Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Pedaleando hacia la historia.

Miércoles, 18 de Mayo de 2011
Pedro Socorro Santana (Cronista Oficial de la Villa de Santa Brígida)
Publicado en el número 366

A finales del siglo XIX, el circo Cuyás, en Gran Canaria, y la carretera de San Andrés, en Tenerife, se convirtieron en improvisados velódromos donde los canarios comenzaban a practicar con entusiasmo un deporte desconocido: montar en bici. Su incorporación, en las Islas, estuvo en gran medida vinculada a la colonia inglesa.

 

El entusiasmo despertado en esta ciudad por el sport ciclista rebasa los límites de lo natural. Grandes y chicos, viejos y jóvenes, gordos y flacos, se han entregado en cuerpo y alma al ejercicio, los unos por entrenamiento y los otros en la persuasión de que lo mismo sirve aquel para devastar el organismo que para imprimirle vigor, lozanía, y robustez. Así describía a finales de 1897 el periódico La Patria sus primeras impresiones sobre varios aficionados que, en el improvisado velódromo en que se había convertido el circo Cuyás, aprendían a aprovechar las innumerables ventajas del centro de gravedad.

 

Era lunes aquel 22 de noviembre de 1897 y varios grancanarios se ejercitaban para ponerle pedales a su propio equilibrio. Seis años después se puso en marcha el Tour de Francia, el acontecimiento más importante del mundo ciclista. Anteriormente se habían realizado competiciones que cubrían enormes distancias, como el recorrido París-Burdeos de 576 km también en 1891. Sin embargo, fue el periodista francés Geo Lefevre quien desarrolló la idea de crear una competición por etapas que transcurriera por parte del territorio francés.

 

Entretanto, el Cuyás era el escenario para el aprendizaje y las primeras rarezas sobre el sillín ante los ojos atónitos de los ciudadanos y periodistas de la época que presenciaron estupefactos las primeras sesiones y ofrecían luego las primeras reseñas en la prensa local. Algunos aficionados muestran tales disposiciones para el arte que de primera intención se sostienen en la máquina y navegan sin necesidad de remolque. Otros revelan torpeza insigne y tienen que convertir la práctica con conductor y tenazas; y en cuanto se les suelta se encabrita el corcel y el ginete [sic] busca en el piso la más cómoda posición, añadía el citado periódico al describir el prodigio que contemplaban y cómo uno de aquellos aficionados se rompía la crisma sobre la pista de tierra del antiguo circo.

 

Antigua postal del circo Cuyás(Fedac)

 

El vecindario de Las Palmas estaba deslumbrado con aquellos primeros ciclistas. Opiniones y vaticinios debieron salir a borbotones de su boca. Al público grancanario le parecía imposible que éstos pudieran conservar el equilibrio y al mismo tiempo dar vueltas a los pedales y controlar la dirección con las manos. Pero el nuevo artilugio metálico autopropulsado resultó tan elemental en la vida cotidiana que pronto se convirtió en una diversión para niños y adultos de la burguesía de la ciudad, que lo veían como un valor de distinción, progreso y dinamismo social. Pasear en bici era la moda, una nueva forma de vivir y de disfrutar, a pesar de la falta de espacios adecuados para la práctica de este deporte.

 

En torno a la bicicleta surgieron sociedades que realizaban exhibiciones, excursiones y competiciones de varios tipos, mientras en las fiestas se hizo habitual las carreras de sortijas en bici. Ya en fechas previas a la Navidad de 1897 quedó, por ejemplo, constituido el Centro Ciclista de Las Palmas, regentado por los hermanos J.R. El citado centro se anunciaba en el periódico España y ofrecía a sus lectores enseñanzas completas del sport ciclista en poco tiempo y con un aparato especial que evita los riesgos de toda caídas. Esta misma sociedad alquilaba velocípedos al módico precio de una peseta la hora, y dispensaba grandes descuentos si los velocipedistas adquirían bonos de 25 horas o paseos de similar duración. En cambio, cinco pesetas era el coste de pasar la noche con la bicicleta, de las seis de la tarde a siete de la mañana del día siguiente. También la compañía ofrecía sus servicios a los usuarios, pues contaba con un taller de reparación para las bicis.

 

El ciclismo despertó pronto el interés general y en los primeros años del siglo XX se convirtió no sólo en un medio de transporte ideal en la capital, sino también en un singular deporte que llenó el aburrido tiempo libre y de ocio ciudadano, amén de sus beneficiosas consecuencias para la salud. Era el sport de moda importado de Inglaterra, pues su incorporación en las Islas estuvo en gran medida vinculada a la colonia inglesa establecida en Las Palmas y Santa Cruz de Tenerife, que ya había puesto de moda el golf, el fútbol, el tenis, el cricket, etc.

 

Una bici de la marca Rudge en 1895

 

Muchos de los novedosos artilugios de dos ruedas que paseaban por las calles de las principales ciudades del Archipiélago llegaron un buen día en los vapores que recalaban en nuestros puertos. Sus ruedas, con ganas de rodar después de una larga travesía, no sabían el porvenir que les esperaba en nuestro agrio suelo. Las bicis procedían de lejanos lugares, la mayoría de los Estados Unidos y de Inglaterra, y comenzaron a ser utilizada por una población que consideraba la práctica de este deporte como elegante, pero también una distracción cara, pues su precio resultaba muy elevado para las clases populares. El ciclismo entusiasmó a las mujeres, siendo las pioneras las jóvenes damas de la colonia inglesa, si bien se hablaba del peligro que representaba su práctica para el sexo débil, sobre todo para las mujeres encintas.

 

Hojeando los periódicos de la segunda mitad del siglo XIX, vemos cómo en Tenerife, desde 1896, aparecen noticias de competiciones deportivas, como las carreras de bicicletas que figuraban entre los actos principales de las fiestas que conmemoraban el IV aniversario de la Conquista de Tenerife y La Palma. La sociedad ciclista madrileña Veloz Sport, establecida en La Laguna y dirigida por el gerente Manuel León, organizó un espectáculo el 24 de septiembre de ese año, según anunciaba el periódico La Opinión, que consistió en una carrera de resistencia entre varios aficionados desde La Laguna hasta Tejina, y una vez allí de regreso a La Laguna. Entre los participantes se encontraban Mr. John K. Gregori, súbdito inglés que ganó la carrera y obtuvo un preciado reloj de acero, Ruperto Bello, Manuel Olivera y Pedro García Sánchez. Por cierto, que estos dos últimos ciclistas tuvieron la desgracia de caerse de las bicis y sufrir contusiones en la cara sin importancia. La plaza de la Constitución y la carretera de San Andrés se convirtieron en aquellos últimos años del siglo XIX en verdaderas pistas de aprendizaje al aire libre. Aunque la nueva sociedad Sport Club de Tenerife, presidida por Arturo Ballester, ya buscaba terrenos en el verano de 1897 para fabricar un gran velódromo en esa isla, que sería inaugurado dos años después.

 

Las grandes fábricas de bicicletas tuvieron desde los últimos años del siglo XIX muestras de sus máquinas en las islas. Entre ellas se encontraban la americana Humer, Excelsior y Rudge, esta última de la prestigiosa compañía inglesa Rudge, Wedge & Co. Limited, cuyo fundador fue Daniel Rudge (1840-1880), ingeniero británico que construyó de alta gama de bicicletas y velocípedos e inventó en 1878 el ajuste del cojinete de bolas cubo de la bicicleta. En Gran Canaria, uno de los primeros vecinos en contar en propiedad con una de aquellas máquinas de dos ruedas fue el comerciante Rafael Alzola y González-Corvo (1874-1916), que ya contaba con una bici en 1897, mientras que Manuel León en Tenerife, gerente del club Veloz Sport, fue el primer vendedor de bicicletas de aquella isla; representaba en la provincia a la casa americana Humer e inició la catarata de publicidad en la prensa de la época. Desde entonces el canario, que siempre había sido un gran caminante, comenzó a no utilizar con tanta frecuencia sus piernas.

 

El auge del ciclismo en las Islas llevó a constituir el Campeonato Ciclista de Canarias, celebrado el 12 de septiembre de 1913 en La Laguna, cuyas bases fueron realizadas por la comisión presidida por Faustino Martín Albertos durante el verano del año anterior. El Ayuntamiento de Las Palmas donó una copa de plata para el vencedor de la prueba, y varios ciclistas grancanarios tomaron parte de la misma. En ese día, nos cuenta el Diario de Tenerife, participaron en la carrera entre La Laguna, Tacoronte, Valle de Guerra, Tejina y vuelta a La Laguna, 30 aficionados y resultó ganador Juan Pérez, ciclista de Garachico.

 

Sin embargo, fue en la década de 1930 cuando en Canarias comenzó a sentirse una verdadera pasión por el ciclismo y surgirían las primeras pruebas interinsulares por equipos, mientras en la Península se celebraría también la primera Vuelta a España (1935). Precisamente, el miércoles 15 de abril de 1936, tres meses antes de que España se partiera en dos a causa de la Guerra Civil, se celebró en Las Palmas la I Carrera Inter-regional entre los equipos de Tenerife y Gran Canaria, con motivo del V aniversario de la República.

 

Los componentes de la selección grancanaria eran Francisco Suárez (Telde), José Santana (barrio de San Antonio), Agustín Armas (Arucas), Juan Gil Perdomo (San Cristóbal) y Cristóbal Martel (Santa Brígida). Y los de Tenerife: Anacleto Gómez García, Amaro Carballo, Manuel Delgado, Jaime Márquez y José A. Aguilar, capitán del equipo tinerfeño.

 

El recorrido era de unos 80 kilómetros, partiendo de la Catedral de Santa Ana, en la ciudad, en dirección a la Villa de Santa Brígida, para continuar luego hacia la Vega de San Mateo, Valleseco, Firgas, Arucas y regreso a la capital. Y el premio consistía en 300 pesetas para el equipo ganador y una copa donada por el Cabildo Insular.

                                                                                                           Retrato de un joven con su bici en Arucas.
                                                                                                                     
Foto: Abelardo Auyanet

 La competición resultó interesante y reñida, y en las carreteras y calles de los pueblos la cantidad de público era numerosa, según reseña la prensa de la época. El primer ciclista en cruzar la meta, tras 5 horas y 51 minutos de tiempo empleado, fue el tinerfeño Manuel Delgado, y eso que un huevo duro que se le ocurrió ingerir, casi lo pone fuera de combate, apuntaba el periódico La Provincia ante aquel portento del pedal. El as más destacado de Tenerife que, además, ganó el premio de montaña. No obstante, el equipo ganador resultó ser el de Gran Canaria, pues los cuatro ciclistas que cruzaron la meta a continuación fueron canariones: Francisco Suárez, Agustín Armas, José Santana y Cristobita Martel, respectivamente.

 

Las etapas eran duras y las carreteras por las que circulaban casi impracticables. Para colmo, los juegos de piñones o la doble pletina aún no se usaban, por lo que el pedaleo era fijo y la bicicleta, un armatoste pesado, sin cambios, todo un rompe piernas. El ciclismo como agonía. Y un pinchazo era la maldición porque debía cambiar la bici, quien la tuviera a mano. Los participantes llevaban, además, gafas de aviador, las únicas que les podían proteger del asfalto de la época, tierra y piedras. Y los recipientes de agua debían ir rellenándolos por el camino, en fuentes o en tiendas y bares de los pueblos, ya que no había en los primeros momentos los actuales avituallamientos. Un buen escardón de leche y gofio a primera hora de la mañana, habitual desayuno para enfrentarse a la dura prueba, haría imposible hoy cualquier control antidopaje.

 

Aquella memorable carrera por varios municipios de las Medianías fue seguida por una caravana de unos 150 coches, lo que da una idea elocuente de la expectación que había despertado una prueba de extrema dureza y sin los adelantos técnicos y médicos actuales, pero repleta de gestas, emociones y algún que otro huevo duro. Lamentablemente, durante aquella primera vuelta sucedió una desgracia terrible que costó la vida a tres vecinos de Santa Brígida. Uno de los coches que seguían a toda prisa a los ciclistas y en el que viajaban cinco ocupantes se despeñó por un barranco de Firgas tras salirse de la vía. En la villa satauteña la noticia cayó como un jarro de agua fría. El comercio donde se vendía por 15 céntimos el periódico, propiedad del comerciante Joaquín Estrada, había cerrado en señal de duelo. Su hijo, José, de 27 años, era una de las víctimas.

 

 

 

Cristobita Martel, aquel gran escalador de Santa Brígida

A partir de la década de 1930 comenzaron a celebrarse carreras de aficionados entre los pueblos de la isla y los ciclistas se inscribían de forma individual, convirtiéndose en protagonistas de locales hazañas, en los héroes de hechos asombrosos que los redactores de periódicos narraban por cotidianas entregas. Eran unos locos de las bicicletas en el sentido más amplio.

 

Varias de las glorias de la Villa de Santa Brígida eran los hermanos Martel y Adolfo Talavera, que vestían las camisetas rojas del equipo local de fútbol. Uno de ellos, Cristobita Martel, resultaba ser un gran escalador, y el pueblo solía organizar caravanas de seguidores por los municipios por donde pasaban. Era un vecino callado, servicial e incansable, dispuesto a la hazaña imposible. Cuesta arriba nadie podía con él, según recuerdan los vecinos más memoriosos cuando hablan hoy día sobre sus legendarias ascensiones que se organizaron desde la Villa, y que llenó el aburrido tiempo de ocio ciudadano de aquel momento. Llegué a quedar tercero. Y en una ocasión vinieron corredores desde Tenerife a participar de una carrera, cuando lo del accidente de un coche de seguidores en el que murieron tres vecinos de Santa Brígida. Luego estábamos organizando otra para acudir a Tenerife cuando estalló el Movimiento y no pudimos ir, dijo Martel durante un homenaje que le tributó la asociación cultural El Repique con motivo de las fiestas patronales de Santa Brígida en 1996, apenas unos años antes de su muerte.

 

Cristobita no colgó la bicicleta después de aquellas memorables escaladas con una gran cadencia de pedalada. En realidad, su primer triunfo sobre un ciclista lo obtuvo sin necesidad de perseguirlo en una bicicleta, cuando trabajaba de carpintero para el Ayuntamiento de Santa Brígida y hacía los habituales mandados en una época en la que aún no se hablaba de ciclismo deportivo, pero cuya destreza en el manejo del manillar debía ya considerarse como un progreso en su oficio. Todavía hoy los más memoriosos del pueblo le recuerdan cuando realizaba todo tipo de arreglos domésticos, a cambio de la voluntad y algún que otro buchito de ron, armado con su inseparable llave inglesa, mientras atrás iban quedando sus gestas memorables de aquellos años en blanco y negro, 23 años antes de que el español Federico Martín Bahamontes ganara por primera vez el Tour de Francia en 1959. Una época en la que el deporte del pedal conjugaba dosis aún mayores de sufrimiento con una menor ayuda de la tecnología y de la preparación física.

 

 

Comentarios
Lunes, 18 de Julio de 2011 a las 02:52 am - Arturo Silva

#01 Escribo a este espacio con el objetivo de solicitar ayuda sobre una bicileta Rudge, cade cubuerta, tres velocidades, de aproximadamente de 1940 o antes, quiero informacion para restaurarla era de mi padre.

Gracias, y disculpen usar este medio.

Arturo Silva