Revista nº 1037
ISSN 1885-6039

Mil años de un cementerio.

Viernes, 20 de Julio de 2007
Javier Velasco Vázquez
Publicado en el número 166

Los lugares que la población prehispánica de Canarias eligió para depositar a sus difuntos son espacios que, como norma, presentan una dilatada vigencia temporal. Son concebidos y habilitados como enclaves para albergar los cuerpos de los antepasados a lo largo de sucesivas generaciones y que, por lo general, se encuentran directamente asociados a los lugares de habitación. De este modo se establece una relación directa y cotidiana entre vivos y muertos, probablemente en un deseo de mantener la unidad del colectivo y de éste con un territorio específico que es identificado como propio.



No son muchos los lugares sepulcrales que en los últimos años hayan sido objeto de intervenciones arqueológicas con una metodología adecuada, si bien los ejemplos conocidos hasta el momento permiten mantener la viabilidad de la propuesta hecha en el párrafo previo. Uno de estos casos es la denominada Necrópolis de La Lajura, en La Frontera (El Hierro).

 

La existencia de un depósito funerario en una cueva natural abierta en la Montaña de La Lajura era un hecho conocido desde los años sesenta del pasado siglo XX, momento en el que la construcción de la carretera que uniría las poblaciones de El Pinar y La Restinga propició el descubrimiento de restos humanos en dicho enclave. Pese a este hecho, la completa documentación arqueológica de este sepulcro no pudo afrontarse hasta el año 1998, lo que conllevó una inversión de casi un año de labores arqueológicas. Los trabajos desarrollados en este lugar, que supusieron la completa exhumación de los restos aquí conservados, pusieron de manifiesto lo que podemos considerar uno de los yacimientos sepulcrales más significativos de los conocidos hasta el momento para la isla de El Hierro y quizá para el conjunto del Archipiélago. Sin embargo, es probable que esta significación radique más en el hecho de tratarse de un lugar en el que se ha podido afrontar un trabajo de investigación completo en su singularidad, ya que se conocen otros espacios cementeriales cuya potencialidad científica y patrimonial está aún por desentrañar.





 

La Necrópolis de La Lajura, según los datos conocidos hasta el momento, fue empleada como sepulcro a lo largo de varios siglos y en ella se depositaron los restos de algo más de un centenar de individuos. En efecto, las pruebas de Carbono 14 remontan a los inicios del siglo II de nuestra Era el inicio del uso cementerial de esta cavidad natural, continuando tal función al menos durante ocho siglos más, si bien es probable que pueda prolongarse hasta fechas cercanas a la arribada de los conquistadores normandos a las costas de El Hierro. Ello se traduce en un cementerio que continúa usándose a lo largo de unos mil años, varios siglos más que cualquiera de los camposantos que se instauran en las islas tras la colonización hispana. Un dato que creemos pone de manifiesto la evidente intencionalidad que tuvieron los bimbapes de perpetuar el lugar destinado a sus difuntos, reforzando, a su vez, la significación otorgada a los que tras la muerte pasan a convertirse en antepasados.

 

Esta concepción unitaria del cementerio no sólo se materializa en la sucesiva recepción de cadáveres en un mismo lugar a lo largo de décadas, sino también en otros aspectos igualmente destacados. Así, antes de la inclusión de cadáveres en La Lajura, y en directa relación con la práctica fúnebre que allí tendría lugar, se procedió a la realización de diversos fuegos en el interior de la cueva, así como al depósito junto a ellos de una serie de materiales (probablemente ofrendas): instrumentos de industria lítica, un recipiente de cerámica, la cabeza y parte de las patas de un macho cabrío joven, semillas de cebada, etc. Se trata de una serie de gestos sepulcrales que, en pocas palabras, y como hipótesis, podrían suponer un “acondicionamiento ritual” del lugar en el que luego, y a lo largo de los años, se dispondrían los fallecidos del grupo. Por así decir, se configura el lugar de sepulcro de un colectivo humano consolidado en un territorio y que aspira a su proyección futura, entre otras cosas, a través de la elección y acondicionamiento de lugar elegido para recordar a sus difuntos.





 

A grandes rasgos, el uso sepulcral de la Necrópolis de La Lajura se caracteriza por la deposición superficial de los cuerpos en el interior de la cueva, sin que se siga un patrón constante en lo que se refiere a la colocación de los cadáveres (decúbito supino extendido, decúbito lateral flexionado, sedente, etc.) o qué orientación se les da a éstos. Una tendencia que, además, parece permanecer invariable a lo largo de todo el tiempo en el que los bimbapes emplean esta cavidad sepulcral, y donde parece prevalecer el deseo de perpetuar su funcionamiento como tal durante siglos. De tal suerte los cadáveres son depositados aprovechando al máximo el espacio “útil” de la cavidad. Incluso, y como así se ha propuesto, en un momento dado se da fuego a todo el lugar para favorecer la continuidad en la recepción de cuerpos en el mismo ámbito cementerial. Perpetuar el colectivo a través de la práctica sepulcral parece ser una premisa fundamental en este lugar.

 

Se trata, sin duda, de un espacio funerario colectivo, en el que tuvieron cabida buena parte de los fallecidos del grupo que aquí rindió homenaje a sus difuntos. Así parecen demostrarlo los estudios desarrollados sobre los restos humanos recuperados, los cuales revelan una estructura demográfica en la que, además de una proporción semejante entre hombres y mujeres, se constata un porcentaje muy elevado de individuos fallecidos antes de alcanzar la edad adulta (el 20%, de los que la mitad eran recién nacidos), y con una esperanza de vida que situaría la máxima mortandad entre los treinta y los cuarenta años. A todas luces se trata del reflejo de una “población natural”, o lo que es lo mismo, no parecen existir sesgos significativos entre los individuos que una vez fallecidos son incluidos en el espacio mortuorio de La Lajura. Esta circunstancia se distingue de otros cementerios conocidos en las islas en los que, aparentemente, parte de la población es excluida de la práctica funeraria reservada para el resto del grupo. Es el caso, por ejemplo, de algunas necrópolis en la que los recién nacidos o no aparecen o lo hacen en unos porcentajes que en absoluto serían reflejo de los índices de mortalidad infantil que debían soportar estos grupos.

 

Estos mismos estudios sobre restos humanos, también denominados bioantropológicos, nos indican que la población incluida en la Cueva de La Lajura, o al menos parte de ella, estaba unida entre sí por lazos de parentesco. En efecto, las investigaciones emprendidas hasta el momento, y a la espera de los exámenes de ADN, han puesto de manifiesto la existencia de una serie de marcadores bioantropológicos que demuestran vínculos de consanguinidad entre una parte significativa de las personas que fueron incluidas en este sepulcro. Una circunstancia que, a nuestro entender, pone sobre la mesa la importancia de la “familia” en el modelo social de los antiguos bimbapes, o al menos en aquellas prácticas sociales directamente entroncadas con el mundo de la muerte. Teniendo en cuenta la vigencia temporal en el uso de esta necrópolis, estos nexos familiares tratan también de hacerse perdurar en el lugar reservado a los antepasados, quizá porque constituyen una parte esencial del conjunto de normas que rigen también su cotidianidad.

 

Este conjunto de hechos vendrían a reafirmar el carácter colectivo de la práctica fúnebre desarrollada en este lugar, y cuya dinámica de funcionamiento seguiría vigente a lo largo de sucesivas generaciones de bimbapes. Esta naturaleza colectiva de La Lajura no fue impedimento para que no todos los individuos incluidos en este lugar recibieran idéntico tratamiento sepulcral. Así, algunos cuerpos fueron depositados sobre tablones funerarios fabricados en madera de pino (tanto hombres como mujeres), y otros fueron acompañados de materiales diversos (lo que se conoce con el genérico término de ajuar): es el caso de un varón joven junto al que se colocó un recipiente fabricado en madera de sauce canario. Pese a que la población prehispánica de El Hierro ha sido tradicionalmente considerada una “sociedad igualitaria”, en el momento de la muerte se desarrollan gestos que diferencian a ciertas personas del grupo. Este hecho, al que habría que unir otros datos conocidos hasta el momento, permiten poner en duda este carácter paritario de la colectividad bimbape, pudiendo estimarse, por el contrario, la existencia de marcadas asimetrías sociales (por ejemplo entre hombres y mujeres).

 

A este respecto ha de recordarse que la práctica funeraria entre estas poblaciones puede interpretarse como un claro elemento de refuerzo social, teniendo como una de sus finalidades básicas la reproducción del grupo, de los elementos y las relaciones interpersonales que lo sustentan. Ello puede llevar aparejado que las diferencias entre diferentes personas sean ofrecidas como algo consustancial -casi natural- al colectivo, al conjunto de personas que escogieron un mismo emplazamiento en el que recordar a sus difuntos.



Nota: Un estudio pormenorizado de este yacimiento funerario se puede consultar en la obra: El lugar de los antepasados. La necrópolis bimbape de la Montaña La Lajura, editado por El Cabildo de El Hierro y del que son autores J. Velasco, T. Ruiz y S. Sánchez.




 

 

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Comentarios
Sábado, 22 de Enero de 2011 a las 23:19 pm - Firanque

#02 Ojo, que la citada montaña no se llama La Lajura, sino Arajura. El otro topónimo solamente aparece en mapas militares, tratándose de un error de transcripción. Más preguntar a los viejos...

Jueves, 05 de Abril de 2007 a las 22:48 pm - tomashniz@hotmail.com

#01 Hemos visto denominados a los nativos de El Hierro como bimbaches, aunque yo pienso que la ch puede ser una t. Pero como bimbapes ya es raro. Por otro lado no tendría ni parecido con lo bereber que tendería a acabar el etnónimo en t como bimbat porque la terminación en ES es castellano.