarlo y escapó de milagro. Me río yo cuando hablan de enfermedades graves.”

Ante tan espantoso argumento, los demás callan achicados y allí quédase la terrible mujer dueña absoluta de la sala.

Sin embargo, la lista de males prosigue y al final resulta que la humanidad es más doliente de lo que a primera vista parece y que el optimismo humano tiene aspectos verdaderamente desconcertantes.

Nosotros sonreímos ante tanta tortura, sonreímos dichosos apretándonos la rodilla reumática. ¿Cómo no, si los dolidos tienen por alegría su propio dolor?

No compadezcamos a los niños tristes que tienen entero-colitis porque estos niños el día de mañana han de exclamar orgullosos en su silla de la rebotica:

“Me cuenta mi madre que yo, cuando niño, estuve a la muerte de una enfermedad rarísima...”

 

Crónicas optimistas. El hombre de la camisa*

El Carnaval no es, ciertamente, una fiesta tan optimista como a primera vista parece. Cuando los ciudadanos van a divertirse, ya están cansados de pensar en la diversión y, así, hay algunos que, metidos dentro de un automóvil lleno de serpentinas, tienen todo el melancólico aspecto de convalecientes.

La sonrisa casi siempre es forzada, apenas traspasa uno los límites de los treinta. Es como si sintiéramos calor en el alma y entreabriéramos una ventana para recibir un poco de fresco.

Tres días de aburrimiento para el hombre que trabaja en una desorientación. Si el alcohol no cloroformara los espíritus, nadie resistiría la diversión más allá de la madrugada del domingo. Por eso, mirándolo bien, el Carnaval es una fiesta triste. Las ganas de juerga no es cosa fisiológica como el hambre que pide su ración a hora fija. La alegría es una improvisación. Por eso es alegría. De todas las manifestaciones del sentimiento es la que viene casi siempre sin esperarla: cuando la dispepsia está tranquila y el reuma abrigado. Aparece de pronto una mañana y el hombre invadido súbitamente por ella busca el esparcimiento aprisa y es cuando únicamente se divierte de verdad.

Pasan los coches y las máscaras y no se oye sino un grito general molesto. No se ve sino fatiga, cansancio, y se vislumbra un próximo derrumbamiento en el lecho, acosado por la acedia y el mal humor.

Pero el hombre de la camisa de mujer sí es optimista. Este hombre se pone todos los años el mismo disfraz. Y la camisa es la misma aunque esté nueva, porque era la camisa de la boda que no volvió a usarse desde que el hombre se la puso sobre sus pantalones de alcohol.

Esta camisa es todo un poema de estupidez. Han pasado los años y el hombre no ha tenido imaginación para inventar un disfraz nuevo. Por eso sale sonriente creyendo que cada vez es la primera ocurrencia. De aquí el optimismo luminoso de esta máscara única ingenua de la fiesta.

Otros hombres imaginan disfraces variados desde un mes antes de la fiesta. Y si el pasado año vistieron un pierrot rojo, este año lo visten verde. Pero aquí ya se ve una preocupación por la fiesta, una afectación de la alegría.

El hombre de la camisa se despierta el día de Carnaval sin acordarse del día y, cuando se da cuenta de que ha de estar tres días sin trabajar, la alegría le retoza en el alma y cogiendo la camisa y la guitarra se lanza a la calle con su sonrisa verdadera, a correr los Carnavales.

Nosotros contemplamos los Carnavales desde el balcón de nuestra casa. Estamos un poco melancólicos. Recordamos otros días en que nosotros también corríamos los Carnavales, y nos surge un instante feliz, en la memoria. Esta tristeza de ahora no es, después de todo, más que la tristeza pasada que brota clarísima en el recuerdo.

Si no fuera el hombre de la camisa de mujer que aparece en una esquina, este tumulto de mujeres y hombres dando gritos más parecería motín popular, que no jarana de unos seres a quienes la sociedad, alcahueta compasiva, concede estos tres días para que se desfoguen la ordinariez y la poca gracia.

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* Apéndice 9.

 


APÉNDICE

1. El término humour lo emplea Rafael Romero en el capítulo VIII de Las inquietudes del hall: “¡Ah, vamos! Un castigo. ¡Qué esprit! Mi hongo ha sido castigado... De manera que mi hongo ha tenido el honor de ser motivo de humour... Humour! Estoy hasta la misma barba de cosas humorísticas. Tráeme el hongo, ingenioso gamin...”; en el “Diálogo” del comienzo de Smoking-Room: “El Autor.– Justo. Mr. John fue. ¡Gran amigo! Su monóculo era de un cristal extraordinario. Él decía que todo el humour está en el monóculo”.

2. El término “hormiguear”, y sus derivados, aparece en “Crónica de la ciudad. Musiú ilustre” (El Ciudadano, 5-IX-1919; OC, t. 4, pp. 345-346): “Aquel hormigueo que él sintió subir de sus pies, y llegar hasta su cabeza era el temperamento de Musiú ilustre que le estaba regando.”; en “Crónicas al minuto. Estoy aburridillo” (El Liberal, 21-IX-1921; OC, t. 4, pp. 265-266): “El señor Camejo siente en su cuerpo el hormigueo de su aburrimiento y lo coge en las manos, como una bolita de pan, y lo perfila graciosamente: –Estoy aburridillo.”; en “Crónicas al minuto. El equilibrio de las letras” (El Liberal, 22-IX-1921; OC, t. 4, pp. 266-267): “Fabelo, un día, nota que no tiene letras, como los demás, y le entra el hormigueo de tenerla y se va a visitar a Camejo y le dice”; en “La ciudad. Paseos de Robaina” (El Liberal, 22-II-1922; OC, t. 4, pp. 338-339, incompleta): “Robaina sintió un momento que el duende de la duda le hormigueaba el espíritu”; en “Crónicas leves. Vanidad infantil” (El Liberal, 29-II-1924; OC, t. 4, pp. 381-382): “Y los niños sienten en el fondo de sus espíritus como un pequeño y regocijante hormigueo: es la vanidad que luego se hincha en magnificencia ante unas matrículas de honor: premios también de otros disfraces menos gentiles”; en “Crónicas leves. Fleitas roba un libro” (El Liberal, 8-III-1924; OC, t. 4, pp. 384-385): “Fleitas era como un niño inexperto; miró la ciudad y no vio sino el color de la ciudad. Sentía en sus manos un hormigueo extraño, inverosímil”.

3. La palabra “senos”, o algún sinónimo, es una de las obsesiones de Rafael Romero. Aparece, por ejemplo, en “Jaculatorias místicas. Cartas del verano. I” (El Tribuno, 17-VII-1909): “Tú bien sabes que yo prefiero siempre un soneto a una provinciana y estimo más un estrambote que un seno de la susodicha, aun siendo mi especialidad los senos”; en “Después de la guerra. Al right” (La Publicidad, 17-VIII-1919): “Dan la impresión de que la carne es de nieve y que han de congelarse los dedos que se posen sobre los senos diminutos. [...] y las inglesitas de los pechos enanos”; en “Un Gobierno español visto a través del Atlántico (Crónica sin trascendencia)” (La Publicidad, 29-VIII-1920): “Saltan las mujeres que llegan de América [...] con unos senos donde nada pueden los gobiernos españoles”; en “Desde Canarias. No vino el Rey” (La Publicidad, 12-X-1920): “y hasta los mismos rusos elegantes se los ponía tranquilamente el viejo rey para abrigar sus débiles verdeces florecidas junto a los senos griegos de la Cleo, la nutritiva amiga de su juventud”.

4. La expresión “el señor Tal” aparece en el título de una crónica de la ciudad: “El señor Tal nos felicita en silencio” (Ecos, 9-X-1916; OC, t. 4, pp. 130-131: “El señor tal nos felicita”). Seis veces aparece en el texto de la crónica.

5. Rafael Romero emplea el término “mote” en “Crónicas leves. Fiesta de ayer” (El Liberal, 29-VIII-1924; OC, t. 4, pp. 406-407): “Todo el mundo compraba motes en esas tómbolas”.

6. Rafael Romero emplea el término “ánima”, entre otros casos, en “Crónicas leves. Espectáculo natural” (El Liberal, 5-XI-1923; OC, t. 4, pp. 359-360): “El ideal del hombre es una esquina, y el espectáculo cinematográfico de la calle va infantilizando el ánima”.

7. La expresión “jeringar” es una de las que Rafael Romero emplea con más frecuencia. Algunas apariciones: en el poema “Fantasía. Gondolero, gondolero...”, del libro Hipos (1907): “¿De quién es la voz que gime? / –¡No jeringue, caballero...!”; en “Farándula”, firmando como Gil Arribato (La Ciudad, 5-IX-1907): “que se jeringue... ¡por feo!/ como me estoy jeringando/ hace ya bastante tiempo”; en “Escenas isleñas”, firmando como Gil (Ecos, 14-VII-1915; OC, t. 4, pp. 38-39): “Caramba, si yo llego a saber esto, no me visto. ¡Y yo que casi no comí por temor de que se me escapara el entierro!... Me ha jeringao...”; en “Crónicas de la ciudad. El hombre de la caseta” (Ecos, 26-IX-1916; OC, t. 4, pp. 150-152): “¡Qué jeringado me trae este paquete! [...] Es un hombre irascible este hombre. ¿Por qué lo traerá jeringado nuestro paquete?”; en “Crónicas de la ciudad. El diminutivo isleño” (Ecos, 20-X-1916; OC, t. 4, pp. 102-103): “Al referirnos a un amigo canceroso solemos exclamar: ‘Está jeringadillo’”; en “Crónica de la ciudad. El aperitivo” (Ecos, 14-XII-1916; OC, t. 4, pp. 89-90): “Estoy jeringadillo de apetito!”; en “Crónica de la ciudad. La letra” (Ecos, 22-I-1917): “Un amigo ha dicho: –‘Jeringadillo debe andar de perras.’”; en “Crónica de la ciudad. El padrino” (Ecos, 4-VII-1917): “Lo que sé es que estoy jeringado.y jeringado. [...] Luego me jeringa porque esto de los bautizos es un relajo. [...] Para que un insular os haga un favor, es preciso que le jeringue hacerlo”; “Crónica de la ciudad. Me voy a acostar temprano” (Ecos, 12-VII-1917; OC, t. 4, pp. 73-74): “¡Qué me jeringa ese hombre!”; en “Crónica de la ciudad. Lo voy a jeringar” (El Ciudadano, 10-VII-1919; OC, t. 4, pp. 70-71), con muchísimos ejemplos.

8. “Aurora boreal”. La expresión la emplea Rafael Romero en “Desde Canarias. La dama del mar” (La Publicidad, 2-XII-1919; OC, t. 6, pp. 117-118): “Una mujer que espera y que suspira ante un mar nuevo y desconocido sin fiordos y sin auroras boreales... ¿Y esta mujer es otro drama...?”; en “En el solar atlántico. El barco del mundo” (La Publicidad, 1-XII-1920; OC, t. 6, pp. 163-166): “Un noruego frío: con un pelo gris, una barba gris, una gorra gris y un traje gris y una cara rosada de aurora boreal en pequeño”.

9. Véase “Crónica de la ciudad. Carnaval”, firmada por Felipe Centeno (Ecos, 15-II-1917). No aparece en la OC. Véase también “El Carnaval y los bailes del Carnaval” (Ecos, 14-II-1918). En “Crónica de la ciudad. Carnaval”, se puede leer: “Los hombres del pueblo juntaban unas pesetas, y sus mujeres les lavaban y planchaban sus camisas femeninas, que estos hombres se ponían aderezados con lazos de colores, desde el domingo al amanecer hasta el martes a la medianoche [...] Los hombres de las camisas bordadas, después de cantar los tres días y bailar a toda hora, veían desaparecer, con honda amargura, los carnavales por la punta de la Isleta [...] Cuando empezó la cultura, en esta fiesta de esclavos, los hombres de las camisas eran lo anacrónico en medio de tanta pinturería, lo inculto [...] Nosotros los hemos visto pasar por nuestra calle, con las camisas limpias y los hemos vuelto a ver con las camisas sucias y rotas.”

 

Carta a Luis Doreste Silva [¿III-IV?-1925]*

Queridísimo Luis: Al fin puedo escribirte sereno, si no confortado del todo. Porque volví a caer enfermo, y de esta vez me vi tan cerca de la otra vida, que el recordarlo solo me estremece el alma y me remueve las lágrimas.

¡Qué año de amarguras, hermano! Si yo no hubiera sido bueno, ahora he podido acreditarme como el mejor. He pensado tanto en ti, he deseado tenerte a mi lado –gran espíritu, maravilloso confortador de conciencias porque en los días amargos, en los más graves, nos vimos tan abandonados mi mujercita y yo, que todo era clamar por ti, el único amigo capaz de comprender y exaltar la amistad hasta lo supremo. El mal me sirvió, a más de asegurarme el ánimo, para medir la gradación cordial de los amigos. No ha habido uno que no merezca mi desdeñoso desprecio.

Pero no te he contado las causas de este terrible suceso que te hubiera dejado sin tu hermano D Alonso.

Volviéronme los trastornos intestinales con agudeza tal que el médico llegó a asustarse porque no podía encontrar la causa. Diarreas espantosas y un desnutrirme tan terrible que andaba como un sonámbulo. ¡Qué dolores, qué insomnios, qué desesperada agonía! Al fin, después de veinte reconocimientos inútiles se le ocurre examinarme la boca y me descubre una piorrea alveolar agudísima; el pus se filtraba a través de las muelas y me estaba envenenando. Ya sabes tú lo que es. Tuvimos que acudir al dentista rápidamente, y en el estado de anemia en que estaba hubieron de arrancarme cuanto hueso tenía en la boca –más de la mitad de la dentadura. Extracciones ¡sin anestesia! porque tenía la encía muy enferma. Calcula tú mi sufrimiento, con tanto dolor y tanta hemorragia. Pero ya, pasados tres meses de la tormenta, tengo el estómago magnífico y ya hoy me han sacado el molde para una dentadura nueva.

Estoy aún muy débil 90 días de dieta, con un hambre loca pero tengo vida, y, aunque no hago nada porque las fuerzas son pocas, el espíritu ha vuelto a latir esperanzado. Pero me acuerdo del pasado dolor y pienso en tu amistad tan pura con una emoción que me arranca las lágrimas. Nadie como tú, Luis; eres ciertamente el amigo único.

Habrás visto que no premiaron el libro. Veré lo que pasó cuando Miró me escriba.** No sé si se quedará en el cajón de nuevo. En otra situación quizás pudiera publicarlo. Ahora, cuanto ahorro tenía desapareció y encima me he endrogado hasta sabe Dios cuándo.

Te mandamos un retrato de la chiquilla. Verás que es mejor que los versos. Es buenísima y en mi vida cae como una bendición.

Y nada más. Por más que quiero no puedo seguir. Todavía me fatiga coordinar palabras y me cansa escribirlas. Contéstame pronto. Necesito tu cariño en estos momentos. Estoy tan tembloroso, como un niño convaleciente.

Recuerdos de Rita; ella te quiere también mucho y te recuerda como lo más puro de nuestra amistad. Un abrazo. Otro. Otro.

Rafael

 

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* El periódico El Liberal (25-III-1925 publica la nota “Al lector”, que dice: “Algunas personas nos preguntan las causas por que ya no se publican en El Liberal las humorísticas crónicas de nuestro querido amigo Rafael Romero (Hilario Montes)./ Por haber tenido que dedicar su actividad a otros asuntos el referido amigo se vio obligado desde hace algún tiempo a renunciar la colaboración en este periódico, la cual mantenía desde su fundación. Por lo tanto, como hemos dicho, desde hace algún tiempo está alejado en absoluto de nuestras tareas./ Quedan complacidas las personas que nos interesaban y al propio tiempo aprovechamos la ocasión para demostrar públicamente nuestro sentimiento por la ausencia del excelente amigo.” El 4-VIII-1925, en la sección “La vida social”, se anuncia que en ese día ha marchado para Teror, de temporada, Rafael Romero Quesada y familia.

** Miró le escribe (carta sin datar): “Dejé mi rinconada para volver a Madrid y reunir al Jurado de Literatura. El último Concurso que quedaba por resolver. En todo el año yo no pude hablar más que con Machado y Moreno Villa y muy rápidamente. En nuestras conversaciones sonó su nombre y el de Alberti y el de Gerardo Diego. A los demás jueces no les vi hasta esa única junta del fallo. Me quejo del fallo, porque no está su nombre; yo que tuve la culpa de que usted se presentase. Usted, Chabás y Grau, a los que deseaba con toda mi alma el triunfo […] usted, Chabás y Grau se han quedado sin nada. Casi me duele más lo de Grau.”

 

 

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Comentarios
Sábado, 08 de Diciembre de 2012 a las 10:03 am - CorsarioHierro

#04 Excelente(Luciano).

Miércoles, 05 de Diciembre de 2012 a las 19:52 pm - Ramón García Lisbona

#03 ¡Qué alegría volver a saber del amigo Henríquez! Y conocer a Quesada. Será todo lectura y comentario a mi regreso del viaje que emprendo mañana. Mandaré e-mail.

Miércoles, 05 de Diciembre de 2012 a las 17:34 pm - ezequiel benito

#02 Lo leeré y te enviaré mi humilde comentario.

Martes, 27 de Noviembre de 2012 a las 07:26 am - Tres

#01 Increíble. Volver a leer la maravillosa pluma del Quesada más querido. Todo un placer su lectura, con el fino puntillismo del que hace gala. Gracias, de nuevo, a Henríquez por volvernos a traer los escondidos textos de uno de nuestros grandes.